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La sexualidad, cosa sagrada (V)

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En el artículo anterior, número 6 de esta serie, decíamos que a la  hora de pensar en qué hacer (da igual el campo de actividad que se trate) lo primero es tener en cuenta la primacía de la gracia, sin la cual, de acuerdo con las palabras del Señor, no podemos hacer nada (cf. Jn 15, 5).

Espero que el lector sepa disculpar esta reiteración, pero me parece absolutamente necesaria, pensando especialmente en quienes se acerquen a estos escritos por primera vez. Arrancando de ahí, la primera pregunta ya no es qué podemos hacer nosotros para hacer ver que la sexualidad es algo sagrado, sino qué podemos poner nosotros a disposición de la gracia para que esta, si Dios lo tiene a bien, actúe. Desde esta toma de postura a la hora de encarar nuestras acciones, que es fundamental, debemos contar de antemano con que nuestros objetivos se cumplirán o no según lo previsto, que tendremos los éxitos esperados o no tendremos éxito ninguno. La lógica cristiana no es la del mundo, la lógica cristiana es la de la cruz, y sabemos que esa no coincide nunca con planteamientos mundanalmente humanos, los cuales no aguantan reveses, o para ser más exactos, no aguantan la cruz, que les chirría por todas partes, como si fuera innecesaria y absurda, y su sabiduría, necedad.

Dicho esto, veamos qué se nos exige a nosotros (a todos los hombres, pero especialmente a los bautizados) para que quienes no lo sepan entiendan que la sexualidad es un ámbito de sacralidad y cosa sagrada en sí misma. La receta no es nada original, pero sí es radicalmente nueva en tanto que nuevo es cada hombre y absolutamente nueva su vida personal (digamos de paso que cada persona está de estreno siempre pues vive su vida una sola vez). La receta para poder entrar en el misterio de la sacralidad de la sexualidad no es nada original y tiene un nombre bien conocido: vivir la virtud de la castidad tan esmeradamente como podamos, la cual, a su vez, no es sino una de las virtudes subsidiarias de la virtud cardinal de la templanza, referida al control de los impulsos sexuales.

No hemos nada más que empezar, sin haber desarrollado aún ningún punto y ya aparece la expresión “control de los impulsos sexuales”. Como toda palabra tiene poder para crear una atmósfera mental en el cual se activa y queda envuelto el pensamiento, entiendo que habrá quien se vea inducido a pensar ya desde el principio, que lo que se le está proponiendo es un camino de áspera renuncia. Sí y no. Sí, porque la virtud de la castidad exige, de suyo, una serie de renuncias; no, porque la castidad es siempre una propuesta muy atractiva, pues se trata de un camino de crecimiento y de perfección personal cuyas notas son la limpieza, la fuerza y la belleza.

Quien se quede solamente con los aspectos de renuncia, puede hacerlo, pero debe saber que esta es la parte negativa, eso es mirar la virtud por su revés. Todas las virtudes pueden compararse a un bordado con sus dos caras, el derecho y el revés; en el derecho siempre hay hay belleza, en el revés solo algunas veces. Derecho y revés, anverso y reverso, ciertamente. No podía ser de otra manera porque “todas las cosas son de dos en dos, una frente a otra” (Eclo 42, 24). Ahora bien, también tengo que decir que yo que soy de tierra de bordados, y escribo desde ella, he visto mil veces bordados de nuestra rica artesanía comarcal, hechos con tanta perfección que cuesta distinguir el anverso del reverso.

Traigo este ejemplo con toda intención porque con la práctica de las virtudes, de todas ellas, lo que se pretende es justamente eso, una obra de arte, o mejor aún, de artesanía, aunque es claro que no se trata de una obra de artesanía realizada sobre materiales inertes, sino una obra viva: la persona educada. Así es porque en eso consiste la mejor educación, en una obra de arte(sanía) cuyo resultado final es la perfección humana. Por eso la educación se hace a mano y uno a uno, persona a persona, tomándose tiempo, yendo poco a poco, puliendo, retocando, rectificando con mucho cuidado, de manera minuciosa. Este es el anverso de la castidad, este es su derecho, que hace de ella una virtud muy atractiva en todos los casos, pero especialmente en la gente joven. Así ha sido siempre y así es en la actualidad, por más que se empeñen con todos sus medios los enemigos de la fe en decir lo contrario y por más fuerzas que empleen en sus campañas de descrédito hacia este modo de entender la sexualidad. Cuando se estudia la expansión del cristianismo en el Imperio Romano (que en este campo de la sexualidad padecía una corrupción semejante a la actual) son varios los autores que apuntan como una de las causas de la expansión, precisamente esta: el atractivo que ejercía entre los paganos la vida cristiana. Ese atractivo venía dado no solo por la castidad, sino por un estilo de vida global, pero dentro de este estilo global, la castidad era uno de sus puntos fuertes porque era muy llamativa dado el contraste y el choque con las costumbres paganas; castidad en los matrimonios, en los novios, en los solteros no comprometidos, en los viudos, pero sobre todo en la juventud femenina.

Volveremos sobre algunas de las cuestiones apuntadas que bien merecen que nos paremos en ellas en su momento, como son esas notas de las que se ha dicho que son consecuencia directa de la castidad: la limpieza, la fuerza y la belleza. Pero ahora no debemos despistarnos del propósito inicial que está en entrar a tratar con algún detenimiento el tema del pudor.

Desde el primer momento en que nos aproximamos a este tema del pudor, se nos impone la imagen de un ovillo con varios cabos de hilo que no sabemos si están sueltos, entrelazados, o, tal vez, enredados. Comenzamos con dos observaciones y con una pregunta. Dos observaciones: por una parte vemos que el pudor es un asunto exclusivamente humano (no se da en los animales); y por otra parte, también es claro que es una de esas cuestiones que ofrecen cierta complejidad porque no tienen un sentido único. Y una pregunta: ¿qué es el pudor y para qué sirve?

Como primer apunte digamos algo sobre lo que el pudor no es. El pudor emparenta con la timidez, pero no es timidez y menos aún timidez negativa o apocamiento. La timidez negativa es una carencia, mientras que el pudor es un movimiento psicológico espontáneo y a la vez una virtud. La timidez es el miedo a la relación social que procede de la falta de seguridad en uno mismo; el pudor en cambio, afianza a la persona porque se basa en convicciones firmes, con lo cual dispone positivamente para el trato personal y lo facilita.

En cuanto a lo que sí es el pudor, nos referiremos a él doblemente: por una parte aparece como un movimiento natural, y por otra, como una virtud. Aunque ambos conceptos no se oponen entre sí, conviene diferenciarlos porque no es lo mismo una cosa que otra. Porque ser un movimiento natural, el pudor es algo que aparece solo, que brota; en cambio en cuanto virtud, es algo que se busca, algo que se cultiva porque encierra bondad y porque hace bien.

El pudor que brota solo, porque es un movimiento natural de la persona, hace su aparición sin ser llamado, espontáneamente, desde dentro, y es previo a cualquier aprendizaje; hay una tendencia innata que se manifiesta en todos los hombres y que empuja a preservar y mantener oculto lo más personal, salvándolo de la curiosidad ajena. Esta tendencia existe como tal, está en nuestra naturaleza, como lo están el miedo o el hambre, aunque hay que decir de inmediato que su sentido está determinado por los usos y costumbres de la cultura en la que se vive. No es un invento del hombre, como a veces se pretende hacer ver, pero su fuerza natural es muy débil si se la compara con la fuerza de la educación y los usos sociales; mejor dicho, son los usos sociales y la educación los que conducen y dan forma a esa tendencia natural y espontánea. Por su condición de movimiento natural, se advierte su existencia en todo hombre y en todo agrupamiento humano, en toda sociedad y en toda cultura, de cualquier lugar o época; porque el pudor se debe más a la educación que a la espontaneidad, el modo de vivirlo y de expresarlo se diferencia más que se parece entre unos lugares y otros, entre unas personas y otras.

En la actualidad es muy frecuente ver cómo los adultos tendemos a minimizar el valor de ese pudor natural en la infancia. Son muchas las ocasiones lúdicas (juegos entre chicos y chicas, actividades de campamentos, fiestas infantiles, cumpleaños, etc.) en las cuales se aconseja a los niños que anulen o repriman ese sentimiento natural de vergüenza. Habrá que ver en cada caso concreto, pero como principio general no parece que se facilite la educación del pudor reprimiendo el pudor natural; más bien habrá que encauzarlo y aprovechar lo que de positivo se encuentre en esa tendencia para educarla. La primera educación nunca actúa en contra de la naturaleza, antes al contrario, se apoya en ella y actúa desde ella, de modo similar a como lo hace la gracia. Jacques Maritain, uno de los personalistas más fecundos del siglo pasado, definía la educación como un “arte que coopera con la naturaleza”. Por eso nos atrevemos a decir que no se puede llegar al pudor-virtud si se rechaza o se desprecia el pudor-sentimiento.

Si ahora nos preguntamos por qué el pudor natural tiene un valor tan alto, la respuesta es sencilla: El pudor es valioso porque es valiosa la persona.

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