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Predicar en el desierto

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De cualquiera que tenga una mínima cultura religiosa (corrijo, de cualquiera que tenga una mínima cultura, sea o no persona de fe) se puede esperar que sepa que Juan el Bautista fue el precursor de Jesucristo. Juan fue el profeta pregonero y a la vez preparador de los corazones de las gentes de su tiempo para que pudieran acoger el mensaje que traía el Mesías, Jesús de Nazaret.

Ahora bien, aunque sepamos que esa era su misión, resulta muy chocante considerar el modo en que actuó. Porque lo que Juan hizo fue irse al desierto, adoptar un modo de vida poco atrayente y proclamar un mensaje nada simpático. ¿El desierto? ¡Bonito lugar para hablar a las gentes! ¡Y menudo mensaje! Nada de lisonjas, nada de promesas, nada de halagos. No hay ni un solo atisbo por el que podamos ver a Juan empeñado en buscar lugares confortables que pudieran cautivar a sus paisanos, ni le vemos pendiente de su imagen, y menos todavía de acariciar los oídos con prédicas del gusto del oyente. ¡Vaya manera de ganar adeptos! No está de más ver el retrato que hace de él San Mateo en su evangelio:

Por aquellos días, Juan el Bautista se presenta en el desierto de Judea, predicando: «Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos». (…) Juan llevaba un vestido de piel de camello, con una correa de cuero a la cintura, y se alimentaba de saltamontes y miel silvestre. Y acudía a él toda la gente de Jerusalén, de Judea y de la comarca del Jordán; confesaban sus pecados y él los bautizaba en el Jordán. Al ver que muchos fariseos y saduceos venían a que los bautizara, les dijo: «¡Raza de víboras!, ¿quién os ha enseñado a escapar del castigo inminente? Dad el fruto que pide la conversión. Y no os hagáis ilusiones, pensando: “Tenemos por padre a Abrahán”, pues os digo que Dios es capaz de sacar hijos de Abrahán de estas piedras. Ya toca el hacha la raíz de los árboles, y todo árbol que no dé buen fruto será talado y echado al fuego. (Mt 3, 1-2; 4-10).

Parece bastante claro que cualquiera que tenga algo que ofrecer a los hombres de hoy y se decida a anunciarlo, no tomará ejemplo de Juan. ¿Quién, que quiera ser oído, o hacer una oferta a potenciales seguidores, haría lo que hizo Juan? Cuesta mucho imaginar que haya algún círculo de asesores o alguna agencia de publicidad que tome ejemplo de estrategia tan peregrina como la del Bautista.

No hará falta detenerse en explicar que Juan no buscaba hacer clientela. Lo que él predicaba, preanuncio del evangelio, ni el evangelio mismo, eran consumibles, no eran productos de mercado, ni una ideología, sino la conversión de una vida de pecado a otra de amistad con Dios. Y esto es algo que no puede ofrecerse como una adquisición por la cual el cliente paga un costo, sino un don a cambio de nada, un don que precisamente por ser gratuito, solo puede ser recibido desde la gratitud. Por este motivo Juan sigue siendo un modelo válido también para los profetas de hoy; no lo será para los mercaderes o para los ideólogos, no para los publicistas o vendedores, pero sí para los profetas.

(Antes de continuar, conviene recordar que el profetismo no es tarea reservada a tipos  especiales, ni un plus que se le añade como tarea a unos cuantos elegidos, sino una de las notas esenciales que conlleva el sacramento del Bautismo. Desde el minuto uno de la historia de la Iglesia, hasta que este mundo dure, los profetas somos los bautizados. No se entienda que al decir esto estoy usando un lenguaje metafórico o poético, sino el que pertenece, tal cual, literalmente, a los ritos bautismales. El Bautismo, al injertarnos en Cristo, Sacerdote, Profeta y Rey, nos constituye en sacerdotes, profetas y reyes por participación del sacerdocio de Cristo, de su profetismo y de su realeza).

Esos modos de hacer las cosas del Bautista, a primera vista tan extraños, siguen siendo válidos porque la tarea de Juan no acabó con Juan. Desde él hasta nuestros días, al evangelio hay que abrirle camino porque el evangelio no puede no ser predicado. Así ha sido a lo largo de veinte siglos y en esas estamos. Y así seguirá la cadena, mientras este mundo dure, que es lo mismo que decir que así será mientras exista la Iglesia. “La Iglesia existe para evangelizar”, escribió el Beato Pablo VI. Bien sabido es que la Iglesia somos nosotros, los bautizados, jerarquía, religiosos y laicos. Si nosotros calláramos, hablarían las piedras, pero la verdad del Evangelio, que es el mismo Cristo, no puede ser callada, distorsionada ni mal explicada. Será bueno añadir que la verdad del evangelio no está solamente en los libros canónicos de la Palabra de Dios. Por supuesto que ahí sí lo está, como fuente principal, pero no es la única fuente. La verdad del evangelio se encuentra también en el Magisterio y en la Tradición de la Iglesia.

Eso es el anuncio, ¿y la verdad del preanuncio? La verdad que prepara el camino del evangelio está en estas tres fuentes: en la Creación, en la Ley Natural y en la conciencia recta de todo hombre de buena voluntad. A fin de cuentas, como enseñó Santo Tomás, “toda verdad, dígala quien la dijere, viene del Espíritu Santo” y la tarea del profeta no es otra que ser anunciador y testigo de la verdad.

¿Qué nos toca a nosotros, hombres bautizados de vocación laical? Hacer las dos cosas: preanunciar y anunciar. Nuestro profetismo consiste en preanunciar de mil maneras y en anunciar explícitamente a Jesucristo. Con citas de la Palabra de Dios y sin ellas, con el fin, en todo caso, de aplicar la luz recibida de manos de la Iglesia a cualquier asunto de orden práctico en el que se desenvuelve nuestra vida y la vida de nuestros contemporáneos: familia, trabajo, negocios, relaciones sociales, vida política, tiempo libre, atención a desfavorecidos, etc.

Estas ideas en general están asumidas por los católicos con algún grado de compromiso religioso, aquellos que, conscientes del valor de la fe, mal que bien, tratan de responder a las exigencias de esta fe. En este punto de partida se dan por supuestas las buenas intenciones y sobre la rectitud de intención no deben caber dudas. De lo que sí caben dudas (al menos a mí sí me caben) es que los comprometidos crean que es válido el modelo de Juan el Bautista y lo acojan de buen grado. Mucho me temo que eso de predicar en el desierto más que atraer produce desazón. No me parece que sea tarea fácil la de encontrar convencidos de que sea en el desierto adonde haya que predicar. ¿Por qué hay que hacerlo? ¿No es mejor ir al foro, donde la concurrencia está asegurada?

Sí y no.

Sí en cuanto que nada de lo humano no es ajeno y allá donde existan personas, la verdad ha de hacerse presente por la sencilla razón de que todos los hombres tienen derecho a conocerla. Allí donde haya hombres, se necesitan predicadores de la verdad, cuya eficacia vendrá de la fuerza de las palabras y del refrendo de las obras. El que tiene poder para hacer que esto sea así, Jesús de Nazaret, ha comprometido su palabra con la palabra de sus profetas. Y no estará de más recordar que su palabra es su propio nombre. Jesús de Nazaret ha comprometido su santo nombre porque el profeta habla en nombre de la verdad y la verdad es Él. Podemos decirlo sin miedo porque, a pesar de pecados, errores y dejaciones por nuestra parte, nos avalan dos mil años de predicación ininterrumpida y una historia de expansión y agrandamiento del reino de Dios en la tierra que no ha dejado de crecer desde su implantación. No encuentro ninguna razón medianamente consistente para que en estos tiempos vaya a ser de otra manera, por más que nos parezca que nuestra época está hundida en el centro del núcleo de la resistencia a la verdad.

Lo que sí hay es una condición que me parece imprescindible y es que no se nos puede olvidar que el lugar idóneo para la predicación es el desierto. ¿Por qué hay que predicar en el desierto? A salvo otras razones más poderosas que a mí se me escapan, sí me parece entender con bastante claridad que en el desierto la verdad es escuchada necesariamente. La verdad predicada en el desierto tiene que ser oída necesariamente porque el desierto es el lugar del silencio. Luego será aceptada o no, pero el silencio del desierto obliga a que sea oída. En el foro, en cambio, el silencio es impensable. El foro suele estar lleno de voces y altavoces. Y así es muy difícil que al mensaje de la verdad le quede hueco. Fuera del desierto los profetas tienen poco que hacer. La palabra del profeta es única. Su verdad no es una verdad más, sino “la” verdad. La verdad no es una verdad más en medio de muchas otras verdades, igual que Jesucristo no podía ser un dios más dentro del panteón romano o del olimpo griego. Él, por ser el Dios Único, no tiene iguales, ni semejantes, ni rivales. (Lo más parecido al Dios verdadero es el hombre, no un dios pagano. La razón es muy simple: Lo más parecido a Dios es un hombre porque el hombre ha sido creado por Dios a su imagen y semejanza, mientras que el ídolo es un invento del hombre hecha a imagen de sí mismo, y no del hombre en estado de perfección, sino en estado de  grave deterioro).

Pues lo mismo ocurre con la palabra. La palabra que ha de proclamar el profeta no es su palabra sino la Palabra. Y la Palabra para ser oída no puede ser pronunciada en medio de una algarabía de ruidos y palabras humanas. La palabra del profeta no es la suya, sino la Palabra de Dios, tal como nos la ofrece la Iglesia y esta solo puede ser oída en el silencio. Nuestro Dios no es un Dios locuaz; al contrario, tiene una sola Palabra, «que fue su Hijo, y esta habla siempre en eterno silencio, y el silencio ha de ser oída del alma» (San Juan de la Cruz). Por eso hay que predicar en el desierto, porque es donde hay silencio. Si nos empeñamos en rebajar la Palabra a que sea una más dentro del parloteo de este mundo agitado y ansioso de frivolidades, la Palabra se queda sin posibilidad de resonancia. Es que ni se oye. Y si se oye, cualquiera se puede esconder de ella diciendo que no se ha oído.

Así pues, por una parte sí hay que estar en el foro pero no debemos desanimarnos si vemos que en el foro no se nos escucha (siempre habrá alguien que lo haga, y al menos por eso ya merece la pena). Pero no esperemos multitudes, ni éxitos mediáticos, ni mensajes que se hacen virales o altas cuotas de pantalla. La palabra del profeta solo puede ser eficaz en el desierto, no en medio de un mundo que no es capaz de escuchar porque está enfebrecido por el ruido y sobresaturado de riadas de palabrería invasiva.

Ahora conviene preguntarnos por ese desierto del que venimos hablando. Ya habrá barruntado el lector que no me  refiero a ningún desierto geográfico que esté localizable en esta región o en aquella otra. A la primera característica del desierto que es el silencio se une una segunda, que es la soledad. El desierto es el lugar de la soledad. Donde haya un hombre condenado a la soledad, allá está el desierto. Y allí es donde la Palabra tiene su atalaya privilegiada, a condición de que haya algo de silencio.

Entendido de esta manera, el desierto está más extendido de lo que pudiera parecer a primera vista. De cuando en cuando saltan a la opinión pública estudios sociológicos que confirman una y otra vez que estamos inmersos en un proceso de expansión de la soledad como no se había conocido hasta ahora. Dicen que en España vamos por el diez por ciento de la población, lo que significa que uno de cada diez vive en soledad. Nuestras sociedades hedonistas y materializadas hasta las cejas, ni saben ni pueden frenar este avance, entre otros motivos porque son las causantes del mismo. La soledad forzada, máximo exponente del individualismo característico de estas sociedades nuestras, obliga a vivir en microdesiertos individuales a un sinnúmero de hombres y mujeres. Niños solos en casa desde bien pequeños, cada uno en esa celda intocable en que hemos convertido los cuartos de los hijos, solos en medio del gregarismo de una adolescencia casi perpetua, sin principio ni fin, demasiado solos a causa de unas relaciones poco consistentes durante la adultez y necesariamente solos en la ancianidad. Es bien sabido que las muertes en soledad son cada vez más frecuentes, lo cual no es sino conclusión y reflejo de una vida con exceso de soledad.

Muchas de estas soledades son elegidas voluntariamente y muchas otras son impuestas por diversas causas. En todo caso siempre habrá partidarios de vivir en soledad porque así se sienten más cómodos, porque permite un estilo de vida exento de los problemas de  convivencia, por gusto personal, etc. Nada que objetar por mi parte, pero sí recordar que “no es bueno que el hombre esté solo” (Gen 2, 18).

Demasiados desiertos para tan pocos profetas. Ojalá que aumente el número. El ideal es que fuéramos profetas en ejercicio todos los que ya lo somos por nuestro bautismo. “¡Ojalá todo el pueblo del Señor recibiera el espíritu del Señor y profetizara!” (Num 11, 29). A falta de que ese ideal se cumpla, al menos que no decaigan ni abandonen los que ya están en esta brega.

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