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El obispo de Teruel, quemado vivo por soldados de Líster. Centenario de los mártires de Rusia

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Los dos mártires del 7 de febrero son también los últimos asesinados durante la guerra civil, entre los que hasta ahora han sido beatificados: el obispo de Teruel, Anselmo Polanco Fontecha, de 57 años, y su vicario general, Felipe Ripoll Morata, sacerdote secular de 60 años, ejecutados con 40 prisioneros de guerra el 7 de febrero de 1939. Hoy se cumplen además 100 años del asesinato del pimer obispo mártir uso del siglo XX, el metropolita de Kiev, Vladimir Bogoyavlensky, motivo por el cual la Iglesia ortodoxa rusa celebra en el domingo más cercano (en este caso el anterior) la fiesta de todos los  mártires y confesores del siglo XX.

«Debo permanecer al lado de mis ovejas»
Polanco y Ripoll habían sido capturados durante la batalla de Teruel, y fueron liquidados, junto a un grupo de soldados, durante la retirada republicana hacia la frontera francesa, en Pont de Molins (Girona). Polanco profesó como agustino en 1897, se ordenó en 1904, y en su orden fue provincial en 1932. En 1935, fue nombrado y ordenado Obispo de Teruel y Administrador Apostólico de Albarracín. Al tomar posesión dijo: “He venido a dar la vida por mis ovejas”. Durante la guerra no quiso salir de la ciudad asediada -“Yo soy el pastor y debo permanecer al lado de mis ovejas; o me salvo con ellas, o con ellas muero”- y así fue capturado el 8 de enero de 1938.

Tras trece meses de cautiverio en las cárceles de Valencia y Barcelona, el 25 de enero de 1939, víspera de la entrada de los nacionales en Barcelona, sacaron al obispo, su vicario y otros presos en dirección a Santa Perpetua de la Moguda (Barcelona) y de allí a Campdevànol y Puigcerdà (Girona). La noche del 26 la pasaron en el tren, el día 27 fueron a Ripoll y desde allí a pie a Sant Joan de las Abadesas bajo un aguacero torrencial. El día 31 de enero los prisioneros mayores fueron conducidos a Figueras y Can de Boach, en Pont de Molins.

El 7 de febrero, a las 10 de la mañana, llegó a Pont de Molins un camión con treinta hombres armados con fusiles-ametralladores, un teniente y varios suboficiales que se hicieron cargo de los presos y, después de robarles lo que llevaban, los ataron de dos en dos por las muñecas con muy malos tratos. El camión tomó la carretera de Les Escaules. A unos 1200 metros se detuvo y los presos fueron obligados a subir monte arriba por el cauce seco del barranco. Allí fueron acribillados.

En la documentación de la Causa General sobre Pont de Molins (legajo 1433, expediente 13, en el folio 27 la lista de asesinados) se dice que la custodia y presumiblemente el asesinato de los prisioneros (entre ellos bastantes soldados italianos, y militares capturados en Teruel) correspondió a la Brigada Líster. El coronel Francisco Barba Badosa, que se salvó del fusilamiento por quedar herido en Campdevànol, afirma que el cadáver del obispo no tenía heridas, y que por tanto no murió en el fusilamiento, sino que fue quemado vivo (folio 38 de la documentación de la Causa general). El agustino Amador del Fueyo asegura en su libro sobre el obispo que el 6 de febrero el jefe de estado mayor republicano, Vicente Rojo, ordenó evacuar al obispo en avión a la zona centro, orden que los de Líster no llevaron a cabo.
Antes de publicar este artículo, me he tomado la molestia de comprobar una vez más que el obispo Polanco sigue sin figurar en el listado de víctimas de la guerra que mantiene el Ministerio de Cultura (y que con cierta sorna llamo la Lista de Sinde, más vale tomárselo a broma), mientras que Líster figura como al menos seis víctimas distintas (si no ocho).
Firmó la carta en la que los obispos dijeron que la guerra NO era una cruzada

Aunque los revolucionarios no necesitaban un motivo particular para fusilar a Polanco, es cierto que había firmado la Carta Colectiva del Episcopado Español, publicada el 1 de julio de 1937, en la que se denunciaban los crímenes cometidos contra las personas y la religión católica. Puesto que es habitual afirmar que la Iglesia española tomó la guerra civil como una “cruzada”, conviene recordar que ese único documento coletivo firmado por los obispos -con las excepciones del obispo de Vitoria y del arzobispo de Tarragona- rechaza expresamente tal interpretación. La cita es larga, pero vale la pena porque es difícil decir las cosas más claras, y quizá por eso mismo se ha pasado por alto ese texto:

“Y es tal la condición humana y tal el orden de la Providencia- sin que hasta ahora haya sido posible hallarle sustitutivo- que siendo la guerra uno de los azotes más tremendos de la humanidad, es a veces el remedio heroico, único, para centrar las cosas en el quicio de la justicia y volverlas al reinado de la paz. Por esto la Iglesia, aun siendo hija del Príncipe de la Paz, bendice los emblemas de la guerra, ha fundado las Ordenes Militares y ha organizado Cruzadas contra los enemigos de la fe.

No es este nuestro caso. La Iglesia no ha querido esta guerra ni la buscó, y no creemos necesario vindicarla de la nota de beligerante con que en periódicos extranjeros se ha censurado a la Iglesia en España. Cierto que miles de hijos suyos, obedeciendo a los dictados de su conciencia y de su patriotismo, y bajo su responsabilidad personal, alzaron en armas para salvar los principios de religión y justicia cristiana que secularmente habían informado la vida de la Nación; pero quien la acuse de haber provocado esta guerra, o de haber conspirado para ella, y aun de no haber hecho cuanto en su mano estuvo para evitarla, desconoce o falsea la realidad.

Esta es la posición del Episcopado español, de la Iglesia española, frente al hecho de la guerra actual. Se la vejó y persiguió antes de que estallara; ha sido víctima principal de la furia de una de las partes contendientes; y no ha cesado de trabajar, con su plegaria, con sus exhortaciones, con su influencia, para aminorar sus daños y abreviar los días de prueba.

Y si hoy, colectivamente, formulamos nuestro veredicto en la cuestión complejísima de la guerra de España, es, primero, porque, aun cuando la guerra fuese de carácter político o social, ha sido tan grave su represión de orden religioso, y ha aparecido tan claro, desde sus comienzos, que una de las partes beligerantes iba a la eliminación de la religión católica en España, que nosotros, Obispos católicos no podíamos inhibirnos sin dejar abandonados los intereses de nuestro Señor Jesucristo y sin incurrir el tremendo apelativo de “canes muti”, con que el Profeta censura a quienes, debiendo hablar, callan ante la injusticia; y luego, porque la posición de la Iglesia española ante la lucha, es decir, del Episcopado español, ha sido torcidamente interpretada en el extranjero: mientras un político muy destacado, en una revista católica extranjera la achaca poco menos que a la ofuscación mental de los Arzobispos españoles, a los que califica de ancianos que (¿se?) deben al régimen monárquico y que han arrastrado por razones de disciplina y obediencia a los demás Obispos en un sentido favorable al movimiento nacional, otros nos acusan de temerarios al exponer a las contingencias de un régimen absorbente y tiránico el orden espiritual de la Iglesia, cuya libertad tenemos obligación de defender”.

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