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¿Es posible otro modelo de desarrollo?

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Hace ya muchos años, a mediados del siglo pasado, el Papa Pablo VI escribió una carta encíclica sobre el desarrollo de los pueblos y en ella dejó escrita esta lapidaria frase: “El mundo está enfermo. Su mal está menos en la esterilización de los recursos y en su acaparamiento por parte de algunos que en la falta de fraternidad entre los hombres y entre los pueblos”. En un contexto socioeconómico mundial de grandes desigualdades entre el mundo rico desarrollado y multitud de países donde se vivía en situación de pobreza y subdesarrollo, Pablo VI invitaba a todos los hombres y pueblos del mundo a trabajar corresponsablemente por el desarrollo humano, desde un principio solidario y fraterno, y consciente de que la búsqueda de la paz pasaba por ese camino.

A pesar de las diferentes reacciones a la encíclica, acogida con ilusión en muchos medios y rechazada en otros, su espíritu caló con fuerza en amplios ámbitos de la política y en creadores de opinión de todo el mundo. Su influencia fue notable para que, al comienzo de este tercer milenio, los jefes de Estado y de Gobierno de 189 países subscribiesen el documento conocido como “Los Objetivos de Desarrollo del Milenio” (ODM) en el que acordaron una hoja de ruta a nivel mundial para reducir los niveles de pobreza y procurar la mejora de las vidas de las personas con pocos recursos. La crisis del 2008, en su triple faceta financiera, energética y alimentaria, produjo un importante retroceso en el desarrollo de esos objetivos que se manifestó principalmente en el estancamiento de la productividad, aumento del paro, bajada de salarios, incremento de la inflación… En resumen, aumento de la pobreza. En España sus efectos se agravaron con el estallido de la burbuja inmobiliaria y el retroceso del turismo.

No han pasado una decena de años cuando la pandemia del coronavirus ha desencadenado una nueva crisis socioeconómica a nivel mundial que la invasión de Ucrania ha agravado y que está produciendo los mismos efectos devastadores para la consecución de los Objetivos planificados por la ONU. Esta triste situación evidencia el agotamiento de nuestro actual modelo de desarrollo. Demuestra que la apuesta por un sistema global basado exclusivamente en el crecimiento económico resulta insostenible.

El capitalismo como modelo socioeconómico y cultural hegemónico en el mundo ha demostrado ser un sistema enormemente poderoso, creador de iniciativas y realizaciones muy positivas para el crecimiento de la economía y de bienestar social, con capacidad para financiar el llamado Estado de Bienestar y para la innovación y el progreso científico en amplios campos de la humanización de la vida, entre otras muchas realizaciones positivas. Pero también es verdad, que hay que colocar en su “debe” algunas cuestiones que necesitan de la reforma y de la búsqueda de nuevas fórmulas para hacer posible un desarrollo integral. El desigual crecimiento de la economía a nivel mundial, la brecha de desigualdad cada vez más abierta en la distribución de la renta en el mundo y en el interior de cada país, la concentración de la riqueza en pocas manos, el daño al medio ambiente, la explotación de muchos trabajadores, las prácticas especulativas corruptas, entre otras realidades están en nuestras mentes.

Hemos de constatar que en muchas de esas realidades las prácticas de este modelo actual de desarrollo están muy alejados de los principios básicos del pensamiento social católico. Hablamos de la centralidad de la dignidad de la persona, el derecho inalienable a la vida y a una vida digna, el destino universal de los bienes, la prioridad del trabajo sobre el capital, la cooperación frente a la competencia, la opción preferencial por los pobres, la defensa del bien común frente al interés particular… Y aquí se centra nuestra tesis: ¿No se tiene, pues, que corregir el actual modelo de desarrollo y buscar nuevas fórmulas para enriquecerlo y poder hablar de un desarrollo integral del hombre y para todos los hombres?

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