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Infancias

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Con una vara flexible de avellano y un cordel, hacíamos un arco. El tallo recto de un helecho, con un alambre enrollado en el extremo para darle peso, era la flecha. Volaba tan alto que se perdía de vista en el cielo y tardaba un buen rato en volver a caer. Un banco de piedra era un submarino, y tres sillas plegables dispuestas adecuadamente, eran un avión de combate. Organizábamos carreras en el suelo con las “chapas” de las botellas de refrescos. Podíamos volar con las bicicletas por la carretera sin miedo a los poquísimos coches que pasaban, y nuestra mayor ilusión era tener una pequeña linterna para jugar de noche al escondite. Nuestras madres tenían que llamarnos a gritos para la comida, la merienda o la cena, y salíamos corriendo de casa con el último bocado en la boca para volver con los amigos. Mostrábamos orgullosos nuestras heridas de guerra, las rodillas y los codos despellejados por las caídas en las calles sin asfaltar. Salíamos a llenar cubos de caracoles con las últimas gotas de lluvia todavía cayendo, y nos empapábamos entre la hierba mojada, disfrutando del olor a lluvia. Conocíamos todos los caminos, y nos fascinaba seguirlos hasta llegar un poco más lejos que la última vez, sin conseguir llegar nunca al final. Todavía hoy, a mis 66 años, me pregunto dónde llevaba cierto camino misterioso que se perdía en la montaña, y probablemente nunca lo sabré, porque verlo en un plano del catastro me parece destruir su misterio. Así eran nuestros veranos.

Mis nietos tienen hoy armarios llenos de juguetes que funcionan con pilas, aparatos electrónicos de todas clases, consolas de juegos, ordenadores y la omnipresente televisión. Todavía, afortunadamente, no tienen edad para disponer de un teléfono celular. Su infancia transcurre ante una pantalla, como transcurrirá también su juventud. Apenas hacen caso a los nuevos juguetes y los dejan en un rincón al poco rato, ya amortizados. Apenas salen a la calle, porque la calle se ha vuelto peligrosa. Su vida transcurre dentro de casa cuando no están en el colegio, y sus salidas son siempre acompañadas por los mayores.

Me pregunto si son más felices que nosotros, y pienso que no lo son, aunque ellos no lo saben. Me apena verlos pasar su infancia ante el televisor, la “tablet” o la consola, pero no puedo decirlo muy alto, porque sus padres han tenido una infancia similar y tampoco echan de menos otras cosas. Es la infancia que les hemos dejado como triste legado los que todavía tuvimos infancia. Es nuestra falta, no la suya. Somos nosotros, la última generación de niños con infancia, los que hemos destruido la infancia. Y nuestro castigo es ver a la tecnología castrando la imaginación de nuestros nietos. La imaginación… y tal vez la sociabilidad.

Mi generación tenía todavía sentido del misterio, y el sentido del misterio es capital en la vida, porque la vida es misterio, y el misterio nos une a la trascendencia. Nos llevaban a Misa cada domingo y en la escuela aprendíamos Historia Sagrada, las “aventuras” de los personajes de la Biblia. Y aunque la vida nos llevó tal vez después a dejar de lado todo eso, quedó en nosotros el sentido del misterio, que es el cordón umbilical que puede unirnos aún con la trascendencia a poco que sepamos tirar de él. Y quedaron también en nosotros los fundamentos de nuestra cultura, que hacen que nos apene terriblemente el asistir a su autodestrucción, de la que somos, sin embargo, los grandes responsables.

¿Qué sentido del misterio dejamos a nuestros nietos? ¿Qué fundamento cultural del que puedan sentirse herederos? ¿Qué futuro sobre el que puedan basar su confianza? ¿Quién explicará a nuestros nietos la Creación del Mundo, el Paraíso terrenal, la serpiente y la manzana, Caín y Abel, el Arca de Noé, la torre de Babel…, todas esas raíces profundas de lo que hemos sido y de lo que somos? ¿Cómo podemos conservar todo eso para ellos antes de que se pierda definitivamente?

Sólo volviendo a la fe, a una fe que mueva montañas, a la esperanza que de ella se deriva y a la caridad que necesariamente la acompaña, tendremos alguna posibilidad de que nuestros nietos no acaben renegando de nosotros y de toda nuestra historia.

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1 Comentario. Dejar nuevo

  • Silveri Garrell
    27 mayo, 2019 10:19

    Yo tengo 74. Me lamento de que la Biblia no se enseñe en el Catolicismo como lo hacen en el Protestantismo. En el Catolicismo están dormidos en los laureles y estancados en la dirección espiritual y el sacramento de la penitencia. En el Catolicismo ni siquiera se habla del Arca de Noé, del Diluvio y de los 6 días literales de la Creación, les asusta a los dirigentes eclesiásticos porque se les tirarían encima los «sacerdotes» del Dios Ciencia.

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