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Leticia Dolera o el feminismo de demolición

Editorial

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Inicialmente el feminismo ha sido, y así todavía lo interpretan muchas mujeres y hombres, aquella concepción defensora de la igualdad de derechos civiles y políticos entre hombres y mujeres. Este es un logro alcanzado en gran parte del mundo, con la excepción más importante situada en los países islámicos Como todos los derechos su cumplimiento no siempre es exacto, sobre todo en el ámbito económico, donde todavía existen, en determinados casos, desigualdad salarial por igual trabajo, pero cuya magnitud, siendo injustificable, es modesta en términos de igual categoría por hora trabajada.

Pero aquella igualdad social de derechos- y deberes- fue ampliada por otra que propugnaba su igualdad biológica con el hombre. Todo lo que hace un hombre debe hacerlo una mujer. Y eso ha llevado al aborto como “derecho” porque es la manera de garantizarse que, al igual que los hombres, la relación sexual no terminará con la maternidad realizada. Y también el discurso inverso, lo que hacen las mujeres deben hacerlo los hombres. Esta visión, cabalgando sobre la ideología de género, ha llevado al “Gran Hermano” de George Orwell, metiéndose en los hogares y a intentar formatear la mente de adultos y niños. A esto obedece el intentar forzar desde fuera la distribución de las tareas del hogar, en lugar de ocuparse de que las relaciones de producción permitan una buena conciliación familiar, o a forzar a regalar muñecas y vestir de color rosa a los niños para no educarlos en los “roles de género”.

El resultado de todo esto es espantoso: una sociedad desnortada, unos padres sin criterio, infelicidad a mansalva, la crisis de la paternidad y maternidad, y el crecimiento de las actitudes violentas hacia las mujeres; todo lo contrario de lo que dicen perseguir.

Pero a este tipo de feminismo que ya no es de la igualdad de derechos sino de la uniformidad de caracteres y funciones, se le ha unido otro, surgido entre las élites económicas de la globalización, que es el supremacismo femenino, cuya principal visión de la vida es la destrucción del hombre por el hecho de serlo. Todos son culpables de todo, y en esta tarea coinciden con los planteamientos de la perspectiva de género y su absurda teoría del patriarcado, que va de perlas a los dominantes económicos, porque sustituye las diferencias sociales y económicas de clase, por los “patriarcas”, que son tanto un camarero, como el tendero de la esquina.

Un prototipo casi perfecto de esta visión y misión es Leticia Dolera, ídolo del feminismo de la demolición. Dolera siempre ha sido una exhibicionista de sus ideas. Ha clamado contra el patriarcado y la discriminación de la mujer, y precisamente es por este exhibicionismo que todavía escandaliza más que sea autora de uno de los tipos de discriminación que todavía persisten: el de la mujer embarazada. En noviembre de este año la actriz Aina Clotet denunció la discriminación de Dolera al no contratarla para la serie Déjate llevar que estaba preparando para Movistar+ porque estaba embarazada, señalando que contaba su caso para que sus compañeras embarazadas «no sufran la misma desprotección legal». Poco después Dolera volvió por otra vía a mostrar naturaleza moral: Después de que quedara ampliamente demostrado que las acusaciones en la línea del Me too sobre acoso sexual que recibió el actor Morgan Freeman, resultaron ser un montaje de una periodista de la CNN, Dolera se burló del actor en un Tuit, lo que desencadenó una oleada de críticas y descalificaciones, que la forzó a borrar su mensaje pero añadió otro en el que acusaba a quienes la descalificaban de generar un “alud de odio” contra ella.

Existen personas que han hecho de este tipo de feminismo de demolición del hombre una profesión. Siembran la sociedad de falsas acusaciones, discordia y enfrentamientos, declaran simultáneamente su superioridad personal porque constantemente someten a los demás a su juicio, la de la revolución feminista, esto es política, y al tiempo se proclaman víctimas. Siempre tienen razón. Porque ellas son la razón. Son la reencarnación en pleno siglo XXI de la lógica de las monarquías absolutistas.

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