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La familia cristiana: santuario, escuela y taller (I)

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Este título se corresponde con el de una sección del programa “El grano de mostaza” de Radio María España que, desde septiembre de 2015, se viene emitiendo con periodicidad mensual. Con su directora, Ana Hormigos, tengo una deuda de gratitud -que me complace reconocer y manifestar- por varios motivos, de los cuales no es el menor la libertad con la que siempre he contado para seleccionar los temas de educación y familia sobre los que vengo hablando y darles el enfoque que considero oportuno. Esa libertad comenzó por la elección de este título con el cual, en mi opinión, queda bien sintetizada la esencia y la finalidad de la familia cristiana: santuario, escuela y taller. Esto es una familia cristiana y esto es lo que aspira a ser. Nada más y nada menos.

Hay dos expresiones muy usadas y muy válidas para referirse a la familia que doy por supuesto que la mayoría de los lectores habrán oído y usado muchas veces. La primera es la de “iglesia doméstica”. Es una expresión que se ha hecho habitual en el lenguaje eclesial desde que quedó incluida en uno de los grandes documentos del concilio Vaticano II, la Constitución Dogmática sobre la Iglesia, Lumen gentium. La otra expresión, usada dentro y fuera de la Iglesia, es la que dice que la familia es la “célula de la sociedad”. Ambas recogen con mucha exactitud distintos enfoques sobre el ser de la familia. La primera, “iglesia doméstica”, hace referencia al papel de la familia dentro del gran cuerpo de la Iglesia; la segunda, “célula de la sociedad”, nos lleva a entender el puesto que la familia ocupa dentro del gran cuerpo que es la sociedad.

En cambio, a mi parecer, en ninguna de estas expresiones se ve de manera inmediata cuál es la finalidad de la familia. Cuando se acuñaron esas expresiones, probablemente no hacía falta destacar la finalidad de la familia cristiana porque era evidente, al menos en los países de tradición católica. La familia era la institución natural fundada en el matrimonio sacramental para la vida en común de los cónyuges, para la generación de los hijos y para su crianza. En estos países, la inmensa mayoría de los jóvenes, hombres y mujeres, tenían dibujado en el horizonte natural de su vida la fundación de una familia fecunda basada en los impulsos de la naturaleza y en el Santo Sacramento del Matrimonio. Han pasado algunos lustros y, socialmente, las cosas ya no se entienden así, ese esquema de vida ha dejado de ser mayoritario. Ni el sacramento, ni siquiera el matrimonio civil, se ven como necesarios para la convivencia y la generación de hijos, que por otra parte, no se da por supuesta, y si se da, queda reducida a uno o dos hijos. Anulado el significado sacramental y borrados estos fines (es decir, desustanciado el matrimonio), para muchos ha pasado a convertirse en una atadura formal vacía de contenido, y, de la que, en consecuencia, se puede prescindir tranquilamente. Difuminado o suprimida el todo el esquema original, queda también difuminada o suprimida a los ojos del joven de hoy, la esencia y la finalidad de la familia cristiana. ¿Casarse, para qué? Matrimonio no, gracias. ¿Hijos? ¿Para qué?, ¿para quién? No, gracias.

En mi opinión, la familia cristiana solo puede ilusionar a los jóvenes (cristianos) si se la propone como lo que realmente es: la respuesta a una llamada que Dios hace personalmente a un hombre y una mujer (si puede ser en la juventud), a lanzarse a vivir en común, pero no de cualquier manera, sino como esposos, a semejanza de la unión de Cristo con su Iglesia, unión de la cual derivan los compromisos de unidad, fidelidad, indisolubilidad y apertura a la vida. Y todo ello, bajo el amparo de la bendición de Dios y el sostén de su Iglesia.

Si nos volvemos a preguntar ahora adónde conduce todo esto (¿casarse, para qué?), adónde lleva este camino del matrimonio sacramental, la respuesta última es al cielo. El matrimonio sacramental es un camino que lleva al cielo porque es el camino ordinario de santificación para los laicos casados, en primer lugar, para el matrimonio y sus hijos, pero también para muchos otros, todos aquellos a los que pueda llegar el influjo de un matrimonio cristiano, que son muchos. Bonum difussivum sui, decían los clásicos. El bien, de suyo, es difusivo y tiende a extenderse en todas direcciones, por eso el matrimonio sacramental también es camino de santificación para todos aquellos que entren en contacto con una familia cristiana decidida a vivir las exigencias de su fe. Vivir las exigencias de la fe, se concreta en cada persona y en cada familia de muy diversas maneras porque las circunstancias y modos de vida son muy diversos, pero en todo caso, la tríada “santuario, escuela y taller”, es una propuesta que merece ser tenida en cuenta porque se inserta en el Magisterio de la Iglesia tratando de seguir sus recomendaciones.

A la exhortación apostólica Familiaris consortio pertenece este imperativo: “Familia, ¡sé lo que eres!” Como el imperativo “sé” pertenece al verbo ser, la pregunta consiguiente es por el ser de la familia: ¿Qué es la familia? Vamos con la respuesta.

Santuario

La familia es en primer lugar, y antes que ninguna otra cosa, un santuario. Un santuario es un lugar santo, un lugar sagrado donde se fomenta una devoción concreta, se venera una imagen o se custodia alguna reliquia sagrada de gran valor. No es necesario explicar mucho esto porque en España tenemos una gran abundancia de santuarios, especialmente los dedicados a fomentar la devoción a la Virgen María, bajo advocaciones diversas[1].

Pero volvamos a nuestro título. ¿De qué es santuario la familia? De la vida humana. Decir que la familia es un santuario no es ninguna novedad ni es una expresión original mía. En el año 2001 los obispos españoles hicieron pública una importante instrucción pastoral sobre la familia a la que le dieron este nombre: “La familia, santuario de la vida y esperanza de la sociedad”.

Hablar de la familia como santuario no es una licencia poética, o una expresión más o menos lucida, que queda bien según se oye o se lee, sino una afirmación llena de verdad. Atengámonos a las palabras, fijémonos en su literalidad. Ya se ha dicho lo que es un santuario. Pues bien, si la familia es santuario de la vida humana, eso significa que la vida humana tiene carácter sagrado.

Los Papas del siglo XX, desde Pío XII en adelante, y sobre todo con San Juan Pablo II, han insistido una y otra vez en el carácter sagrado de la vida humana, si bien hay que decir de inmediato que no es la enseñanza de los papas lo que confiere sacralidad a la vida humana. La vida humana no es sagrada porque lo diga el Magisterio de la Iglesia, sino porque lleva en sí misma la condición de sacralidad. Así lo reconoce la encíclica Evangelium vitae de San Juan Pablo II, al comienzo de la carta, en el punto nº 2. El valor sagrado de la vida humana es algo que puede descubrirse a la luz natural de la razón, aunque no sin el auxilio de la gracia. Dice textualmente:

“Todo hombre abierto sinceramente a la verdad y al bien, aun entre dificultades e incertidumbres, con la luz de la razón y no sin el influjo secreto de la gracia, puede llegar a descubrir en la ley natural escrita en su corazón el valor sagrado de la vida humana desde su inicio hasta su término”.

No es el lugar ahora para desarrollar con extensión cómo el hombre desde siempre, desde los albores de la humanidad, ha barruntado en los acontecimientos decisivos de la vida humana un halo de sacralidad y de misterio, y, en consecuencia, los ha revestido de rituales y ceremonias religiosas: el nacimiento, la incorporación a la adultez, el matrimonio, la fecundidad y la muerte. Una mente lúcida puede descubrirlo, sea o no la mente de un cristiano. En Séneca tenemos un ejemplo sobresaliente, el cual sin ser cristiano, ya lo afirmaba: Homo sacra res homini. El hombre es cosa sagrada para el hombre.

La familia es un pequeño-gran santuario de la vida. Pequeño por su carácter doméstico, íntimo, no público y pequeño también por sus dimensiones y por el número de sus miembros; grande, enormemente grande, por su valor. La vida humana es sagrada desde su inicio hasta su fin natural y atraviesa momentos de una gran debilidad, por eso hay que sostenerla, rodearla de cuidados, sacarla adelante.

[1]           Aunque ahora no es el momento de hablar de esto, aprovecho de paso la ocasión para señalar que en España no tenemos un santuario mariano que a mi parecer nos falta (y nos hace mucha falta). Resulta sumamente extraño que en España, “tierra de María”, nación que no se puede explicar sin la fe católica y sin la devoción a María, no tengamos un santuario nacional dedicado a nuestra patrona, la Inmaculada Concepción. En este mismo blog hay una entrada titulada En España, “tierra de María”, la patrona no tiene santuario en la que se da cuenta de esta incomprensible carencia.

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