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Pequeño discurso sobre el aprendizaje

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Es una verdad de Perogrullo que nadie nace enseñado. Podemos nacer con mayor o menor facilidad para aprender, y, aun así, eso se aplicará sólo a ciertos aspectos, no con carácter general. Unos tendrán mayor o menor facilidad para ciertas cosas y otros para otras. Pero, ciertamente, nadie nace sabiendo. El conocimiento es fruto de la experiencia, y no sólo de ella, sino de la mayor o menor aplicación con que nos volquemos sobre esa experiencia para extraer de ella lo que puede proporcionarnos. La misma experiencia puede enseñar mucho a algunos y nada a otros, porque no es la experiencia por sí misma la que enseña, sino nuestra actitud con respecto a ella. La experiencia es la condición necesaria, pero no suficiente.

Aprender no significa acumular conocimientos, sino llegar a poseer una visión propia y personal acerca de la vida, del hombre, del mundo y de nosotros mismos. Es lo que se llama criterio propio, un criterio ya sólido y madurado, reposado y decantado, como el buen vino.

Y para ello es necesario haber atravesado por muchas experiencias, mejor cuanto más diversas, y haber puesto el alma en cada una de ellas para extraer su jugo.

Nadie nace con un criterio ya maduro, con una visión sólida y potente sobre cuanto importa. Esa visión se va haciendo, se va formando, y no hay otro camino que ese. Por tal motivo, nuestra visión, nuestro criterio, será felizmente cambiante hasta que logre estabilizarse, porque dependerá de la experiencia dominante en cada momento durante el proceso de su formación. La experiencia de la vida, la que debe enseñarnos, no se produce de repente y de una sola vez, sino poco a poco, con progresividad. Y cada momento es distinto y enseña cosas distintas. Por eso es normal que, durante un tiempo, tal vez durante mucho tiempo, nuestra visión sea cambiante. El problema no es el cambio, sino lo que hacemos con él.

Para llegar a tener un criterio maduro es necesario reflexionar sobre cada momento de nuestro camino cambiante, comparar las experiencias y lo que nos han enseñado, acaso contradictorio, seleccionar, descartar, optar. Elegir y descartar, elegir y descartar. De cada momento, elegir lo que conservamos y descartar lo que no encaja en el plan que se va formando en nuestra mente. Y así avanzamos. No hay nada que enseñe tanto como equivocarse. Quien no se equivoca, no aprende.

Quien toma un camino equivocado y saca consecuencias de su error, lo conoce mucho mejor que quien no lo ha tomado nunca y sólo lo conoce indirectamente. Por tanto, el juicio del primero sobre ese camino será siempre mucho más sólido y certero que el de aquél que habla sin una experiencia directa. Es el caso, por ejemplo, de los que fueron comunistas en su juventud y experimentaron la realidad perversa de esa ideología en sus propias carnes. Quien no ha tenido esa experiencia, corre un riego mucho mayor de dejarse seducir por su demagogia.

Aprender requiere un gran esfuerzo. Nada se nos da gratis en esta vida, y mucho menos el conocimiento. Por eso es necesario aprender a tener paciencia ante cada uno de los momentos cambiantes de las personas que amamos, aunque siempre intentando encontrar la palabra que pueda orientarlos en su laberinto, por mucho que la rechacen. Con suerte, llegarán a entenderla.

En otros tiempos, cuando la experiencia de los mayores, la autoridad y la disciplina eran valores comunmente asumidos, el sometimiento al criterio y al consejo de los mayores y más experimentados podía ahorrar muchas tentativas, muchos errores y, en definitiva, mucho sufrimiento, aunque también es cierto, pienso yo, que las cosas aprendidas por experiencia propia dejan una huella en nuestra personalidad mucho más profunda que aquellas que aceptamos por respeto a la autoridad de otras personas, de modo que todo tiene su cara y su cruz.

Una vida rica en experiencias es una vida rica en posibilidades de aprendizaje. Una vida monótona, pobre en experiencias, requiere mucho más esfuerzo para que dé el mismo fruto, y ofrece poco estímulo para realizarlo.

Por eso tiendo a confiar en el criterio de las personas que han cambiado de opinión, a veces radicalmente, entre dos momentos distintos de su vida. Y, por lo mismo, desconfío profundamente de las personas que a los cincuenta años piensan lo mismo que pensaban a los veinte. Algunos verán incoherencia en los primeros y coherencia en los segundos. Por el contrario, yo veo esfuerzo, maduración y solidez en los primeros, y anquilosamiento vital en los segundos.

Por desgracia, el segundo caso es cada vez más frecuente entre las personas que se supone deben dirigir los destinos de las naciones, es decir, entre el colectivo de los políticos y de los así llamados intelectuales.

Hay muchos motivos por los que una persona abandona el camino del aprendizaje y del conocimiento. Entre los políticos, es cada vez más frecuente a este respecto lo que podemos llamar la “profesionalización”. Nunca he entendido que la política pueda ser una profesión. La política es un servicio, al que uno puede sentirse llamado desde cualquier situación personal o profesional, confiando en sus aptitudes para hacerse cargo de los requerimientos que tal servicio comporta.

Pero ¿quién considera hoy la política como servicio? La política es hoy una “profesión”, un modus vivendi, y de los más remunerativos (o eso es lo que se piensa en general). ¿Y cómo se hace “carrera” política? Generalmente, ingresando en un partido a temprana edad y “progresando” en la burocracia partidista, desde la época de pegar carteles y hacer “claque”, pasando por los primeros mítines de barrio, el primer puesto en el ayuntamiento, en el parlamento regional y, con mucha suerte, en el nacional. ¿Y qué se ha aprendido en todo ese tiempo? Básicamente una cosa: a mirar la mano de quien indica lo que hay que votar y seguir la consigna del momento.

Tal vez habrá quien llame a eso experiencia. Para mí, la experiencia es otra cosa. Acabar con esfuerzo unos estudios, abrirse camino en la profesión, creando tal vez una empresa propia o desempeñando cargos de responsabilidad para terceros… Y eso ciñéndonos a la vida profesional, pero no todo en la vida y en la experiencia termina en la profesión. Crear una familia es una gran experiencia, sin duda de las más formativas. Es también necesario hacerse las preguntas importantes de la vida de todo hombre, saber lo que han respondido a esas preguntas nuestros antepasados a lo largo de la historia, saber cómo la humanidad ha llegado a ser lo que es en este momento… Para ello es preciso también el estudio, aunque sea básico, de la filosofía y de la historia. Y en un ámbito distinto, cabe también preguntarse por lo que somos, si somos seres para la muerte o para la vida. Todo eso forma parte también de la experiencia y del aprendizaje que nos llevará a conseguir ese “criterio propio”, esa visión propia y personal sobre todo lo importante.

He hablado de los políticos. ¿Y qué hay sobre los así llamados intelectuales? Con muy honrosas excepciones, que sin duda las hay, hoy llamamos intelectuales a los que escriben los guiones a los políticos y a los que aparecen en ciertos medios de comunicación de masas dando la consigna de turno.

¿Y en qué piedra pueden haber tropezado estos intelectuales para haber abandonado la búsqueda del conocimiento y haberse quedado en una de las primeras postas del largo camino que deberían haber recorrido? La respuesta es el ego. En esa posta en la que se han detenido han encontrado un público, una audiencia, que los ha aplaudido, que los ha quasi-idolatrado, que los ha elevado a los altares profanos de la fama, y esa fama, ese ego satisfecho, no los ha dejado proseguir el camino. Por eso han dejado de evolucionar. Por eso encontramos también ahí, como en el caso de los políticos, a esos adolescentes mentales en cuerpos cincuentones, aunque, eso sí, con mucha labia. Porque la labia, señores, no depende del conocimiento, sino de la habilidad, que es cosa distinta.

Y puesto que me estoy alargando, dejo aquí esta breve reflexión con la esperanza de que la consideren especialmente aquellos que más quiero: mis hijos y mis amigos.

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