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Para entender

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Para entender es necesario liberar la mente de prejuicios y abrir el espíritu. No es un ejercicio sencillo, porque esos prejuicios han sido introducidos en nosotros de tal modo que parecen formar parte de la esencia de nuestro ser, y, sin embargo, dejarlos a un lado es un paso del todo necesario para entender. Hay también ciertas premisas de las que, una vez liberados de los prejuicios, debemos partir.

La primera de esas premisas consiste en asumir que no somos fruto de ningún azar ciego, sino que somos criaturas de un Dios creador, que nos ha creado a nosotros y a todo lo demás con una finalidad que nos trasciende a nosotros mismos y al mundo. Todo tiene una finalidad; el mundo tiene una finalidad, la historia tiene una finalidad y cada uno de nosotros tiene una finalidad, que se cumplirá cuando la Creación completada y glorificada vuelva a su Creador.

La segunda premisa es aceptar que el Mal existe, y que existe porque Dios ha dotado a sus criaturas de libertad, y una condición para que esa libertad sea tal es que comporte la posibilidad de negar a Dios. En el origen, algunas de las criaturas más perfectas, en uso de su libertad, pretendieron ocupar el lugar de Dios, y de ese modo nació el Mal. El Mal no tiene otra entidad que la de ser la ausencia de Bien querida por la voluntad de las criaturas en uso de su libertad. Y ese Mal primordial le propuso al hombre su misma tentación: “Seréis como Dios”. El hombre aceptó la propuesta del Mal y de este modo le abrió las puertas del mundo humano. Desde entonces, el Maligno es el señor de este mundo, al que Cristo llama “príncipe de este mundo”, y en uso de ese señorío el Mal pretende el dominio total sobre el hombre, la victoria total, arrebatando el hombre a Dios.

Toda la historia de la humanidad es la historia de una lucha espiritual entre el Bien y el Mal que pretende dominarnos, lucha que se desarrolla a través de nosotros mismos. Sin partir de esta premisa no es posible comprender la historia humana.

El hombre abrió al Mal las puertas de este mundo, y el hombre debe finalmente cerrárselas. Pero no puede hacerlo con sus propias fuerzas, debilitadas por su caída, por lo que el propio Dios entró en el mundo haciéndose hombre y sigue entre nosotros hasta el final, para que el hombre, usando rectamente su libertad, pueda unirse a Él y usar Su Fuerza en esta lucha.

Y está escrito que el Mal avanzará en el mundo hasta que llegue un momento en que parecerá haber alcanzado una victoria total, un momento en que el hombre habrá negado a Dios y se habrá puesto en manos del Maligno. Entonces se producirá la victoria definitiva del Bien a través del resto fiel, de los que se habrán mantenido fieles a Dios, y el Mal será expulsado. Pero antes habrá mucho dolor, mucho sufrimiento.

Tal vez estemos cerca de ese momento; tal vez estamos ya en él, puesto que vemos a nuestro alrededor un mundo que ha negado a Dios, un hombre que se ha hecho dios a sí mismo y ha caído en lo más hondo del abismo que él mismo ha abierto.

Dios entró en el mundo y se nos ofreció Él mismo como Medio de nuestra liberación. El hombre lo aceptó e intentó construir un mundo bajo Su amparo, pero, poco a poco, el Mal ha ido minando esa voluntad del hombre y desviándolo de su intención, y cada vez más profundamente, el Mal ha ido adueñándose de la voluntad del hombre.

Podemos estudiar las etapas de ese progresivo dominio del Mal sobre el hombre. Podemos darles nombre, analizar en detalle cada una de ellas, su contenido, el paso de una a otra, pero, en definitiva, todo se reducirá a lo esencial: el proceso por el cual el Mal ha conseguido adueñarse del hombre y alejarlo de Dios, aunque nunca conseguirá esa victoria total que pretende y siempre quedará ese “resto fiel”.

Muchos hombres, filósofos e historiadores, han estudiado ese proceso, han puesto nombres a cada una de sus fases, han analizado minuciosamente su contenido, pero debemos preguntarnos con qué finalidad lo han hecho. Si lo han hecho bajo una perspectiva mundana, para “saber más”, para construir una nueva teoría, para ofrecernos una nueva propuesta de realización del reino del hombre en la tierra, todo su trabajo no vale nada, porque no han comprendido lo esencial; no han partido de las premisas correctas, y su trabajo sólo ha servido, en muchos casos, para crear falsas expectativas, para desorientar más al hombre o para arrastrarlo a la construcción de una utopía que habrá costado guerras, sufrimiento y millones de muertos.

Porque la única finalidad liberadora de ese estudio de la historia humana es comprender mejor el Mal para luchar mejor contra él, para impedirle dominarnos. Esa es la única finalidad que realmente justifica el estudio de la historia.

Estudiemos el proceso; analicemos la caída del imperio romano, la cristianización de los pueblos germánicos, eslavos, magiares, balcánicos, caucásicos y escandinavos; estudiemos la construcción de la Cristiandad europea, su apogeo intelectual con la escolástica y su progresivo decaimiento: el nominalismo y la cuestión de los universales, la decadencia escolástica, el Renacimiento y el humanismo, la revolución luterana, el racionalismo (Descartes, Spinoza, Leibniz), el empirismo inglés, la Ilustración y la Revolución, Kant, el idealismo alemán, Hegel, Marx, la crisis del racionalismo, Bergson, Husserl y la fenomenología, el neokantismo, el existencialismo, la filosofía cientifista, el estructuralismo; resumamos muchas cosas bajo el concepto de “modernismo” (liberalismo, nacionalismo, marxismo, positivismo) y lleguemos al posmodernismo, al nihilismo y al permisivismo (revolución sexual, feminismo, ideología de género, ecologismos). Todo ese estudio no habrá servido de nada si no comprendemos su finalidad primordial: comprender mejor la acción del Mal para impedir su dominio, porque detrás de cada uno de esos nombres que he citado se esconde un paso más del Mal para consolidar su dominio sobre el hombre y alejarlo de Dios.

Comprendo que esta conclusión desagrade a muchos e incluso les escandalice. Durante mi ejercicio profesional en la empresa privada tuve un jefe que siempre me decía: “Pedro, no estamos aquí para ser populares”. Tenía toda la razón. El ejercicio de cualquier responsabilidad es incompatible con una excesiva preocupación por la aceptación humana. Actuar en función de ser o no aceptado destruye la eficacia de la acción. Nuestros dirigentes dependen hoy por desgracia de la aceptación de sus electores, por lo cual no son ni serán nunca capaces de tomar las decisiones adecuadas en cada momento. Eso se llama buenismo y corrección política. Cristo nunca fue políticamente correcto. Hizo lo que había venido a hacer y dijo lo que había venido a decir, con la crudeza necesaria en cada ocasión, y eso le costó la vida. Yo lamento el escándalo que mi concepción de la filosofía produzca en muchas personas, pero es lo que tengo que decir.

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