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El desafío de la Posmodernidad (Mn. Francesc M. Espinar Comas)

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En la sociedad occidental, el individuo puede asociarse en la polis, en la ekklesía y en la familia. Y resulta que además de estar las tres instituciones en crisis severa (inducida por la polis), el individuo está sometido a terribles tensiones desintegradoras: por ejemplo la polis, con el objeto de acentuar su dominación sobre el individuo, está haciendo cuanto está en su mano por poner en cuestión y en crisis su identidad biológica, hoy llamada “de género”. En estas condiciones, es muy difícil escapar a situaciones tanto individuales como colectivas de verdadera angustia.
La crisis de los chalecos amarillos en Francia es probablemente algo más que una reacción ante un hartazgo fiscal. De hecho hemos visto cómo todos  los intentos del gobierno francés para la solución de tal crisis y de conciliación con los movimientos que lideran la rebelión y las protestas, están siendo estériles. Y eso es debido a que todas las promesas basadas en el inicio de una reforma fiscal en Francia, incluso en profundidad, no parecen ser suficientes para extinguir la hoguera de la rebelión.  Esta forma de rebelión profunda de los ciudadanos es el fruto de la «disociación» contemporánea, es decir, de la sociedad del individuo disociado. Lo que aquí en España hemos llamado la sociedad del individuo desvinculado o sociedad desvinculada. Concepto perfectamente desarrollado por el fundador de e-Cristians Josep Miró i Ardèvol en su libro “La sociedad desvinculada”. Accediendo a su web “Sociedad Desvinculada” podemos adentrarnos en los conceptos  principales perfectamente hilvanados por Miró.
Como bien concluye el gran filósofo y académico Pierre Manent “Probablemente seamos los primeros, y ciertamente seguiremos siendo los únicos en la historia, que ofrecen todos los componentes de la vida social, todos los contenidos de la vida humana a la soberanía ilimitada del individuo particular” Se puede plantear un segundo factor para explicar la increíble dislocación del vínculo social: la financiarización del mundo  que desde principios de la década de 1990 cambió gradualmente nuestras democracias liberales conduciéndolas a una era post-política. Esto significa que la soberanía de la política es, en muchos aspectos, abolida. Así es como el vínculo social se alcanza al mismo tiempo en su base y en su cima, aunque los cuerpos intermedios estén enfermos. A esto se añade la crisis cultural, que alcanza el sentimiento de pertenencia, pero también la crisis moral y espiritual de un mundo occidental sin Dios: nuestra sociedad ya no puede referirse a un “super-ego trascendente” común capaz de estructurar sus límites, determinando lo que debe ser prohibido y lo que no; lo que debe promoverse y lo que debe ser descartado.
En este contexto, se ha vuelto casi imposible deliberar sobre lo bueno y lo malo; y el árbitro se convierte en lo que es técnicamente posible y económicamente rentable.  Sin embargo, esta modernidad triunfante está llegando hoy a sus límites. De hecho, la sociología de las profundidades de nuestros países europeos rechaza cada vez más la «narrativa global» del «nuevo mundo». Ideológicamente, estamos presenciando un cambio: el paradigma liberal, progresista y europeo parece alcanzar su techo de cristal, quebrado en medio de la nada. Son muchos los pensadores que constatan y empiezan a afirmar, a menudo sin comprender las causas, que ya no podemos vivir juntos. Ya no podemos «hacer sociedad», como decimos en la jerga sociológica. Manent afirmaba que el hombre contemporáneo,  teniendo la ciencia moderna, la conciencia individual y la libertad, envía a la religión (la imposible Salvación sic) al cuarto de los trastos (Sartre decía:  Si je range l’impossible Salut au magasin des accessoires, que reste-t-il ? Tout un homme, fait de tous les hommes et qui les vaut tous et que vaut n’importe qui – Si relego la imposible Salvación al almacén de los accesorios, ¿qué queda? Todo un hombre, hecho de todos los hombres, que los vale todos y que vale como cualquiera). Ese es el obstáculo intelectual que bloquea el futuro de los creyentes.
En este contexto, creo con convicción que el momento católico está llegando para Europa; aunque en nuestro país, por la falta de pensadores católicos, por falta de un laicado comprometido en lo público, en lo social y en lo político y por falta de una jerarquía con preparación intelectual y altura de miras, la corriente tardará en llegar. El pensamiento social de la Iglesia católica ofrece de hecho principios elementales de la vida en la sociedad, cuya negación contemporánea valida, por sus fracasos, su relevancia. En este sentido, la «disociación» o desvinculación (llamémosla como queramos)  también dice lo que es la sociedad. Y es que la Iglesia además de ser una experta en humanidad, es una experta en sociabilidad. Los nuevos problemas sociales de los que ahora se está tomando conciencia en las democracias occidentales, pueden marcar un punto de inflexión para el compromiso católico en la sociedad, es decir en la Ciudad Terrena.En el siglo XIX, la cuestión social se centró o se confundió (véase como se quiera) con la cuestión laboral. Los católicos sociales, provenientes de diferentes escuelas de pensamiento, se movilizaron a favor de los trabajadores y contribuyeron al desarrollo de leyes sociales que pudieron resolver, al menos en parte, la cuestión social.
En el siglo XXI, la cuestión social, mucho más compleja y multiforme, no puede resolverse solo mediante leyes, va mucho más allá del marco de condiciones dignas o indignas en las que vive o trabaja una clase social en particular. El problema estriba en los fundamentos del vínculo social como tal, alterado ahora en todas sus dimensiones. Y concierne a una parte muy importante de la ciudadanía europea, que no puede vivir dignamente del fruto de su trabajo y que lucha por educar a sus hijos, ya que las condiciones culturales y familiares son perjudiciales.
Esta nueva cuestión social implica un nuevo catolicismo social. Para eso no es suficiente, sin embargo, afirmar los principios perennes de la vida en la sociedad, contenidos en la Doctrina Social de la Iglesia, sino que además se necesita una renovación radical de las prácticas políticas y sociales de los católicos; para religar a la sociedad, reconstruir y animar a las comunidades solidarias, pero también para devolver la política al noble lugar que le pertenece.  De hecho, el orden social que se construye desde la base, no se mantiene si no hay algo que lo mantenga desde arriba.
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La mediación de lo político sigue siendo indispensable. De otra manera  nuestro catolicismo social seguirá siendo solo humanitario y se contentará sólo con curar las heridas, lo que ya es bueno, pero sin resolver las causas  que ocasionan esas heridas sociales. El papel de los laicos es decisivo para pensar y practicar esta renovación. El Concilio Vaticano II afirmó que pertenece en particular a los laicos el arrojar luz sobre cuestiones temporales. Esta llamada debe tomarse en serio: significa que los laicos no pueden esperar que la solución caiga desde el cielo o que ésta venga desde la cúpula de la jerarquía eclesial. El laicado ha de ser el motor para la puesta al día del pensamiento social de la Iglesia. Los laicos han de ser los protagonistas de su actualización.
La Doctrina Social de la Iglesia no es principalmente un objeto clerical. ¿Acaso podría León XIII haber escrito la encíclica fundadora “Rerum novarum” si no hubiera sido iluminado por varias décadas de prácticas políticas y sociales de los laicos católicos? Ciertamente no. Hay así, en la Doctrina Social de la Iglesia, un doble movimiento, ascendente y descendente. Esto implica que nosotros los clérigos mismos, hemos de aceptar ser iluminados sobre temas temporales por aquellos que, como los laicos, son responsables de ellos. Esto implica, quizás, abrir la doctrina social de la Iglesia más allá del campo exclusivo de la teología moral, un ámbito clerical donde los haya.
Por ejemplo, la nueva cuestión social está vinculada a la cuestión de la identidad, como Laurent Bouvet mostró en su ensayo “L´insécurité culturelle” (Ed. Fayard 2015). Y la cuestión de la identidad tiene que ver con la inmigración. ¿Cómo podría haber cohesión social sin una cultura común, sin experimentar la experiencia compartida de lo que San Agustín llamó «la comunidad de seres queridos»? Es una cuestión política y social, y no solo una cuestión moral, incluso si la moral evangélica tiene algo esencial que decir sobre el extranjero. Pero arrinconar y limitar la cuestión migratoria a una  cuestión moral es condenarse a uno mismo a aprehender solo una parte de lo que constituye un elemento estructurador de la historia contemporánea; y esto también conlleva el riesgo de afirmar, a través de la autoridad eclesiástica, una moralidad migratoria que se impone a los laicos como un imperativo kantiano categórico, donde el argumento de autoridad presenta el riesgo de convertirse en un abuso de autoridad.
Con un agravante, y es que la política migratoria es burdamente empleada por los países ricos como un remedio para el fracaso de la política familiar, que al requerir menos compromiso (puro egoísmo), es mucho más maniobrable. Un paso más en la financiarización de la vida, absolutamente lejos de la “comunidad de seres queridos” que propone san Agustín como definición de sociedad con perspectiva cristiana.
En este momento crítico de la historia de Europa, los laicos católicos están llamados a unirnos en torno a las nuevas cuestiones sociales en su conjunto. A modo de ejemplo: los aparentes desórdenes en la rebelión de los chalecos amarillos, ​​en el fondo expresan un deseo de orden que comienza con una sed de justicia y continúa con una sed de participación en la obra común de la construcción social.
Lo católicos no estamos llamados a construir una «aldea cristiana», sino nuestra gran comunidad cívica europea que se va a rehacer yendo a conocer, en contacto con la sociología, los problemas en profundidad de nuestra ciudadanía. Esta misión requiere prácticas políticas y sociales concretas y arraigadas que van mucho más allá de la defensa de una base de valores. Ciertamente hay una brecha sociológica entre el rostro del catolicismo y los problemas más profundos de las personas, de nuestra ciudadanía. Pero existen aspiraciones comunes que pueden permitirnos encontrar puntos de referencia, una identidad colectiva, un proyecto común, para satisfacer la necesidad y el deseo de protección y seguridad frente a la globalización. Por eso, las diferencias sociológicas no pueden entenderse como un obstáculo insuperable. Estas diferencias ya existían en el siglo XIX cuando los católicos sociales se movilizaron en Europa.  Siempre he creído que los católicos no podemos desentendernos de la cuestión social, so pena de fallar en nuestras obligaciones para con nuestros congéneres y conciudadanos. Hoy necesitamos la audacia de permanecer fieles a nuestra vocación social y de encontrar un aliento que permita crear comunidades de destino y tejer las solidaridades que Europa necesita.

 

Mn. Francesc M. Espinar Comas
Párroco del Fondo de Santa Coloma de Gramenet
Licenciado en Derecho Canónico e Historia

Artículo publicado en Germinans Germinabit

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