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Volver a la casa del Padre

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Cuentan que en la antigüedad había una princesa que se llamaba Elena. Un día fue raptada y por más que todo el mundo la buscó por el reino y los países cercanos, nunca jamás la encontraron. Su querido amigo de la niñez, sin embargo, no dejó de buscarla. Pasaron los años. Él seguía por si la encontraba por caminos y puertos de mar hasta que un día vio una mujer muy gastada por los padecimientos, mal vestida y envejecida, pero tenía un cierto aire que le resultaba familiar, y esto hizo que se le acercara…
 
–¿Cómo te llamas?, le preguntó; pero ella no respondía. No recordaba su nombre. De pronto, le vio una herida de la su mano, que la identificaba: una herida característica que Elena llevaba desde pequeña, la recordaba bien: ¡era ella!
 
Emocionado, empezó a decirle: “¡tú eres Elena!” y ella, por la fuerza del amor del amigo, y por los recuerdos que le contaba, fue recobrando su memoria, y recordando su identidad. Volvieron al palacio donde ella se fue recuperando, y se casaron los dos y reinaron en Troya.
 
Sería una versión adaptada del viejo mito de Paris y Helena, que podemos aplicar a nuestro mundo, que tiene su mal más grave en que hoy la humanidad está desmemoriada, no sabe que es hija de Dios, no conoce a su padre, no sabe qué hace en el mundo, es huérfana.
 
Esta era la preocupación del santo Padre Juan Pablo II, y nos lo dijo en aquellos años de preparación al Gran Jubileo del 2000. No hay mejor motivo para vivir contento que sentirse hijo de Dios, y pienso que esta falta de presencia de Dios es lo que produce hoy la falta de verdadera autoestima, lo que algunos llaman “la insoportable ligereza del ser”.
Hay una característica de la paternidad de Dios que resume el espíritu de la filiación divina, y es la misericordia del Padre, reflejada en la parábola del hijo pródigo.
 
Una historia lo actualiza. Era un hijo pródigo moderno, que marchó de casa, se malgastó todo el que había recibido, y no sólo el dinero, sino también la salud, e hizo que fuera a pique también el honor de la familia. Cayó en la droga y en los robos. De vez en cuando le rondaba la idea de volver a casa, de llevar una vida buena… pero se lo sacaba de la cabeza, a veces porque pensaba que no sería bien recibido, otras veces porqué no se sentía capaz de llevar una vida ordenada, le faltaba voluntad…
 
Al final, cayó en la prisión por los delitos que cometió. Los padecimientos que allá probó le hicieron madurar. Volvió a  recordar  la felicidad que perdió y la posibilidad del perdón. Poco antes de salir en libertad, se decidió a escribir a su casa: les pedía perdón por todo lo que había hecho; decía que si lo perdonaban, que si estaban dispuestos a acogerlo -padres y hermanos- pusieran un pañuelo blanco en un manzano que había en el huerto, al lado de la vía de tren; que él al pasar el día que saliera de la prisión, si veía el pañuelo bajaría del tren y volvería a casa. Que si no lo veía, continuaría el viaje para no volver nunca más…
El día que salió, cuando ya estaba llegando a su pueblo, no osaba mirar por la ventana. Le contó todo a un compañero de prisión que salió con él, y le acompañaba en el viaje, y le dijo: "mira tú, que yo no me atrevo…" y cerró los ojos. Pensaba en aquel manzano al que subía de pequeño, y se imaginaba el pañuelo colgado al árbol –y se ponía contento- pero también pensaba: “¿y si no está?”  y se entristecía…
 
Iba diciendo al compañero: "-ya nos acercamos… que se ve el pañuelo, está el pañuelo?". Y de pronto le dice el compañero: “-No está un pañuelo colgado, pero obre los ojos… mira!”. Y al abrirlos se encontró el manzano en el que no había un pañuelo, sino que estaba lleno de pañuelos blancos, que los de su casa habían ido colgando del manzano, que parecía un árbol de navidad…
Así es el perdón auténtico… Es una historia repetida desde que el mundo es mundo, bien resumida en el cuadro que el pintor Rembrant pintó sobre el hijo pródigo, haciendo él mismo el camino de conversión ya al final de su vida, como recuerda el famoso libro de Nowen. Había pintado muchas variantes sobre este retorno del hijo, con vestiduras reales y ambientes pomposos. Aquí sin embargo vemos la pobreza absoluta en que resalta la figura del Padre que abraza el hijo que vuelve, desvalido y hambriento, que representa al pintor que se convierte al final de su vida; el padre que lo abraza con dos manos, una de hombre –que hace fuerza sobre el hijo, apretándolo sobre su pecho- y la otra de mujer –afectuosa y dulce, acariciando al hijo devuelto-, pues Dios es padre y madre al mismo tiempo.
 
Tenemos todos algo dentro de nosotros, que nos habla de perdonar y ser perdonados. Nos mueve a hacer las paces enseguida, el mismo día, que es lo más divino del amor… Como decía san Josemaría Escrivá: “yo no necesito aprender a perdonar porque Dios me ha enseñado a querer”. Contemplar  el amor de Dios que lo comprende todo, nos hace aprender a comprender a todos, a ver como Él es siempre padre aunque nosotros muchas veces no nos portemos como buenos hijos.
 
Y así, también nosotros nos sentimos con derecho de volver a Dios siempre, Él siempre está esperando nuestro regreso, también a través de una buena confesión. En esta parábola del hijo que vuelve, nos vemos reflejados, pues la vida es un volver a la casa del Padre, en busca del perdón… tantas veces nos equivocamos y necesitamos reencontrar la paz, ir a la gran fiesta que hace el Padre cuando vuelve el hijo perdido. Es el camino de la vida: aprender a volver a la casa del Padre.
 

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