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La Biblia en su contexto: “El tiempo de la Iglesia es el tiempo del Espíritu Santo” (Lc 24,46-53)

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46 Les dijo: «Todo esto estaba escrito: los padecimientos del Mesías y su resurrección de entre los muertos al tercer día.

47 Luego debe proclamarse en su nombre el arrepentimiento y el perdón de los pecados, comenzando por Jerusalén, y yendo después a todas las naciones, invitándolas a que se conviertan.

48 Ustedes son testigos de todo esto.

49 Ahora yo voy a enviar sobre ustedes lo que mi Padre prometió. Permanezcan, pues, en la ciudad hasta que sean revestidos de la fuerza que viene de arriba.»

50 Jesús los llevó hasta cerca de Betania y, levantando las manos, los bendijo.

51 Y mientras los bendecía, se separó de ellos (y fue llevado al cielo.

52 Ellos se postraron ante él. Después volvieron llenos de gozo a Jerusalén,

53 y continuamente estaban en el Templo alabando a Dios.

La Escritura anuncia la salvación para todos los pueblos. Ésta es su sustancia y su verdadero objetivo. La salud se basa en la pasión, muerte y resurrección de Cristo. Se proclama en nombre de Jesús, por encargo suyo, bajo su acción. En este nombre hay salvación (Hch 4,12). El nombre de Jesús es su presencia activa. Cuando los apóstoles predican en nombre de Jesús, cuentan con la promesa: «Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). A todas las naciones se predica la salvación; también aquí se cumple la Escritura; la profecía universalista del segundo Isaías se cumple en la predicación del Bautista: «Todos han de ver la salvación de Dios» (3,6; Is 40,5), en el cántico de alabanza de Simeón: «Luz para iluminar a las naciones» (2,32; Is 42,6), en la predicación de Jesús: «Vendrán de oriente y de occidente» (13,28ss; Is 49,12). La salvación comienza a predicarse en Jerusalén. Viene de los judíos (Jn 4,22). En Abraham son benditas todas las generaciones de la tierra (Hch 3,25; Gen 12,3). Se anuncia conversión y perdón de los pecados. La conversión (penitencia) es presupuesto para el perdón de los pecados; a esto sigue la vida. Cristo glorificado es el «autor de la vida» (Hch 3,15), pero también de la conversión y del perdón: «A éste ha exaltado Dios a su diestra como príncipe y salvador, para dar a Israel arrepentimiento y perdón de los pecados» (Hch 5,31). La promesa profética que Jesús cumple en su acción, es hecha por los apóstoles a todos los pueblos: «…libertad a los cautivos y recuperación de la vista a los ciegos» (4,18; Is 61,1; 42,7). Según Mateo, el Resucitado da el encargo: Bautizad a todos los pueblos (28,19). El bautismo presupone penitencia y conversión y sella una y otra.

Se ha realizado la predicción del Antiguo Testamento acerca de la salud para todos los pueblos y el mensaje de salvación. Los Hechos de los apóstoles dan testimonio de ello. Los apóstoles anuncian a Jesús de Nazaret como Cristo (Mesías), su muerte salvífica — muerto por los pecados— y la resurrección; ofrecen penitencia y perdón de los pecados. En uno de los primeros sermones de san Pedro se dice: «Nosotros somos testigos de todas las cosas que hizo en la región de los judíos y en Jerusalén, al cual incluso mataron, colgándolo de un madero. A éste, Dios lo resucitó al tercer día y le concedió hacerse públicamente visible… Y nos ordenó predicar al pueblo y dar testimonio de que él es el constituido por Dios en juez de vivos y muertos. Todos los profetas le dan testimonio de que por su nombre obtiene la remisión de los pecados todo el que cree en él» (Hch 10,39-43). La predicación comienza en Jerusalén, va a Judea y Samaría y hasta los confines de la tierra (Hch 1,8).

Cristo por su parte ofrece a los apóstoles el apoyo del Espíritu Santo para su mensaje salvífico. Sus palabras de promesa van encabezadas por su yo, el yo de quien tiene autoridad y derecho de libre disposición, como se lee en Mateo: «Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28,18). Tan pronto como haya ido al Padre y haya sido glorificado (Jn 15,26) enviará la promesa del Padre, el Espíritu Santo, al que Dios había prometido para el tiempo de salvación (Hch 2,16-21). El Espíritu Santo, con el que Jesús mismo fue ungido para su acción (Hch 10,38), se da también a los apóstoles. El tiempo de la Iglesia es el tiempo del Espíritu Santo. «Elevado a la diestra de Dios y recibida del Padre la promesa del Espíritu Santo, ha derramado lo que vosotros estáis viendo y oyendo» (Hch 2,33).

Primeramente tienen los apóstoles que esperar el Espíritu Santo; tienen que establecerse en la ciudad y permanecer en ella; en estas palabras se da quizá a entender también: permanecer reflexionando y meditando (10,39). Se refiere que los apóstoles, después de la ascensión de Jesús a los cielos, perseveraban unánimes en la oración con las mujeres y con María, la madre de Jesús, y sus hermanos (Hch 1,14). La ciudad es Jerusalén; es el centro de la obra histórica lucana, la ciudad de la muerte de Jesús, la ciudad del Resucitado, la ciudad de la venida del Espíritu Santo, la ciudad contra la que se cumple el juicio de Dios porque no ha reconocido sus misericordiosas visitas.

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