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Europa, la civilización que nació de un naufragio. La modernidad y el alma perdida de Europa (y III)

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Durante más de mil años, Europa fue un cuerpo animado por un alma. Su telos —su fin último— no era solo el progreso, sino la salvación. La fe y la razón no se oponían: dialogaban. La Iglesia había logrado transformar la herencia grecorromana en civilización cristiana, y de ese diálogo nacieron las universidades, el derecho, la ciencia y el arte. Pero toda síntesis encierra una tensión, y la de Europa acabó por romperse.

A partir del siglo XVI, el impulso reformador que durante siglos había mantenido viva a la Cristiandad se volvió contra sí mismo. La Reforma protestante quebró la unidad espiritual; la Ilustración, su coherencia moral; la modernidad, su sentido. La civilización que había nacido de la fe comenzó a dudar de su propia alma.

De la Reforma a la razón: el yo como nuevo centro

Cuando Martín Lutero proclamó que la conciencia es soberana ante Dios, sin intermediarios, abrió un camino de emancipación interior que también fracturó la comunidad. La fe dejó de ser un vínculo compartido para convertirse en experiencia individual. Lo que había sido reforma se transformó en ruptura.

El siglo XVII buscó un nuevo principio de unidad en la razón. Descartes propuso su célebre “Cogito ergo sum” como punto de partida: “pienso, luego existo.” Pero aquella certeza personal sustituyó la confianza en un orden divino por la seguridad del yo. La fe en Dios se transformó en fe en la mente humana. Era el nacimiento de la modernidad antropocéntrica, donde el hombre ya no se concibe como imagen de Dios, sino como medida de todas las cosas.

El resultado fue un cambio radical: Europa pasó del credo quia absurdum (“creo aunque sea absurdo”) al dubito ergo sum (“dudo, luego existo”). La duda se volvió método; la verdad, problema. El alma, que antes encontraba reposo en lo eterno, empezó a buscarse en lo efímero.

La Ilustración: la razón que olvidó su luz

El siglo XVIII llevó esa revolución al límite. Kant, en su ensayo ¿Qué es la Ilustración?, definió la madurez del hombre como “la salida de su autoculpable minoría de edad”. Europa creyó que la razón bastaba para sustituir a Dios. El progreso reemplazó a la Providencia; la historia, a la salvación. La fe se volvió superstición, y la moral, convención.

Sin embargo, bajo la superficie del optimismo ilustrado se escondía una paradoja: al liberar al hombre de todo principio trascendente, la razón lo dejó solo. La libertad sin finalidad se volvió angustia. La ciencia explicaba el cómo, pero no el porqué. Europa entró así en una edad brillante y vacía, capaz de iluminarlo todo excepto su propio sentido.

El siglo XIX: progreso sin destino

Con la revolución industrial y la secularización, Europa se llenó de fábricas, locomotoras y constituciones. Pero su alma comenzó a desvanecerse. El progreso material multiplicó los medios, pero los fines quedaron suspendidos. Como advirtió Nietzsche, la muerte de Dios no era una victoria, sino un abismo: “¿No nos estamos desorientando continuamente? ¿No estamos cayendo hacia todas partes?”

El positivismo convirtió la razón en técnica, y la economía, en moral. Todo podía medirse, pero nada podía justificarse. El cristianismo, que había dado sentido al trabajo y al tiempo, fue reemplazado por la producción y la velocidad. En palabras de Christopher Dawson, “la cultura occidental vive de los frutos de un árbol cuyas raíces se niega a reconocer.”

La política se secularizó y la religión se privatizó. Europa conservó sus instituciones —parlamentos, universidades, academias—, pero vaciadas del espíritu que las animaba. La civilización que había sido el cruce entre Jerusalén, Atenas y Roma se convirtió en un archipiélago de intereses.

El siglo XX: el infierno en nombre del hombre

Las ideologías totalitarias del siglo XX —nazismo, fascismo, comunismo— fueron herejías seculares del cristianismo. Prometieron redención sin redentor. Cada una intentó reemplazar la trascendencia por un mito humano: la raza, la nación, la clase. Sin un Dios que limite al hombre, el poder se absolutizó. Los campos de concentración y las guerras mundiales fueron la consecuencia lógica de una civilización que había perdido la idea del bien y del mal.

Cuando Europa despertó entre ruinas, volvió a invocar los derechos humanos, esa herencia laica del cristianismo que afirma la dignidad inalienable de toda persona. Pero lo hizo sin recordar su raíz. La libertad se convirtió en autonomía; la verdad, en opinión. En la Europa contemporánea, la moral se fragmenta en elecciones privadas, y la política se reduce a gestión.

Lo que queda es un continente próspero y cansado, y en buena medida frustrado. Un continente que ya no sabe si creer en sí mismo.

La crisis actual: una civilización sin telos

Hoy se habla de “crisis del liberalismo” o “crisis de Occidente”, pero el diagnóstico es más hondo: Europa padece una crisis del sentido. Su técnica sigue avanzando; pero menos, su democracia persiste, su bienestar resiste; pero el alma que daba dirección a todo ello se ha desvanecido. La libertad sin verdad se vuelve ruido; la diversidad sin propósito, dispersión.

Joseph Ratzinger lo expresó con una claridad profética: “El verdadero problema de la modernidad es el intento de construir un orden humano prescindiendo de Dios.” La consecuencia no es la pérdida de la fe, sino la pérdida de orientación. Europa no sufre por falta de recursos, sino por exceso de relativismo.

El resultado es una civilización que conserva los órganos, pero ha olvidado el corazón. La modernidad ha demostrado ser capaz de organizarlo todo, excepto su propio destino.

Al Dios de Europa se le puede entender de dos maneras: la de la fe, pero también desde la cultura cristiana que ha engendrado esta fe y es accesible por la razón y los hechos. ¿Qué alternativa tiene Europa, para llenar sus vacíos que no sean estas? Ninguna. La nada con sifón coloreado.

El horizonte: volver a tener alma

El futuro europeo no depende de un nuevo poder, sino de una nueva pregunta: ¿para qué existimos? La respuesta no puede ser restaurar el pasado, sino reintegrar su principio: la convicción de que la verdad, la libertad y la dignidad humana necesitan un fundamento común y que no se dispone de otro que el aportado por el cristianismo que a su vez ha recogido en su seno el pensar de Atenas y Roma; de Jerusalén.

Europa no será salvada por la nostalgia, sino por la memoria. Por el recuerdo de que su grandeza no estuvo en dominar, sino en unir. Que su fuerza no fue la técnica, sino el espíritu que la guiaba.

Quizá, como en sus orígenes, Europa vuelva a nacer del naufragio. Pero solo lo logrará si recuerda que el alma —como la historia— no se posee, se busca. Y que cada vez que el continente ha estado al borde del abismo, ha resucitado cuando ha vuelto a mirar hacia arriba.

Europa, la civilización que nació de un naufragio (II)

Josep Miró i Ardèvol | Substack

Europa conquistó el mundo, pero perdió su alma. La modernidad convirtió la razón en poder y olvidó el sentido #Europa #Crisis #Historia #Modernidad Compartir en X

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