Hay conflictos que parecen no tener fin porque no se disputan solo territorios, sino visiones del mundo. El de Israel y Gaza pertenece a esa categoría: una guerra en la que no solo chocan intereses políticos o razones de Estado, sino también heridas ancestrales, convicciones religiosas y una profunda desconfianza mutua. Lo que estalla en cada ofensiva es mucho más que una lucha por la tierra; es una guerra entre memorias sagradas que se niegan a reconocerse como humanas.
La tragedia del 7 de octubre de 2023 marcó un punto de no retorno. El ataque de Hamás, con su brutalidad innegable, reavivó en el pueblo israelí el temor existencial que habita en su memoria desde la Shoá: la posibilidad de ser nuevamente aniquilado. Desde esa conciencia del peligro absoluto, la reacción fue inmediata y devastadora. Israel respondió como quien defiende su supervivencia. Sin embargo, la defensa se transformó pronto en destrucción, y la legítima respuesta derivó en una catástrofe humanitaria.
Aquí surge la pregunta moral que Occidente se niega a mirar de frente: ¿cómo se defiende un pueblo sin destruir su alma? La razón de Estado puede justificar la guerra; pero la conciencia humana, no. Porque lo que se libra en Gaza no es solo una batalla militar, sino una lucha interior por no ceder a la lógica del odio.
Desde el otro lado, el pueblo palestino lleva generaciones viviendo en el despojo, en el límite de lo que una vida humana puede soportar. Para ellos, la promesa de una tierra se ha convertido en un muro. Muchos ya no creen en la justicia, solo en la venganza o en la resistencia como identidad. Y cuando la desesperación sustituye a la esperanza, los extremismos crecen como maleza.
En el fondo, tanto Israel como Palestina son prisioneros de sus mitos fundacionales. Para unos, la tierra prometida es el signo del favor divino. Para otros, el Islam es la defensa última de la dignidad frente al ocupante. En ambos casos, la sacralización de la identidad impide el reconocimiento del otro como hermano. Lo religioso, que debería abrir al misterio del otro, se convierte en un muro que separa.
Occidente, mientras tanto, asiste dividido y cansado. Nuestra civilización, que un día creyó en el valor universal de la persona, parece hoy resignada a un relativismo moral que observa sin intervenir. Se condena o se justifica según simpatías políticas, pero rara vez se comprende. Se exige a Israel una proporcionalidad imposible y se olvida que Hamás usa a su propio pueblo como escudo humano. Se defiende a Palestina sin distinguir entre su causa y la instrumentalización terrorista que la ha secuestrado. En medio de esta confusión, la compasión se diluye.
La cuestión, entonces, no es solo qué podía hacer Israel ante un ataque atroz, sino qué puede hacer la humanidad ante un conflicto que la pone a prueba. Porque lo que está en juego no es solo la coexistencia de dos pueblos, sino el alma moral de nuestra época. Cada vez que un niño muere en Gaza o una familia es masacrada en Israel, se hunde un poco más la idea de que todos los seres humanos tenemos el mismo valor.
Mi amigo me decía recientemente: “Es irresoluble el problema de coexistencia, con el Islam de por medio, porque este excluye a Israel”. Y yo añadiría: también es irresoluble mientras Israel crea que su seguridad depende de negar la humanidad del otro. Ambas exclusiones se alimentan y justifican mutuamente. Mientras una parte invoque la promesa divina y la otra la defensa sagrada, ninguna reconocerá al otro como igual.
La única salida, si es que aún la hay, pasa por un cambio espiritual profundo. No se trata de negociar fronteras, sino de desactivar los mitos que convierten al enemigo en objeto. Solo cuando se pueda decir “mi hermano” en lugar de “mi adversario” habrá futuro. Y esa conversión del corazón no la pueden imponer los políticos ni las armas.
La guerra, decía Simone Weil, empieza cuando el alma se olvida de que el otro existe. El conflicto entre Israel y Gaza no es solo geopolítico: es una crisis del alma humana, una prueba para nuestra civilización. Porque si aceptamos que la violencia es inevitable, estaremos confesando que el hombre ha renunciado a la fraternidad.
Quizás el sentido último de este drama sea recordarnos que la promesa de una tierra —de cualquier tierra— pierde su valor cuando no se construye sobre la justicia y la compasión. Y que ningún pueblo, por elegido que se sienta, puede reclamar el derecho de sobrevivir destruyendo al otro.
Solo cuando el miedo deje paso al reconocimiento del dolor ajeno, podrá hablarse de paz. Hasta entonces, seguiremos atrapados en este laberinto moral en el que todos —judíos, musulmanes y occidentales— nos jugamos algo más que la victoria: nos jugamos el alma.
Mientras una parte invoque la promesa divina y la otra la defensa sagrada, ninguna reconocerá al otro como igual Compartir en X









