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El amor en la literatura

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Introducción: la literatura como un reflejo de la realidad

Parafraseando a Aristóteles (cfr. Aristóteles: Poética, 1.450b) podríamos decir que la literatura es un reflejo (mimesis) de la realidad. Por consiguiente, hablar del amor en la literatura es hablar de una de las realidades cruciales de la vida psíquica del ser humano; una de las cuestiones filosóficas y éticas fundamentales, uno de los grandes deseos, aspiraciones y desafíos en la vida de cada hombre. La manera de enfocar esta cuestión en la vida de cada uno de nosotros ¿no es acaso el factor más determinante de nuestra felicidad o infelicidad? Me interesa el amor en el sentido más amplio, incluyendo todas las relaciones humanas, tales como la maternidad, la paternidad, la hermandad, la amistad y, como no, el amor entre el hombre y la mujer. Precisamente esta última modalidad es la que constituye el foco principal de mi interés en esta lección.

Como es sabido el tema del amor nupcial, erótico o como se quiera llamarlo ha sido uno de los temas fundamentales en la literatura, desde sus mismos orígenes. Según afirma el teórico Tomachevski: las obras de la actualidad «ne survivent pas a cet intérêt temporaire qui les a suscitées», mientras que los temas universales: «l’amour et la mort, demeurent semblables tout au long de l’histoire.» (Cfr. TADIÉ) La lírica, que está en el origen de la literatura, trataba frecuentemente este tema, pero hasta en hasta en los grandes poemas épicos de la antigüedad, en los que desfilaban grandes héroes y donde resonaba el estrépito de las batallas, frecuentemente la motivación de las acciones tenía carácter amoroso: menciónese tan sólo el amor de Paris por la bella Helena que causa la guerra de Troya, relatada por Homero en la Ilíada. Antes de pasar a los ejemplos de la literatura más reciente habría que mencionar al menos este gran poema amoroso incluido en el Pentateuco que es el Cantar de los cantares, el cual, dicho sea de paso, eleva el amor nupcial a la más alta categoría del fenómeno analógico al amor de Dios por la Iglesia y por la humanidad, que engendrará a su vez la extraordinaria y única modalidad del misticismo literario que es la mística nupcial de Teresa de Ávila, Juan de la Cruz, etc.

También en los últimos dos siglos y hasta en la actualidad este tema sigue ocupando a los poetas y los escritores, puesto que la cuestión del amor sigue teniendo una importancia vital para el ser humano y sigue constituyendo una de sus aspiraciones y preocupaciones fundamentales. No obstante, parece ser que en nuestros tiempos, en los inicios del siglo XXI, esta cuestión se vive con una particular angustia, debido a la inaudita crisis de la institución del matrimonio, que está asolando especialmente las sociedades que se encuentran dentro del ámbito de la llamada cultura occidental y, en los últimos años, muy particularmente, a España.

Un informe estremecedor

Así pues, antes de proceder con los ejemplos literarios de diferentes modelos del amor creo conveniente mencionar algunos datos incluidos en el informe sobre La evolución de la familia en Europa, elaborado por el Instituto de Política Familiar a base de los datos oficiales de EUROSTAT, UNECE y fuentes nacionales, y presentado en el Parlamento Europeo en el año 2007, especialmente los que se encuentran en el apartados dedicado a la evolución del matrimonio, como expresión comunitaria y social del amor entre dos personas.

Según el mencionado informe las rupturas matrimoniales en los 27 países que conforman hoy la Comunidad Europea se han incrementado en 369.365 en 25 años (1980-2005), que representa un incremento del 55%. España con un crecimiento del 326% es el país de la Unión Europea donde más ha crecido la ruptura en los últimos 11 años (1995-2006), seguido de Portugal (89%)e Italia (62%) (2005).

En tan solo 15 años (1990-2005) en Europa (UE27) más de 13,5 millones de matrimonios se han roto con más de 21 millones de niños afectados. La ruptura matrimonial supera el millón de divorcios de manera que se rompe un matrimonio cada 30 segundos.

En 1980 la diferencia entre matrimonios producidos y la ruptura fue de 2.421.716. En 2005 la diferencia es de tan solo 1.359.000. Se ha pasado de una relación de casi 5:1 en el año 80 (cada 4,6 matrimonios que se producían se rompía 1 matrimonio) a una relación 2:1 en el año 2005 (cada 2,3 matrimonios que se rompe

1).

Otro dato importante que surge tras la lectura de este informe es que cada vez menos personas creen en la posibilidad de tener una relación estable: de ahí el descenso del número de matrimonios contraídos en un 20 por ciento y la tasa tan elevada de hijos que nacen fuera de la unión matrimonial (30 %). Lo que más me interesa destacar es que, independientemente de este descenso notable en el número de los matrimonios, hasta los que todavía creen y desean una unión amorosa estable no consiguen mantenerla. Repitamos: en 15 años se han roto 13.753.000 matrimonios. Esto significa más de 27 millones de personas profundamente decepcionadas. ¿Por qué sucede esto? En la mayoría de los casos estas personas, preguntadas por la razón de su fracaso, responden: “me he equivocado de pareja”. Y puede que en algunos casos sea cierto. Pero, mi convicción es que, en la mayoría de los casos no se han equivocado de pareja sino del modelo del amor, sobre el que querían construir su unión matrimonial. ¿Significaría esto, pues, que existen diferentes modelos del amor y que, algunos permiten construir una unión satisfactoria y duradera, mientras que otros no solamente dificultan esta tarea sino prácticamente la impiden? Esta es precisamente la tesis que quiero plantear en esta conferencia. Partiendo del mencionado concepto aristotélico del arte como mimesis de la realidad recurriré a algunas obras literarias que, a mi juicio, se caracterizan por un extraordinario acierto en la elaboración psicológica de sus personajes, con el objeto de ejemplificar los tres principales modelos del amor, cuyo análisis deseo proponerles en esta ponencia.

El amor hedonista: la autocondena a la soledad

El modelo hedonista, posiblemente el más en boga en la cultura de masas del momento, se basa en las premisas de la corriente filosófica con el mismo nombre. Según esta visión, el valor más importante en la vida del hombre es el placer y, por consiguiente, su aspiración fundamental es acumular a lo largo de su vida el máximo de placer, al mismo tiempo que se evita a toda costa el dolor. La versión contemporánea de la visión hedonista aplicada a las relaciones amorosas pretende convertir la sexualidad en un producto de consumo y, por consiguiente, tiende a -por decirlo así- sexualizar toda la realidad, induciendo al hombre a convertirse en una suerte de animal en un celo permanente pero biológicamente inútil por infértil. No es el lugar oportuno para analizar las relevantes connotaciones del poder económico (cantidades espectaculares de dinero movidas por las diferentes ramas de lo que podríamos llamar la industria sexual) y hasta político (la mayor manipulabilidad de los ciudadanos afectados por cualquier adicción) que se desprenden de la proliferación de este modelo, puesto que prefiero centrarme por el momento en la dimensión psicológica y ética, en detrimento de la sociológica. Desde esta perspectiva, creo que podemos afirmar que este modelo tiene carácter narcisista y egocéntrico, puesto que percibe la otra persona meramente como un objeto potencial de su propio placer. Por consiguiente tiene una actitud utilitaria hacia el otro: “me interesas en tanto, en cuanto me proporcionas placer y no me cuestas demasiado (esfuerzo, preocupación o dinero)”.

Tras esa breve definición que, desde luego, podría matizarse y desarrollarse mucho más, si el marco limitado de esta conferencia lo permitiera, conviene enumerar algunos ejemplos de la elaboración literaria del mismo. Podemos encontrar un estudio literario del modelo hedonista del amor en tales obras como: O. Wilde: Retrato de Dorian Gray; A.Huxley: Un mundo feliz; L.Tolstói: La sonata a Kreutzer; I. Turguéniev: Lluvias primaverales; C.Fisas: Don Juan en el infierno y un largo etc.

Les propongo una lectura común del mencionado más arriba relato breve del escritor barcelonés Carlos Fisas, titulado Don Juan en el infierno. El mismo título, al hacer la referencia al personaje del legendario seductor y conquistador de las mujeres, ya nos sugiere de qué tipo de personaje se trata. Al mismo tiempo al ubicar a Don Juan en el infierno, donde lo vemos acompañado por el diablo, el autor evoca de una manera inconfundible el viaje al infierno descrito por Dante. Sin embargo es una evocación, como diría Harold Bloom, revisionista; es decir, el infierno descrito por Fisas difiere radicalmente del imaginario medieval, lleno de bichos cornudos con horcas, llamas ardientes, azufre, etc. Sus paredes grises y sus corredores anchos y simétricos hacen pensar más bien, en el edificio de algún ministerio u otra institución burocrática. Según la explicación del diablo no se ven las llamas porque “las llamas son hermosas y aquí la hermosura no existe” (FISAS: 67). El diablo le ordena a Don Juan que le siga hacia su lugar de destino. A lo largo del recorrido va conociendo diferentes recámaras donde están ubicadas diversas categorías de condenados, tales como los soberbios, los orgullosos, los avariciosos, los políticos, los iracundos, los blasfemos, los lujuriosos – donde, a la sorpresa de Don Juan el diablo no se detiene- hasta que llegan a un pequeño local vacío, que resulta ser el destino de Don Juan. Aquí se produce un diálogo interesante, que merece la pena citar:

Don Juan pregunta al diablo:

¿Pero, ¿no estoy con los lujuriosos?

No, tú no eres digno de ello. Los lujuriosos tuvieron pasiones que no supieron controlar, amores pecaminosos, vicios reprobables, pero tú no. No has tenido nunca una sola pasión.

¿Cómo, si he amado a cientos de mujeres?

No has amado a ninguna, las has usado para ti. Ninguna mujer era un ser humano o una persona sino sólo un objeto; nunca para ti la mujer ha sido alguien sino sólo algo. Las has deshumanizado a todas; para ti ellas no contaban, sólo contabas tú. Toda tu vida ha sido una adoración a ti mismo, no has amado a nadie, ni siquiera te has amado a ti. (…) Por eso todas las mujeres con las que has tratado han acabado odiándote.

Pero muchas gozaron conmigo.

Sí, algunas creían que sí, pero tú las desengañaste y su placer no te importaba: sólo pensabas en el tuyo. No has amado nunca a nadie.

He tenido muchos amigos.

Mentira también, no has tenido ninguno. A los amigos se les ama y, como te he dicho, no has sido capaz de amar a nadie. No te importaban como personas sino como coro al personaje solitario que tú representabas en vida. Los necesitabas para que te aplaudiesen (…). Tu vida ha sido una perpetua adoración del personaje que has representado. Repito que sólo has pensado en ti y en nadie más.

Sí, estaba solo, pero ello me bastaba. No me ha importado nunca estar solo, incluso despreciaba a los demás para estarlo.

Pues éste será tu castigo. Empezarás a arder en este momento y aquí estarás solo, absolutamente solo, por toda la eternidad.

Y el diablo salió y cerró la puerta. (FISAS: 71-72)

La descripción de la actitud del protagonista hacia la cuestión del amor es tan explícita que prácticamente no exige ningún comentario. Vemos muy claramente la aplicabilidad del modelo hedonista que, tal como ya se ha dicho, consiste en una actitud utilitaria frente a la otra persona (aquí: las numerosas amantes de Don Juan) con el objeto de conseguir el placer sexual y, quizás al mismo tiempo, satisfacer el orgullo de ser un gran conquistador de mujeres.

El castigo que sufre Don Juan en el infierno de Carlos Fisas consiste en ser condenado al aislamiento y la soledad. No se puede negar perspicacia y lucidez a este final del relato: en efecto, los sujetos narcisistas, egolátricos, incapaces de percibir el bien del otro como real y darse a los demás, en la mayoría de los casos acaban siendo rechazados por su entorno o, en el caso de tener riquezas o poder, son tratados por los que los rodean de la misma forma que ellos suelen tratar a los demás, es decir, de manera instrumental. Se les halaga y se les idolatra en tanto en cuanto son útiles o temibles; lo cual no les previene de sufrir el infierno de la soledad afectiva todavía durante su vida.

El falso brillo del amor romántico

La definición del modelo del amor romántico podría ocupar varias páginas, pero para las necesidades de esta exposición me limitaré a destacar algunos aspectos relevantes. En primer lugar se trata de una relación basada exclusivamente en la dimensión afectiva que, por consiguiente, no valora suficientemente la importancia de la razón y de la voluntad, indispensables para construir una relación duradera. Por consiguiente, es una relación que está condenada a depender de los movimientos de la afectividad que, tal como cada uno de nosotros lo experimenta en su propia vida, suelen ser inestables. Esto, en la práctica, es casi una garantía de la poca duración de tal relación, con la salvedad de los amores trágicos, en los que la unión entre los amantes no llega a consumarse (les separa la muerte de uno de los dos, la voluntad cruel de los parientes, la enemistad de los clanes, la guerra, la obligación de contraer el matrimonio de conveniencia con otro, etc.). En estos casos, que pueblan abundantemente las páginas de la literatura romántica, el deseo afectivo no cumplido se perpetúa, pero paradójicamente se perpetúa precisamente porque la unión real (la vida común) no llega a producirse. ¿Qué sucedería, pues, si la unión llegara a consumarse? Después de un período relativamente breve de convivencia (según algunos psicólogos se trata de una media de seis meses) el amor romántico, en el sentido de una relación paradisíaca, acompañada por un gran bienestar afectivo, tendría que acabar, y los amantes, en este momento, tendría que hacer frente a un dilema. O bien abandonar la relación, al ver que ésta no corresponde al modelo utópico, en el que ingenuamente habían creído, o bien, emprender un camino totalmente distinto, el de una relación basada no solamente en el sentimiento, sino también en la decisión de la voluntad -movida por la razón- de construir pacientemente una relación de larga duración. Para ello uno tiene que asumir desde el principio que en el desarrollo de la relación al lado de los momentos del placer sexual y bienestar afectivo habrá momentos de desánimo, decepción, incluso enfado y aversión contra la otra persona. Estas inevitables heridas afectivas a veces tendrán que ser superadas mediante un doloroso proceso de perdón, de renuncia de una parte de sus propios deseos (sin dejar de ser uno mismo), etc. Sin embargo, de esto hablaremos más adelante, al tratar el tercer modelo del amor.

A pesar de que desde hacía varios siglos habían surgido obras que podríamos denominar como proto-románticas (Tristan e Isolda; Romeo y Julieta de Shakespeare, etc.) el siglo de la verdadera explosión de este tipo de producción literaria tiene lugar a caballo entre el siglo XVIII y el XIX. Sobre todo en la primera mitad de esta centuria el modelo del amor romántico ha ejercido una enorme influencia sobre las sociedades occidentales y, de algún modo, esta influencia no se ha extinguido del todo hasta hoy. Para ejemplificar el modelo del amor romántico he elegido al personaje más emblemático de toda la literatura romántica, el protagonista de la novela de Johann Wolfgang Goethe: Las penas del joven Werther. Ya que se trata de una obra bastante conocida, me limitaré a recordar que la trama consiste en la descripción del proceso mental y afectivo del joven protagonista, Werther, quien se enamora de Carlota, una mujer felizmente casada, quien, aunque alagada por la actitud idolátrica de Werther hacia ella, al final lo rechaza, sacrificando así una posible aventura romántica en aras de la fidelidad a su marido y a su hogar. El joven Werther, al verse privado definitivamente del objeto de sus suspiros, cae en la desesperación y se suicida.

Evoquemos algunos pasajes de esta novela, escrita básicamente en forma de cartas dirigidas a Carlota de parte de Werther. En una de ellas éste exclama:

¡Ay de mí! Este vacío, este horrible vacío que siente mi alma..! Muchas veces me digo: <si pudiera un momento, uno solo, estrecharla contra mi corazón, todo este vacío se llenaría> (GOETHE: 119).

Al hablar de lo que siente su alma vemos que Werther absolutiza la dimensión afectiva de su propio ser, despreciando al mismo tiempo su dimensión racional y la virtud de la prudencia, la cual debería de hacerle ver lo inoportuno de dejarse llevar por la pasión hacia la mujer de la que está enamorado. Así pues, el basar el “amor” en la ingenua confianza puesta en los afectos cambiadizos, caprichosos e inestables constituye un perfecto ejemplo del modelo del amor romántico.

En otra escena, podemos observar que el uso de la palabra “amor” en todo el texto está plenamente contaminado por la visión romántica. Así pues, después de que Carlota leyera la carta, en la que Werther le declara su amor, se produce una escena de encuentro, que concluye con unos besos apasionados. Pero Carlota, al entrar en sí, se libera de su abrazo y exclama:

<No volveréis a verme> Y lanzando sobre aquel desgraciado una mirada llena de amor, corrió a la habitación inmediata y se encerró en ella (GOETHE: 162).

En este fragmento constatamos que el narrador utiliza la palabra amor como sinónimo de pasión. Y esa es precisamente, según mi parecer, el gran error antropológico del romanticismo, tanto más eficaz que incluye una parte de la verdad, puesto que la dimensión afectiva, en efecto, tiene un papel importante en la relación amorosa, pero no es ni la única ni, a mi juicio, la más importante. Por el contrario, si Carlota abandona a Werther no es en contra del “amor”, sino en contra de una pasión desordenada. Es posible que lo haga por el miedo a romper con las conveniencias de la sociedad en la que vive y a ser rechazada por ella. En tal caso no tendría gran mérito, salvo el de regir sus actos por la prudencia, que no deja de ser la reina de las virtudes. No obstante, es posible también que tome esta decisión por fidelidad a su marido y por respeto a sí misma (al fin y al cabo juró fidelidad a su marido y el fallar a este juramento en algún momento podría hacerle perder el respeto a sí misma). En tal caso sería un acto de amor y de libertad, en contra de la egolatría y de la esclavitud de la pasión.

En su última carta a Carlota, pocos instantes antes de suicidarse, Werther vuelve a insistir en lo que hemos denominado como el gran error antropológico del romanticismo:

¡Ay! ¡Cuánto te he amado desde el momento en que te vi! Desde ese momento comprendí que llenarías toda mi vida… (GOETHE: 172)

El error que se encierra detrás de esta afirmación consiste no solamente en el hecho de considerar el amor como un fenómeno perteneciente exclusivamente al ámbito de lo afectivo, sino también por considerar que un ser humano puede llenar completamente el corazón de otro ser humano. A la luz de la antropología cristiana eso es imposible, puesto que en el corazón humano está inscrito el deseo del amor absoluto, mientras que él mismo, al ser humano (léase imperfecto) no es capaz de dar el amor absoluto. Por consiguiente, su deseo del amor es más grande que su capacidad de amar, de tal manera, que si intenta saciar su sed de amor absoluto solamente en relación con otro ser humano, está condenado a la frustración. Por lo tanto, el amor humano para ser completo necesita desarrollarse en unión con el Amor Trascendente. Solamente el amor humano que está abierto al Amor Trascendente puede llevar a la unión perfecta de dos corazones humanos, a su vez, enlazados dentro del corazón de quien es Amor. Creo que Agustín de Hipona se refería a este deseo inscrito en la naturaleza humana al decir su famosa frase en las Confesiones: “Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti.” (SAN AGUSTÍN, Confesiones, I,1: CCL 27, 1.)

Una egolatría encubierta

En el amante romántico hay, no obstante, otro foco de falsedad antropológica y otro dramático autoengaño, que consiste en considerar como la cumbre del amor por el otro aquello que, en realidad no es más que un ejercicio de egolatría y narcisismo encubierto bajo la apariencia de un gran amor, o de lo que hoy todavía muchos denominan como el amor verdadero. Para percatarnos de esta dimensión narcisista de Werther observemos algunos fragmentos, de los cuales se desprende cual es su relación consigo mismo, en el contexto de su amor por Carlota:

Suelo decirme a mí mismo: <tu destino no tiene igual; comparados contigo los demás hombres son felices; porque jamás mortal alguno se vio atormentado como tú (GOETHE: p. 126).

En este particular monólogo interno del protagonista observamos la clara tendencia a absolutizar su propio malestar afectivo que de algún modo ya indica su egolatría, egocentrismo, la incapacidad de percibir la realidad de las otras personas, como igual de real e importante que la suya propia. En su arrogancia infantil considera que el único sufrimiento importante y grande es el suyo propio.

En la misma línea podemos leer en otra carta a Carlota:

Al separarme ayer de tu lado un frío inexplicable se apoderó de todo mi ser; (…) respirando con angustiosa dificultad pensaba en mi vida (…) ¡Quiero morir! No es desesperación, es convencimiento, mi carrera está concluida y me sacrifico por ti. (…) Cuando subas a la montaña, piensa en mí y acuérdate de que he recorrido muchas veces el valle; mira luego hacia el cementerio y, a los últimos rayos del sol poniente, vean tus ojos como el viento azota la hierba de mi sepultura. Estaba tranquilo al comenzar esta carta y ahora lloro como un niño. ¡Tanto martirizan estas ideas mi pobre corazón!” (GOETHE: 148/9).

En esta carta de nuevo podemos constatar la existencia de una actitud narcisista del protagonista, encubierta por la pasión, dirigida aparentemente hacia la persona de la amante. En el fondo esta pasión es reflexiva, autorreferencial, dirigida hacia sí mismo. El yo se proyecta en el objeto de su deseo y exige reciprocidad para, en definitiva, exaltarse a sí mismo, regodearse en su estado de euforia afectiva. Al no conseguirlo, se compadece de sí mismo. Werther se conmueve pensando en la pena que Carlota tendrá por él después de su muerte; en cambio, no piensa en ningún momento en el daño emocional (por ejemplo la sensación de culpa) que su patético testamento puede causar en ella. Es así porque paradójicamente ella no le importa como tal, sino en tanto en cuanto es el objeto de su deseo y en función de su potencial de generar el bienestar afectivo al propio protagonista. Así pues, con sorpresa, nos encontramos con una dinámica utilitaria muy parecida a la que se daba en una relación basada en el modelo hedonista, con la única diferencia, que en aquél se trataba de obtener el placer sexual, mientras que en éste, de obtener el placer afectivo. Pero, en el fondo, ambos no son sino diferentes formas de narcisismo y egolatría.

En otro momento vemos a Werther exclamar:

¡Ay de mí! Ya no volverán a ver la luz del sol [mis ojos]; estarán cubiertos por una niebla densa y sombría. ¡Sí, viste de luto, naturaleza! (GOETHE: 163).

Aparte de compadecerse de sí mismo, del mismo modo que ya se ha visto más arriba, vemos que la arrogancia narcisista del protagonista alcanza una dimensión cosmológica, propia por otro lado de la grandilocuencia de la época romántica. Al exigir que la naturaleza “vista de luto” debido a su desgracia, demuestra de una manera gráfica su egolatría, consistente en percibir su propio yo como el centro del universo.

El amor oblativo

Este modelo del amor podría ser denominado también como amor-entrega (oblación significa don o entrega) consiste en considerar el bien del otro tan real y tan importante como el suyo propio. (Cfr. John Powell, Unconditional Love, Ed. Thomas More, Allen, 1999). Es un amor incondicional, que busca el bien de la otra persona de una manera desinteresada. En el contexto de la unión nupcial podríamos llamarlo también como amor de plenitud, puesto que integra no solamente la dimensión corpórea-sexual (a la cual se limitaba el amor hedonista); la afectiva (sobre la que quería construirse el amor romántico), sino que integra también la dimensión racional y volitiva, sin dejar de tener apertura a la Trascendencia. Aprecia lo erótico y lo afectivo, como componentes importantes de la relación, pero no los absolutiza y, por consiguiente, no depende de los vaivenes tormentosos del deseo sexual y de la atracción afectiva. Se basa en una decisión firme, movida por la recta razón en orden a la felicidad del otro y también la suya propia. Aquel que opte por este modelo del amor parte del conocimiento del ser humano y de su condición de imperfección es consciente de que tendrá que hacer un esfuerzo para construir una relación de entrega cada día, a veces con el viento en popa y a veces en proa. Sabe de antemano que tendrá que aprender a perdonar y a pedir perdón, que tendrá que superar más de un momento de crisis y de desánimo y esperar con paciencia para que el viento del afecto vuelva a soplar en popa. Pero sabe también, por intuición y por el testimonio ajeno, que al final es éste el único modelo del amor que puede dar la paz, la confianza, la felicidad, entendida no como un éxtasis instantáneo de los sentidos (propio del amor hedonista y romántico) sino como una satisfacción duradera, una seguridad afectiva y el gozo prorrogado en el tiempo que brota de la experiencia de estar contribuyendo a la felicidad de otra persona, encontrando en ello el sentido de la existencia y la alegría de vivir.

En diversas obras, procedentes de diferentes épocas de la historia de la literatura podemos encontrar a personajes, cuya manera de vivir el amor corresponde al modelo oblativo. Sin embargo, me parece especialmente digno de atención el personaje de Sonia Marmeladova en la conocidísima novela de Fedor Dostoyevski Crimen y castigo.

Tal como recordamos, la trama de esta obra clásica por excelencia gira en torno al doble asesinato cometido por el joven protagonista Rodia Romanovich Raskolnikof, quien movido por la pobreza, la desesperación y, sobre todo por la falsa ideología, que tal vez podríamos denominar como proto-nietzscheana, según la cual existen unos hombres extraordinarios, que están más allá del sistema del bien y del mal y quienes tienen derecho a cometer actos crueles e inmorales para supuestamente mejorar la humanidad. Por consiguiente, Rodia considera que no solamente tiene derecho a matar a la vieja prestamista Aliona sino que, además, al eliminarla hace un favor a la humanidad. Sin embargo, su argumentación se derrumba, puesto que en el momento del crimen aparece Lisbeth, la hermana más joven de la prestamista, quien constituye un verdadero opuesto de su hermana: la encarnación de la bondad. Rodia, sorprendido, no ve otro remedio que asesinar también a la hermana, hecho debido al cual se tambalea enteramente su justificación social del crimen, puesto que la hermana buena era la primera víctima de la avaricia y el mal genio de su hermana mayor. Este desenlace no previsto por el protagonista hace que se desencadene en su interior un verdadero tormento de culpabilidad, exacerbado por los interrogatorios, a los que le somete el juez de la instrucción, Porfirio Petrovich y quien, además de inducirle paulatinamente a la confesión del crimen, lo desafía intelectualmente y le hace ver lo absurdo de su fe en la existencia de los hombres extraordinarios, exentos de la responsabilidad delante de la justicia humana y divina.

A lo largo del desarrollo de la trama del asesinato y de la posterior investigación del mismo, tiene diversas apariciones el personaje de Sonia. Sonia es hija de un alcohólico, cuya adicción llevó a la miseria extrema a su familia, que consta de su segunda esposa, la madrastra de Sonia y de varios hijos menores. Inducida por la madrastra, Sonia se ve obligada a dedicarse a la prostitución para conseguir los medios materiales necesarios para sostener a la familia. A pesar de las circunstancias en las que se ve atrapada, no deja de tener un corazón puro y, de una manera sumamente sorprendente en una novela del siglo XIX, representa el papel de un ángel, en calidad del mensajero del amor incondicional, que, dicho sea de paso, tiene claras connotaciones cristianas. Este mensaje del amor incondicional está en la raíz de la metanoia, es decir, un cambio profundo de la vida interior de Rodia.

Para apreciar mejor la maestría con la que el escritor eslavo elabora literariamente las dinámicas psicológicas de sus personajes, fijémonos en la escena de la conversación de Rodia con Sonia, en la cual éste le confiesa su crimen. Sonia, tras darse cuenta de que el hombre a quien tenía por una persona moralmente impecable resulta ser el autor del terrible asesinato de dos personas inocentes, con el agravante de que Lisbeth, la hermana buena de la prestamista había sido su amiga, reacciona de la siguiente manera:

Sonia estaba fuera de sí. Saltó del lecho. De pie en medio de la habitación, se retorcía las manos. Luego volvió rápidamente sobre sus pasos y de nuevo se sentó al lado de Raskolnikof, tan cerca que sus cuerpos se rozaban. De pronto, se estremeció como si la hubiera asaltado un pensamiento espantoso, lanzó un grito y, sin que ni ella misma supiera por qué, cayó de rodillas delante de Raskolnikof.

-¿Qué ha hecho usted? Pero ¿qué ha hecho usted? –exclamó desesperada.

De pronto, se levantó y rodeó fuertemente con los brazos el cuello del joven. (DOSTOYEVSKI: 412)

Rodia queda sorprendido con la reacción de Sonia, de quien se esperaba desprecio y rechazo rotundo por su espantoso crimen. La condena sería la reacción más lógica y previsible en cualquier persona que se encuentra en la cercanía de un asesino, y más aún en Sonia, una joven que, como se ha dicho más arriba, destaca por su delicada sensibilidad y bondad infinita. Pero éste es, precisamente, uno de los elementos del mensaje cristiano sutilmente introducido por el autor en la trama de su novela. Sonia, como un ángel mensajero de Dios, en vez de mostrar rechazo o condena, muestra compasión y misericordia. Raskolnikof, al no entender su conducta, exclama:

No te comprendo, Sonia. Me abrazas y me besas después de lo que te acabo de confesar. No sabes lo que haces.

Ella no le escuchó. Gritó enloquecida:

– No hay en el mundo ningún hombre tan desgraciado como tú!

Y prorrumpió en sollozos.

La sorpresa de Raskolnikof frente a esta reacción de Sonia, tan contraria a lo que éste se esperaba, despierta en él los sentimientos humanos, que intentaba suprimir, con el objeto de parecerse a su ideal del hombre extraordinario o un nuevo Napoleón. Esta utópica autoimagen le obliga a ser insensible no solamente hacia los demás, sino también hacia sí mismo. Bajo la mirada compasiva de Sonia se da cuenta de su profunda infelicidad, exacerbada por causa de la falsa ideología, en la que su intelecto se había dejado atrapar y que le indujo a violentarse a sí mismo, obligándose a endurecerse y mostrarse insensible. En un instante se da cuenta de la necesidad inscrita en su corazón y, me atrevería a decir, en el corazón de cada ser humano, de ser sostenido, ayudado, en definitiva amado por otro. Este gran descubrimiento que consiste en la toma de conciencia de su finitud, imperfección y necesidad de los demás marcará en realidad el primer paso en su metanoia. Se da cuenta de que vivía en la mentira existencial sobre sí mismo, creyéndose un “hombre extraordinario” y, al mismo tiempo, creyendo equivocadamente, que para ser feliz es necesario ser autosuficiente y ponerse por encima de los demás. En el instante de esta revelación, según sigue relatando el narrador, Rodia prorrumpió en sollozos. Un sentimiento ya olvidado se apoderó del alma de Raskolnikof. No se pudo contener. Dos lágrimas brotaron de sus ojos y quedaron pendientes de sus pestañas.

– ¿No me abandonarás, Sonia? –preguntó, desesperado.

– No, nunca, en ninguna parte. Te seguiré adonde vayas. ¡Señor, Señor! ¡Qué desgraciada soy! ¿Por qué no te habré conocido antes? ¿Por qué no has venido antes? ¡Dios mío! (…) ¿Qué podemos hacer ahora? ¡Juntos, siempre juntos! –exclamó Sonia- volviendo a abrazarle-. ¡Te seguiré al presidio!

Aquí podría acabar la historia de un amor trágico que, gracias a la entrega y sacrificio de Sonia, podría convertirse en casi idílico. Pero el optimismo idílico no es propio del realismo psicológico de Fedor Dostoievski. Así pues, Rodia, quien hacía unos instantes había quedado profundamente conmovido por la declaración de amor por parte Sonia justo tras confesarle su crimen, ahora reacciona de una manera negativa:

Raskolnikof no pudo disimular un gesto de indignación. Sus labios volvieron a sonreír como tantas veces habían sonreído, con una expresión de odio y altivez.

– No tengo ningún deseo de ir al presidio, Sonia. (DOSTOYEVSKI: 412).

Vista la negativa de Rodia a reconocer su crimen y asumir las consecuencias de haberlo realizado, Sonia se muestra intransigente, muy a pesar de la efusión afectiva que la llena de compasión por el joven:

– Bueno, ¿qué debo hacer? Habla – dijo el joven, levantando la cabeza y mostrando su rostro horriblemente descompuesto.

– ¿Qué debes hacer? – Exclamó la muchacha.

Se arrojó sobre él. Sus ojos, hasta aquel momento bañados en lágrimas, centellearon de pronto.

– ¡Levántate!

Le había puesto la mano en el hombro. Él se levantó y la miró, estupefacto.

– Ve inmediatamente a la próxima esquina, arrodíllate y besa la tierra que has mancillado. Después inclínate a derecha e izquierda, ante cada persona que pase, y di en voz alta:

<¡He matado!> Entonces Dios te devolverá la vida.

En este punto de la lectura puede surgir la duda de si el amor de Sonia realmente tiene carácter incondicional. Podría parecer que no, puesto que exige a Rodia, que se entregue a la justicia y que expíe su crimen, dejando a entender que solamente así podrá estar con ella.

El mismo Rodia se sorprende con esta exigencia por parte de Sonia:

– ¿Quieres que vaya a presidio, Sonia? – preguntó con acento sombrío- ¿pretendes que vaya a presentarme a la justicia?

– Debes aceptar el sufrimiento, la expiación, que es el único medio de borrar tu crimen.

– No, no iré a presentarme a la justicia, Sonia.

– ¿Y tu vida qué? – exclamó la joven-. ¿Cómo vivirás? ¿Podrás vivir desde ahora? ¿Te atreverás a decir una palabra a tu madre…? ¿Qué será de ella…? Pero, ¿qué digo? Ya has abandonado a tu madre y a tu hermana. Bien sabes que las has abandonado… ¡Señor…! Él ya ha comprendido lo que esto significa… ¿Se puede vivir lejos de todos los seres humanos? ¿Qué va a ser de ti?

Como podemos observar en este diálogo, la exigencia de Sonia no es muestra de un amor condicional, sino del deseo de la felicidad de Rodia, que éste último solamente puede alcanzar si expía sus culpas. Así pues, Sonia lo induce a la aceptación de la pena por su propio bien; sabe que sólo podrá redimirse si confiesa la verdad y asume la expiación. De lo contrario, la culpa le llevaría a la locura. Al mismo tiempo, como vemos más adelante, Sonia se ofrece para acompañarle a Raskolnikof en su difícil camino de regeneración moral:

-¿Llevas alguna cruz?

Él la miró sin comprender la pregunta.

-No, no tienes ninguna, ¿verdad? Toma, quédate esta, que es de madera de ciprés. Yo tengo otra de cobre que fue de Lisbeth. Hicimos un cambio. Ella me dio esta cruz y yo le regalé una imagen. Yo llevaré ahora la de Lisbeth y tú la mía. Tómala – suplicó-. Es una cruz, mi cruz… Desde ahora sufriremos juntos, y juntos llevaremos nuestra cruz.

-Bien, dame – dijo Raskolnikof.

Quería complacerla, pero de pronto, sin poderlo remediar, retiró la mano que había tendido.

-Más adelante, Sonia. Será mejor.

-Sí, será mejor- dijo ella exaltada-. Te la pondrás cuando empiece tu expiación. Entonces vendrás a mí y la colgaré en tu cuello. Rezaremos juntos y después nos pondremos en marcha. (DOSTOYEVSKI: 422)

El motivo de la cruz, que simboliza el sufrimiento y la redención, constituye otro elemento del mensaje cristiano presente en la obra del escritor ruso. Sonia, en esta escena, de nuevo representa al ángel, en su calidad de mensajero de Dios, pero, de una manera particular, a Dios encarnado, Jesucristo, quien, en vez de condenar al pecador (aquí representado por Rodia) toma su cruz en su propia espalda. Así pues, el carácter incondicional del amor de Sonia queda aún más patente en este diálogo, llevándonos a la conclusión de que la incondicionalidad de su entrega amorosa no es incompatible con la exigencia que dirige a Rodia, puesto que, tal como ya se ha adelantado, lo que le exige es una condición sine qua non para su particular catarsis que, a su vez, es necesaria en orden a su plenitud humana y, por consiguiente, a su felicidad.

Ya en el último capítulo de la novela vemos la consumación de la promesa de Sonia, cuando Rodia finalmente, tras largas horas de lucha interior, toma la decisión de obedecer a Sonia y confesar su crimen. El camino de su casa hasta la comisaría evoca explícitamente el motivo cristiano del vía crucis, en el cual no dejará de acompañarle su alma hermana:

Pronto apareció alguien en su camino. No se asombró, porque lo esperaba. En el momento en que se había arrodillado por segunda vez en la plaza del Mercado había visto a Sonia a su izquierda, a unos cincuenta pasos. Trataba de pasar inadvertida para él, ocultándose tras una de las barracas de madera que había en la plaza. Comprendió que quería acompañarle mientras subía su Calvario.

En este momento se hizo la luz en la mente de Raskolnikof. Comprendió que Sonia le pertenecía para siempre y que le seguiría a todas partes, aunque su destino le condujera al fin del mundo.” (DOSTOYEVSKI: 521)

Este es el momento definitivo de la revelación: Rodia finalmente concibe en lo más profundo de su ser, que es amado de una manera incondicional, oblativa, que consiste en una entrega gratuita e irrevocable. Descubre un amor, por el que no tendrá que pagar factura, un amor que solamente exige al amado aquello que es bueno para él, un amor difícil pero posible y generador de la felicidad duradera.

El último paso de la metanoia del protagonista tiene lugar en Siberia, adonde le llevará la condena de la justicia, la cual, al tener en cuenta la circunstancia atenuante de la confesión y del arrepentimiento del reo, se limitó a condenarle a siete años de trabajos forzados en los inhóspitos hielos siberianos. Sonia, en cumplimiento de su promesa, le acompaña de nuevo, consiguiendo el trabajo de enfermera en el mismo presidio. Es entonces cuando ésta se dará cuenta de que el amor que sembró finalmente traerá el fruto de la reciprocidad por parte de Rodia. Éste, al corresponder al amor de la mujer que se sacrificó por él, completa su camino de superación del ensimismamiento narcisista, en el que se encontraba en el inicio de la trama. El autor opta por describir este momento ya en las últimas páginas de la novela (en el epílogo) de manera escueta y con palabras sencillas:

Sonia se dio cuenta de que Rodia la amaba: sí, no cabía duda. La amaba con amor infinito. El instante tan largamente esperado había llegado. (DOSTOYEVSKI: 542)

El hecho de ubicar esta última escena de la trama, que tiene una importancia fundamental para el mensaje final del relato, en la época de la Pascua, sin duda constituye otra evocación de la visión cristiana, en este caso aludiendo al misterio pascual de la muerte y la resurrección, cuya simbología parece crucial en la metanoia del protagonista. Recordemos que la forma geométrica del cuartucho en el que se encuentra en el inicio de la trama recuerda un ataúd; su soledad y ensimismamiento y, más aún su ideología que trae la muerte a sus víctimas y por poco también a él mismo, marcan la etapa de la muerte relacionada con el concepto del pecado y del misterio de la iniquidad, tal como se ve planteado en la teología cristiana; mientras que la paulatina apertura al amor de Sonia y el deseo de corresponder, así como la decisión de expiar sus culpas, marcan su camino hacia la resurrección, que simboliza el amor y la nueva vida de entrega del uno al otro. Así lo describe el narrador en uno de los últimos párrafos de la novela:

Querían hablar, pero no pudieron pronunciar una sola palabra. Las lágrimas brillaban en sus ojos. Los dos estaban delgados y pálidos, pero en aquellos rostros ajados brillaba el alba de una nueva vida, la aurora de una resurrección. El amor los resucitaba. El corazón de cada uno de ellos era un manantial de vida inagotable para el otro. Decidieron esperar con paciencia. Tenían que pasar siete años en Siberia. ¡Qué crueles sufrimientos, y también qué profunda felicidad, llenaría aquellos siete años! Raskolnikof estaba regenerado. (DOSTOYEVSKI: 542)

Conclusiones

Al terminar esta ponencia, quisiera dirigirme especialmente a nuestros alumnos. Quisiera desearos que, enriquecidos por la experiencia vicaria de los personajes de las obras que se han analizado y de muchas otras, en las que se plantea la cuestión del amor, en la medida de lo posible evitéis los dos primeros modelos del amor evocados: el hedonista y el romántico; puesto que, tal como podemos contemplar en el ejemplo de los personajes, a pesar de su aparente atractivo, son reduccionistas, incompletos y, por consiguiente, destructivos y generadores de infelicidad. En cambio, os deseo que podáis vivir en vuestra vida la maravillosa aventura del amor oblativo, amor de entrega y de plenitud. Me atrevo a dirigiros este deseo, basándome no solamente en los textos literarios, sino también en la experiencia propia, puesto que, si se me permite un pequeño testimonio personal, tengo la gran suerte de vivir este modelo de amor desde hace trece años, con el maravilloso fruto de cinco hijos y el principal fruto, que es la felicidad de saber que amo y que soy amado, que pertenezco a mi esposa con mi cuerpo y alma y que ella me pertenece a mí. Ya que los dos somos humanos, yo he aprendido a perdonar y sé que siempre que cometa un fallo podré contar con el perdón de ella. Creo que no hay nada más grande ni nada que pueda dar una felicidad comparable con la del amor, que consiste en darse enteramente a un legítimo esposo o una legítima esposa.

Por consiguiente, me parece que no estaría de más incluir entre las fundamentales motivaciones para una eficaz y esforzada realización de vuestros estudios universitarios la motivación, por así decir, amorosa, que podría expresarse en el siguiente propósito: “estudio con seriedad porque me estoy preparando para ser un esposo, una esposa responsable, capaz de dar sostén a mi elegido, a mi elegida, capaz de fundar un hogar y asumir la responsabilidad por él.” En nuestros tiempos de crisis del modelo tradicional de la familia, en los que muchas personas tienen miedo ante el compromiso, de tal manera que ni siquiera se plantean el matrimonio y la fidelidad, ¡cuánta necesidad tiene la sociedad de los jóvenes, como vosotros, dispuestos a ir a contracorriente! Deseosos de prepararse para vivir un amor basado en el don incondicional de sí mismo, expresado mediante el matrimonio y dispuesto a recibir una nueva vida (léase: sin miedo a tener hijos.)

Estoy seguro de que en el corazón de cada uno y de cada una de los que estáis en esta sala existe este deseo. Aunque es posible que esté soterrado por el brillo fugaz de los otros modelos del amor, de los que hemos hablado; o por el miedo de que esto sea imposible, de que “yo no sea capaz”, de que “el otro seguramente acabará fallándome”. ¡Este miedo y este escepticismo son comprensibles! Es suficiente recordar las inauditas tasas de divorcio y separación. Es comprensible, talvez especialmente en el caso de las personas que han vivido el drama del divorcio y de la separación en su propia familia. Pero ¡sí es posible realizar este deseo! Sigue habiendo matrimonios duraderos y fructuosos, en los que la llama del amor no solamente no se extingue, sino que parece crecer con los años. Al mismo tiempo es verdad, que la decadencia de la cultura de las masas, que consiste en la apoteosis del modelo hedonista, hace que conseguirlo sea más difícil que en otras épocas. Pero, queridos jóvenes, ¿quién os ha dicho que la felicidad está en lo fácil? Como dijo Séneca: Per aspera ad astra! (a través de las dificultades hasta las estrellas) ¡No tengáis miedo de la dificultad!

Y por último, pensad también que la fuerza para hacer frente a las dificultades en todos los ámbitos de la vida, incluidas las relaciones familiares o amorosas, podemos buscarla en la verdadera fuente del amor: en Dios. El amor humano es tan bello y nos resulta tan atractivo, porque en definitiva es reflejo del amor de Dios.

BIBLIOGRAFÍA:

ARISTÓTELES, Poética, Alianza, Madrid 2009.

DOSTOYEVSKI, F. Crimen y castigo, Ed. Juventud, Barcelona, 2001.

FISAS. C. Amor y amores, Ed. Planeta-Fábula, Barcelona, 2002.

GOETHE, J. W. Las penas del joven Werther, Salvat, Madrid, 1969.

POWELL, J. Unconditional Love, Ed. Thomas More, Allen, 1999 (2ª ed.)

TADIÉ, J. Y.- La Critique littéraire au XXesiècle. P. Belfond, Paris, 1987.

La evolución de la familia en Europa, WWW.ipfe,org

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