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Érase una vez mi destino

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No sorprende sino que escandaliza la actitud de algunos de nuestros políticos actuales. No sorprende, porque todos vienen del caldo de cultivo de la ética del individualismo, donde no madura ni su madre y donde solo cuenta mi visión del mundo: son niñatos hijos de papá, eternos adolescentes, y van emulando a Peter Pan, el niño que no quería crecer (véase mi artículo “Jugando a Peter Pan”). Por eso, cuando solo veo lo que veo, trato de imponerlo, a costa de lo que sea y de quien sea. Sea lo que sea mientras gane votos para asegurarme el sillón… y con él el sofá. La vida, el honor es lo de menos. Ya me lo pintan mis expertos. Y por este motivo escandaliza. Solo cuento yo: yo, yo y yo. Yo soy el destino. Quieren hacer lo que quieren hacer, lo que les sale, y lo hacen a costa de lo que sea (he advertido de esa tendencia de las actitudes actuales en algunos de mis artículos).

En consecuencia, la respuesta o la simple emoción liberada de la panza nos coge a aquellos “interpuestos”, fuera del cañón; descolocados. Y por ahí no queremos pasar. Ni hacia dentro ni hacia fuera. Simplemente nos oponemos a seguir soplándoles para refrescarles el cogote a los golfos, sean del color que sean. ¡Que se abaniquen ellos! Pero, eso sí, dan guerra como el bebé llorón que está acostumbrado a que cada vez que grita, su mamá le da el biberón, aunque no sea su hora. El caso es que calle.

No nos engañemos: ya vemos que la histórica pataleta puede degenerar en un guirigay mayúsculo que nos sostenga el pulso hasta que unos y otros acabemos agotados de aguantar. Luego, queridos amigos, viene el tortazo, y con él, el hambre, no solo para los vomitados, sino para los propios vomitadores. Para todos. Y ahí estamos.

Lo que es peor es que no aprenden. Porque no quieren aprender. “¡Lo volveremos a hacer!”, amenazan osados unos. “¡A por ellos!”, gritan los otros. El objetivo es romperle el brazo al contrincante, aunque me deje el mío en la contienda, o aunque lo haga saltar todo por los aires. El caso es que prevalga mi voluntad… o ninguna. Mi voto. Que me voten a mí. Soy así, soy Peter Pan -que le voy a hacer-, y seguiré siéndolo porque me da la gana.

Todo se agrava cuando son las propias autoridades de un lado, del otro lado y de todos los lados las que incitan a los desencantados a convertirse en turbas, de una manera o de otra, así que nos encontramos con que tanto el radical, el ultra o lo que sea (aquel ciudadano mediocre dispuesto a todo), como también el inocente ciudadano de a pie se creen que eso es lo bueno, lo que debemos hacer para conseguir que prevalga lo mío, mi yo, y así reafirmarme, “porque lo hacen todos”. Y si no lo consigo, qué le vamos a hacer; mal de muchos, consuelo de tontos, ¡seremos mártires! Cualquier causa es buena para justificar imponer mi yo. Y no saben lo que dicen, porque, como tienen el Síndrome del Olvido Selectivo, no saben lo que eso significa; solo creen que dejarán el anonimato, aunque sea por un minuto. Tenemos ejemplos en la historia reciente.

¿No nos suena, así, tan tragicómico? ¿Tan de película mala, de esas que se rodaban en los años sesenta y setenta en la España de Franco y que se llamaban “españoladas”? ¡Pues bajemos del burro, señores, que la vida vale más que la lucha armada, y vamos de camino! La masa, la turba, una vez enloquecida después de tanto azote al panal, se lo cree todo… y lo hace todo, porque cree a pies juntillas que se defiende.

Estamos al borde del abismo. La decisión es nuestra de dar el paso y lanzarnos al vacío para demostrar la machada (típica de nuestra sociedad desquiciada con tanto absurdo “reto” y “último desafío”), o girarnos para, mirando alrededor, descubrir en nuestros hermanos la solución a todos nuestros problemas comunes. Porque, no lo olvidemos, todos queremos lo mismo: amar y ser amados. Es justo que así sea, porque Dios nos ha creado por Amor, y todo amor debe ser correspondido, entre nosotros, y, en última instancia, con Dios. Si no, no es amor.

Pero ¿nos hemos preguntado si la pataleta ha sido provocada por nuestra pasividad ante la injusticia, o imponiéndola, más bien?, ¿de dónde viene tanta locura? Está claro que el caldo de cultivo está ahí, que por eso están encima revoloteando las moscas y las hormigas extasiadas entre tanta carroña. La gente está desencantada de la vida y de la muerte e indignada ante tan escandalosas desigualdades sociales. Están desencantados de esta vida, y quieren otra; anestesiados de sí mismos como van persiguiendo la utopía que quieren imponer (¿no nos recuerda algo?), no se dan cuenta de que la vida es una y el mundo es uno: estos, los que tenemos, y con ellos debemos trabajar.

El río ha desbordado de tanta agua acumulada durante la tormenta, que no ha acabado y amenaza con multiplicarse. Es por este motivo que (aún) estamos a tiempo de dar el fruto y poner en solfa el diálogo que ahora tanto resuena a vacío, eso que antes se llamaba “hablar como las personas”, y que no entiende de condiciones. O abrimos la mano y damos cada uno lo mejor de nosotros mismos, o perderemos la mano y lo perderemos todo. Y a recomenzar. Como un nuevo Noé.

Ahí lo dejo. Porque ahí queda. Aquí tienes mi mano. ¿Y la tuya?

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