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La familia cristiana: Santuario, escuela y taller (y II)

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Escuela

En segundo lugar, la familia es escuela porque en ella se aprende. ¿Qué se aprende? Al menos estas tres cosas imprescindibles: fe, virtudes sociales y conocimientos.

En la familia se aprende a vivir la fe.

De esto tenemos amplísima experiencia. Se suele decir que la fe hace su entrada en la persona mezclada con la leche materna. En la familia cristiana que vive como tal se aprende a rezar, se reciben las primeras y más importantes catequesis, se habla de Dios y con Dios con naturalidad, y sobre todo, se aprende la piedad, que es la virtud por la cual damos a los que están sobre nosotros el trato que merecen. Hay una piedad filial para con nuestros padres (Cuarto Mandamiento) y una piedad filial para con Dios. Como la piedad va unida a los afectos, y sobre todo al amor, y el amor es la base de las relaciones familiares, nos encontramos con que el mejor ámbito, el mejor humus para desarrollar la piedad es el día a día vivido con sencillez y normalidad en la familia.

En la familia se aprende a vivir junto a los demás y con los demás.

En la familia se aprende a ser persona, se aprende a vivir junto a los demás, se aprende a amar. También es frecuente oír la expresión “escuela de virtudes” o más completa “escuela de virtudes sociales”. Es una expresión que usa el documento Gravissimum educationis del Concilio Vaticano II. La familia es, debería ser, en primer lugar, escuela de virtudes. No estamos diciendo que la familia sea escuela exclusiva de todas estas cosas, porque también se pueden aprender fuera, pero la familia es su ámbito natural. Si la vida familiar se desarrolla y funciona como está llamada a hacerlo, las virtudes, la corrección en las relaciones, la afectividad, etc., entran en la persona, se enraízan y se establecen como por ósmosis. Eso sí, tiene que funcionar bien, tiene que querer funcionar bien.

Benedicto XVI lo recordaba en Milán en 2012, en la homilía de clausura de la Misa del VII Encuentro Mundial de las Familias. Decía así:

La vida familiar es la primera e insustituible escuela de virtudes sociales, como el respeto a las personas, la gratuidad, la confianza, la responsabilidad, la solidaridad, la cooperación.

El movimiento de la escuela en casa.

Hay una tercera razón por la cual la familia es llamada escuela. Porque en ella se aprende no solo la fe, no solo a vivir, a crecer como persona, que hemos dicho, etc. Desde hace años viene creciendo año tras año, el movimiento Home school, “la escuela en casa”, sobre todo en Estados Unidos. A los profesionales de la educación esto no nos acaba de hacer demasiada gracia, pero los hechos son incontrovertibles y para muchos, la educación en casa, es una alternativa preferible a la enseñanza reglada. Yo sé que esto genera polémica, se ha discutido mucho sobre sus ventajas e inconvenientes, pero es una realidad que está ahí, que ha surgido sobre todo por la necesidad de muchos padres de salvaguardar sus principios ideológicos o religiosos, cuando han visto que estaban seriamente amenazados por la enseñanza institucional.

Taller

La familia también puede ser considerada taller dos sentidos: por una parte, taller como lugar de aprendizaje práctico, de laboreo, y por otra, taller como lugar de reparación.

La familia es lugar de aprendizaje práctico de un sinfín de actividades.

En este punto yo me atrevo a hacer un llamamiento para reivindicar el aprendizaje de las tareas domésticas por parte de niños y jóvenes. El academicismo se nos ha colado también “entre los pucheros”. Yo, que me he pasado la vida entre tareas académicas y animando a los muchachos para que estudiaran en serio, no quiero quitar ni un ápice al valor del estudio, que es muy alto, pero el estudio no lo es todo en la vida, y para muchos de nuestros jóvenes parece que su única vocación es el estudio. Solo pueden estudiar, siempre tienen que estudiar, no pueden hacer otras tareas sino estudiar. Pues no.

Habrá épocas en que tenga que ser así, habrá que entender que el estudio es lo primordial, pero el estudio no se puede convertir en protagonista exclusivo de los quehaceres infantiles y juveniles.

Uno de los atributos de Dios del que se habla muy poco es el del equilibrio. Este atributo, como cualquiera de los infinitos que podrían señalarse de Dios es de una belleza y de un atractivo inefable. Todo lo que Dios hace, lo hace equilibradamente. La armonía y el equilibrio que encontramos en sus obras expresan sin duda ninguna la armonía de su ser, armonía de la que un día esperamos disfrutar en directo. Dios es infinitamente equilibrado y nosotros, que somos imagen suya, estamos llamados a vivir una vida equilibrada en todos los aspectos, en todo lo que nos toque hacer. No digo que haya que buscar el término medio, porque ese, según qué cosas, puede conducirnos a la mediocridad. Cristo no nos amó en el término medio, nos amó hasta el extremo, pero equilibradamente, no sin cabeza, no a tontas y locas.

Pues bien, este es el peligro que yo veo en el academicismo, que desequilibra a la persona en detrimento de muchas otras actividades que los jóvenes no hacen por dedicarse al estudio, especialmente en trabajos caseros (a veces más que dedicarse, excusarse). Como el estudio es bueno, y estudiar mucho es muy bueno, y como la juventud es la época más propicia para estudiar, disculpamos con excesiva facilidad que lo único que haga un joven sea estudiar.

La educación ha de ser de la totalidad de la persona y no está dicho en ningún sitio que la única educación sea la escolar, ni que la única actividad educativa sea el estudio; al contrario, lo que sí está dicho es que la mejor escuela, la única insustituible es el hogar. Y el hogar debe ser escuela de lo más necesario, escuela de personas y escuela de familias. Escuela de personas por lo que ya se ha dicho y escuelas de familias, porque en la familia de origen es donde los jóvenes mejor pueden aprender a ser padres y madres para cuando les llegue su momento. Vengo defendiendo la necesidad de revalorizar la paternidad y la maternidad como la mayor empresa en la que pueden emplearse un hombre y una mujer. Parece bastante claro que la paternidad y la maternidad no gozan hoy de mucho prestigio entre nuestros jóvenes. Yo soy testigo de que tenemos una amplísima mayoría de jóvenes que están más ilusionados en tener un currículum lleno de títulos brillantes que en ser padres y madres. Desde varios enfoques, esto es un error, basta con situarse en un punto de vista sociológico para entender que la sociedad, hoy con más urgencia que nunca, precisa más de padres de familia que de titulados universitarios; de los primeros faltan, de los segundos sobran. Un padre o una madre de familia nunca está en paro; un empresario o un empleado, puede estarlo durante mucho tiempo y en diversas ocasiones. A veces se me objeta que las dos cosas son compatibles. Suelo responder que sí son compatibles hasta cierto punto y no lo son en muchas ocasiones, sobre todo con la familia numerosa. Y cuando se presenta el dilema de sacrificar una de las cosas en favor de la otra, lo que se sacrifica es la paternidad y la maternidad, no la formación académica. Ese criterio trae aparejado otro que infravalora las tareas domésticas, como si fueran un desdoro o un estorbo para la realización de la persona, cuando ocurre justamente lo contrario. ¿Quién ha dicho que sea más valioso -ni menos tampoco- un bagaje de conocimientos literarios, por ejemplo, que poseer un buen repertorio de habilidades manuales? Jacques Maritain, que en esto sigue a Aristóteles, decía que la inteligencia no está solo en el cerebro, sino también en los dedos.

Ya, para finalizar una sola palabra sobre el segundo aspecto que se nos descubre al entender la familia como taller, que es el de lugar de reparación.

La familia, taller de reparación

Taller de reparación, pero reparación de la persona. En la familia es donde se liman defectos, se levanta al caído, se cobran nuevos ánimos, se vuelve a empezar una y mil veces. Es una preciosidad, porque al funcionar así, la familia, y especialmente los padres, se sitúan en la dinámica de Dios, que es pura misericordia. Dios nos recompone, nos perdona una vez, y otra y otra, y, dicho con palabras de nuestro Padre Francisco, el Papa actual, no se cansa de perdonar. Dios no se cansa de perdonar y la familia que funcione bien, tampoco.

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