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La pobreza como problema político

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La  pobreza que se ve en nuestras calles y  que se mantiene y  crece más o  menos oculta en nuestras ciudades y pueblos es esencialmente un problema de  prioridades políticas, esto es, moral.
 
Cáritas, la mayor organización católica de  lucha contra la  pobreza, nos informa cada año de su evolución. Sus cifras muestran los límites y,  por tanto, el fracaso del estado del bienestar donde la pobreza deje de ser una categoría social, algo que afecta a muchas personas y queda reducido a una patología personal, a un hecho muy minoritario.
 
En realidad no es una cuestión de  recursos sino de prioridades y, por tanto, es un hecho político que exige una respuesta equivalente, aunque de menor envergadura, que el subsidio de paro, la  sanidad gratuita y  las pensiones, que significaron en el pasado el cambio social histórico para la clase trabajadora.
 
Hoy, los pobres podrían emerger mayoritariamente de su situación si se produjera un replanteamiento de los objetivos prioritarios de  la  sociedad y  un nuevo enfoque para hacerles frente tal y como se produjo para construir el estado del bienestar.
 
En este sentido, una primera e inmediata exigencia es que nadie quede en situación de  pobreza, de  manera que el sistema asistencial fundamentado en la  promoción social y  humana llegara a  todos, y  que para aquellos que por razones de edad o salud son irrecuperables,  hubiera una red de atención digna y  con capacidad suficiente.
 
Este es el nivel básico, la solución completa requiere de un replanteamiento más a fondo que es el paso de  la  concepción patológica de  la  pobreza y  su tratamiento aislado y paliativo, a otro donde la misma sociedad genera mecanismos de  recuperación social, porque dispone de una cota muy alta de capital social: la existencia de una comunidad responsable y la menor intervención estatal favorecería la disminución de  las patologías y la capacidad regeneradora.
 
Esto exige una reducción del peso del Estado en este campo y el fin de su intervencionismo costoso y  escasamente eficaz. Tan sólo hace falta comparar los presupuestos de Cáritas con los de las áreas de la administración central y autonómica donde se concentran las prestaciones sociales.
 
La eficacia, expresada en términos de euros que se dedican a  prestaciones y los que se dispensan en mover la máquina, presentan una relación entre cuatro y  dos veces mejores en el caso de la organización católica. Los circuitos burocráticos de poder central, autonómico y  municipal (en  las grandes ciudades) son largos y  pesados, a la vez que costosos. Cada euro que llega a su destino social exige de 2 a 3 para moverlo.
 
Si el procedimiento se simplificara y los recursos quedaran en manos de la propia sociedad vía desgravaciones, por ejemplo, la  cantidad real de que se dispondría se vería, en el peor de los casos, duplicada sin incrementar las necesidades presupuestarias. Las familias, las comunidades y las empresas podrían decidir dentro de un mínimo de  condiciones, en qué se aplican sus recursos.
 
Este proceder tendería a  suprimir muchas ONGs creadas bajo el paraguas de  la  subvención pero sin capacidad propia para generar recursos, y  favorecería aquellas otras que realmente son conocidas por sus obras y  no por su publicidad y  relaciones. Estaríamos ante la aplicación de un principio teóricamente fundamental de  la Unión Europea, el principio de subsidiariedad. Pero llevar a cabo esta verdadera revolución sería detraer a los partidos políticos, que en último término son los  titulares de estas partidas a través de los Estados, gobiernos autónomos y municipales, instrumentos de control social, es decir, de poder, y aquí coinciden izquierdas y  derechas: no piensan cederlo.
 
No avanzaremos mientras la respuesta a la pobreza esté fundamentada en su mera gestión o, como mucho, al trato de las patologías aisladas, en lugar de evitar las causas que la producen y educar a los colectivos pobres en la inclusión social y política. No haremos nada mientras sea vista como una cuestión que se trate en los “márgenes” de  la  sociedad por la vía de  la asistencia social, en lugar de  verla como lo que es: una cuestión central, porque significa una vulneración de los derechos humanos y, consecuentemente, requiere de una respuesta global, que evite la  condición de  “pobre”.
 
Este cambio político necesita de un sujeto capaz de promoverlo junto con los propios pobres, dado que éstos, por ellos mismos, no se encuentran todavía en condiciones de hacer prevalecer su peso político en el sistema democrático. ¿Es necesario manifestar, en este caso, mi escepticismo sobre la  capacidad de los partidos para impulsar la  iniciativa necesaria para cambiar la  situación?
 
Sin la  presencia de algún tipo de movimiento más plural y transversal sin problemas electorales, ni vocación de poder político directo, lo suficientemente fuerte como para situar en la agenda política la atención y  prioridad a los pobres y  la conversión del problema en un tema central, la pobreza tendrá una solución difícil.
 
Pero, ¿quiénes pueden impulsar este movimiento obviamente heterogéneo? Hombres y  mujeres de  buena voluntad, pero donde los católicos tienen que jugar un papel de vanguardia. En nuestra sociedad somos el grupo social que mejor cumple las condiciones necesarias para utilizar la democracia parlamentaria en favor de los más necesitados.
 
Un servicio histórico que el catolicismo puede hacer a la sociedad es promover con eficacia, es decir, con realismo utópico, las transformaciones políticas necesarias, para dejar la pobreza reducida a una marginal excepción;  organizar socialmente, y  sobre todo políticamente, a los pobres en torno a unos objetivos básicos, como es devolver al estado del bienestar su prioridad hacia los más necesitados, y  crear la  red de seguridad suficiente para que la desdicha, lo imprevisto, o  un error, no castigue necesariamente con la  pobreza.
 
No se trata de eliminar la  iniciativa, ni el riesgo, sino de crear condiciones más seguras ante la excepcionalidad y  otorgar posibilidades reales de gestionar los recursos que cada persona tiene. Se trata también de enfocar la  pobreza integralmente y a partir de su prevención, hasta dejar reducida la  intervención sanadora a casos aislados de difícil recuperación. En definitiva, creerse verdaderamente que la  mayoría de  pobres no tienen por qué serlo.

Este texto se ha tomado del último libro de Josep Miró, El desafío cristiano, publicado en Planeta+Testimonio. El desafío cristiano responde al laicismo absolutista y excluyente con una concepción de la sociedad basada en la comunidad responsable y la armonía entre libertad y responsabilidad, recuperando la familia, la tradición y la justicia social como valores abiertos a todos los que han heredado la cultura cristiana, sean o no religiosos.

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