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La sexualidad, cosa sagrada (VII)

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Decíamos en el artículo anterior que el concepto de pudor es más amplio que el pudor sexual, y así es. Tres son los ámbitos del pudor, y, por tanto, tres son los ámbitos de su cultivo y educación: el lenguaje, el vestido y el pudor en la sexualidad. De estos tres el protagonista es el último, el pudor sexual, y los otros dos, en parte, dependen de él. El contenido del artículo anterior giraba en torno a dos frases: “El pudor revela y vela el valor de la persona” y esta otra: “El pudor revela la existencia del mal”. Ambas las referíamos a la vida interior, en general. Pues bien, hoy hay que repetir algo parecido, pero centrándonos en el ámbito de la sexualidad.

Hablamos, pues, del pudor sexual. Para explicarlo no encontramos mejor fuente que el pasaje bíblico de Adán y Eva en el paraíso. Recordemos que los dos estaban desnudos, Adán y su mujer, pero no sentían vergüenza uno de otro (Gen 2, 25). Es decir, no necesitaban de ningún pudor, de ningún guardián psicológico porque no había amenaza de daño, su estado de inocencia era tal que no experimentaban ningún movimiento torpe, no conocían otra cosa que la pura bondad y transparencia. El mal no había entrado en escena todavía, lo cual indica que no había mal alguno en el cuerpo como tal. No lo había y no lo hay. El mal no estaba en el cuerpo desnudo, el mal apareció en sus cabezas tras el pecado cometido. “Se les abrieron los ojos a los dos y descubrieron que estaban desnudos; y entrelazaron hojas de higuera y se las ciñeron (Gen 3, 7). Este es el texto, vamos con el mensaje. ¿Cómo que se les abrieron los ojos?, ¿acaso antes los tenían cerrados? Es claro que no puesto que habían sido creados en el de perfección que correspondía a su naturaleza, lo cual excluía la ceguera. ¿Entonces, qué significa ese abrírseles los ojos que dice el texto sagrado? Quienes han explicado este texto vienen a coincidir en que lo que se está diciendo es que experimentaron una forma de mirar desconocida hasta ese momento. Ya no se miraron cada uno al otro, como hasta entonces lo habían hecho, como el don con que cada uno había sido bendecido por Dios, sino como presa deseada, como objeto de rapiña. La diferencia era sustancial. En la mirada inocente Dios estaba por medio, al mirarse como don, la referencia a Dios era obligada, Dios estaba en medio de esa mirada necesariamente. Ahora ya no. Después de la transgresión se habían escondido de Dios, se habían quedado solos el uno frente al otro, como Dios los había creado, desnudos. Se sentían atraídos con la misma  atracción inicial, pero esta atracción estaba cargada de codicia. Se habían invertido los papeles. Antes, en el estado de inocencia, cada uno vivía para el otro porque el don presidía sus relaciones porque estas estaban basadas en el don de sí; ahora, en cambio, los deseos eran de succión, de apropiación y de dominio. La fuerza de atracción seguía siendo la misma pero había pasado de ser centrífuga a ser centrípeta.

Por eso había que defenderse, cada uno del otro y lo que había que ocultar de su mirada era la desnudez del cuerpo. Eva ya no era para Adán parte de su propio ser. El cuerpo de Eva ya no era visto como lo que realmente era (hueso de sus huesos y carne de su carne), sino que adquirió un nuevo papel, ahora era un abrevadero donde apagar su sed egoísta. Para Eva la complicación fue mayor aún, porque miraba a Adán y ya no veía en él su propio origen sino un peligro, un varón codicioso, dotado de más fuerza que ella. Alguien de quien había que defenderse y a quien al mismo tiempo había que retener porque estaba interiormente atrapada por él, sentía necesidad de él. No había más remedio que cubrirse, ocultarse, aunque solo fuera en parte, tratando de escapar de unas miradas torcidas y morbosas.

No estaba la maldad en sus cuerpos ni en los atributos sexuales, sino en la mirada, en la lujuria que se cebaba en esa desnudez, del mismo modo que no reside el mal en el dinero, sino en la codicia que obsesiona al avaro. Esta es la cuestión por la cual el pudor sexual se convierte en guardián, porque la persona experimenta que mira turbiamente y que es mirada o puede ser mirada con turbidez, y no solo eso, sino que encuentra complacencia en ello, de modo similar a como el avaro encuentra gusto en contar y recontar su dinero una y otra vez.

Esto de que en la desnudez del cuerpo no haya mal alguno es algo que les gusta oír -y les gusta mucho- a los partidarios del nudismo en cualquiera de sus variantes, que son múltiples: playas nudistas, manifestaciones de protesta nudistas, concentraciones multitudinarias para fotografías, etc. Y en versión doméstica, padres e hijos que se bañan o se mueven desnudos por la casa; todo ello con un aire de desinhibición y tolerancia, frente a los cuales el pudor aparece como cosa rancia. El argumento, siempre el mismo, se basa en dos errores: uno, el desnudo –dicen– es lo natural, y en lo natural no hay maldad; y dos: el cuerpo es un todo indiferenciado.

Vamos con el primero. En el cuerpo desnudo no hay maldad, ciertamente, en la mente del hombre sí, de todo hombre y de toda mujer. La inocencia en esta tierra solo existió de modo natural en Adán y Eva antes de su pecado, en la Virgen María por los especiales privilegios con que fue adornada y en Jesucristo, nuestro sumo sacerdote: santo, inocente, sin mancha” (Heb 7, 26). Todos los demás no hemos arrancado nunca de un estado de inocencia así.

Por otra parte, eso de que en la lujuria no hay maldad, ¿quién lo ha dicho?. Bonita cosa es negar, así por las buenas, que es un movimiento natural inocente; con tal argumento no hay que luchar contra ella y así, en el campo de la sexualidad, todo está permitido. Cuando el mal se reconoce como tal, se combate, sea el mal que sea, pero para eso hay que descubrirlo como tal. Si contra el mal que esconde la lujuria no luchamos, es porque no lo vemos como tal. Cuando uno roba a otro, por ejemplo, el daño está claro, pero si uno da rienda suelta a lo que le piden sus instintos sin molestar a nadie, parece como si no hiciera mal alguno. ¿En dónde está, pues, el mal? San Juan de la Cruz responde diciendo que la lujuria ensucia el alma. Esta es la respuesta cabal, pero quizá a alguien pueda sonarle a música celestial o a monserga beata. Por eso vamos a acudir a las consecuencias, que esas, aunque no sean tan patentes e inmediatas, como en el ejemplo del robo, sí son reales. La consecuencia más grave está en que la lujuria encierra al hombre en sí mismo, le bloquea, le ‘egoistiza’, incapacitándole para entender la vida como don, en su doble vertiente: darse a los demás y recibirlos como auténticos regalos. Aquí está la almendra de esta cuestión, en que el pudor capacita para entender la vida como don, previniendo el egoísmo y facilitando el amor. No estamos hechos para funcionar como una aspiradora, viendo qué podemos succionar en todo momento. Eso es vivir en clave de rapiña, no de don. Toda persona está hecha para vivir desde el don, para recibirlo todo agradecida y para salir de sí misma, entregándose a una causa noble: su familia, su trabajo, su vocación, sus amigos, etc. Estamos hechos para vivir en sociedad y crecer juntos, pero no en una sociedad de egoístas, que eso no hay quien lo aguante. El aire que genera una sociedad de individuos-aspiradora aprovechados se hace irrespirable e insoportable.

La lujuria fuerza a mirarnos unos a otros como no debemos, estorba las relaciones y bloquea a quien se deja atrapar por ella. El gran valor del pudor está en que vacuna y fortalece contra la lujuria. El pudor es una virtud y las virtudes no son aguafiestas, ni impiden el crecimiento. El pudor, porque es una virtud, tampoco lo es. El pudor, al cerrar las puertas a la lujuria, cierra las puertas al egoísmo. Es verdad que la lujuria no es lo único que nos lleva a encerrarnos en nosotros mismos, no es la única responsable de ‘egoistizar’ al hombre, pero sí tiene la particularidad de que se asienta en la sexualidad, que es la principal esfera de realización humana de la persona. Bien sea para compartirla con el esposo o la esposa a través del matrimonio, bien para reservarla en el celibato, la sexualidad no es un añadido de la persona, sino un constitutivo de la propia identidad. Nuestra identidad no se corresponde solo con un nombre, sino también con un sexo. No solo debemos saber quiénes somos –Pedro, Laura, María– sino qué somos, hombre o mujer. Nadie es persona al margen de su sexo; la persona en abstracto no existe, nacemos y estamos llamados a vivir como hombres o como mujeres. Nuestra existencia está ligada, desde el ser que somos, a nuestra condición de varones o féminas. En el ser personal propio de cada individuo, la sexualidad no es un postizo ni un entretenimiento, sino un valor original y primario con el que no se puede jugar, porque jugar con él es jugar con nosotros mismos. Por este motivo es tan importante la educación afectivo-sexual (la que está bien enfocada, la que se corresponde con una antropología no contaminada por ideologías extrañas), cuyo valor principal está en que se dirige al núcleo más íntimo de la persona. En el orden humano no hay amor más pleno que el vivido desde el ser varón o mujer desde la condición de esposo o esposa; y por eso mismo, no hay pesar más hondo que el desamor en este mismo campo. Frivolizar con la sexualidad es frivolizar con la propia persona. De ayudar a que esto no ocurra se encarga el pudor. ¿De verdad puede pensarse con sensatez que podemos prescindir de él sin consecuencias?

Vamos ahora con el segundo argumento, que consiste, según hemos dicho, en sostener que todas las partes del cuerpo son iguales. Pues no lo son. La diferencia, una vez más, no está en el cuerpo por sí mismo, como si hubiera órganos dignos o indignos; dignos son todos porque la dignidad está en la totalidad de la persona, aunque hay grados, no son lo mismo los ojos que los tobillos, por ejemplo, ni da lo mismo amputar una pierna que amputar la cabeza. La malicia de la lujuria no está en el cuerpo sino en la mente, es verdad, pero el interés de la mente no se extiende por igual a la totalidad de la desnudez, sino a unas zonas y órganos determinados. “Y entrelazaron hojas de higuera y se las ciñeron”. No necesita el texto decir qué parte del cuerpo cubrieron porque ya se entiende. No todas las partes del cuerpo despiertan la misma curiosidad. Negar esto es negar la evidencia. Eso lo sabe cualquiera, y año tras año lo consta todo docente cuando tiene que explicar la reproducción humana. El estudio del aparato reproductor no suscita el mismo interés que el digestivo o el respiratorio. Otro tema es cómo haya que tratar estas cuestiones, porque hay que tratarlas, especialmente en la familia. No sirve el pasar de ellas, ni hacen ningún favor los padres a sus haciendo como que no se enteran, dando largas o escurriendo el bulto, desentendiéndose de un tema que provoca un vivo interés. Tienen derecho a que se les hable con claridad y limpieza. Esta es una labor ineludible, que corresponde a ambos, padre y madre, pero especialmente al padre. El padre varón tiene una cuota de responsabilidad en la educación del pudor de sus hijos, sean chicos o chicas, que si no la asume y realiza él, corre gran riesgo de quedarse sin realizar. ¿Habrá que insistir en que no hay padres suplentes,ni madres de banquillo?

Colaboradores de los padres sí pueden haber, sustitutos no.

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