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La mala administración

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Uno de los problemas más graves en la actuación de los poderes públicos es lo que se ha llamado la “mala administración”.

En efecto, nos encontramos con decisiones ineficaces e ineficientes que se trasladan injustamente a los ciudadanos, con un coste económico elevado, además de generar malestar a las personas, cuando no se les consulta nada y se les trata como simples administrados o súbditos.

Muchas veces en los expedientes que se abren para iniciar la actuación administrativa todo se encuentra aparentemente dentro de la más absoluta legalidad, con informes técnicos de gran enjundia, pero el problema de fondo es la opción previa por la desconsideración a las personas, en el contexto de una “dictadura tecnocrática”.

Se piden informes técnicos, cuando la decisión ya está tomada previamente, aunque todo esté revestido de una legalidad que el ciudadano no entiende. La prepotencia, la falta de audiencia a los afectados, la indiferencia respecto del hecho que los ciudadanos no entiendan tanta norma técnica, me lleva a pensar que la “mala administración” es la falta de interés por los problemas reales de la gente, y que éste es el gran problema de la actuación administrativa de hoy en día.

Así lo he comentado en diversos cursos y reuniones que sobre el Síndic de Greuges de Cataluña o el Defensor del Pueblo he realizado en los últimos años. No se trata de un problema de legalidad, porque en este orden de cosas los tribunales ya nos dirán (al cabo de demasiado tiempo desgraciadamente) qué es lo que hay que hacer, sino de un problema de humanidad, al actuar faltando al respeto debido a los ciudadanos.

La desviación o el abuso de poder es un grave peligro para la democracia y para la cultura democrática, porque como se suele decir, la democracia como sistema político puede subsistir sin personas demócratas, y con una cultura democrática de baja intensidad o inexistente.

La prepotencia de los dirigentes o responsables de los poderes públicos nos trae como consecuencia que la actuación de éstos es incívica, cuando su “hoja de ruta” es sólo la legalidad y no la humanidad.

El problema más grave se da, a mi juicio, cuando los ciudadanos somos víctimas de un personal guiado por lo que podríamos llamar “erótica del poder”, sin límites racionales, sin cultura, sin sensibilidad, personajes que se autoproclaman “políticos” pero que no llevan a cabo una actividad política sino sectaria, mucho más allá de sus propias posibilidades de desarrollo personal y profesional en un entorno de libre mercado.

En estas coordenadas, es fácil generar malestar innecesario al ciudadano, al actuar “a piñón fijo”, sin responsabilidad, sin palabras, sólo con hechos que derivan de los expedientes administrativos que gestionan.

Me pregunto entonces, cómo podemos reaccionar contra las decisiones arbitrarias, indiferentes, e incluso estúpidas de los responsables de los poderes públicos. Repito que no es un tema de legalidad sino de humanidad, o sea, de la calidad humana de los gobernantes y de las relaciones entre éstos y la ciudadanía.

La incapacidad para realizar una actividad política de altos vuelos substituida por la mera administración, la imposibilidad de definir con un debate racional los intereses generales, o el uso de las bajas pasiones para hundir al adversario político e incluso a los ciudadanos que no son de la cuerda de los responsables políticos, nos conduce inexorablemente al precipicio de la decadencia como país.

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