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Navidad, tradiciones y patria: cuando el legado se convierte en responsabilidad

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El reciente vídeo de Pedro Sánchez, felicitando a los españoles las genéricas “fiestas” en lugar de la Navidad, no es un simple desliz lingüístico ni una anécdota menor. Si no es algo peor, cuando menos es un síntoma cultural. Un indicio más de la creciente incomodidad de una parte de nuestra clase dirigente con la tradición que ha dado forma a España durante siglos. No se trata solo de evitar una palabra; se trata de diluir su significado, de vaciarla de contenido, de convertir una celebración concreta en un tiempo neutro, intercambiable, sin raíces.

La Navidad no es una “fiesta” cualquiera. Es una tradición cargada de sentido, de memoria, de símbolos compartidos. Precisamente por eso molesta. Porque remite a un origen, a un relato común, a un legado que no hemos inventado nosotros, pero que nos ha sido confiado y en el que queramos o no, estamos inmersos.

Tradiciones: mucho más que costumbres

En estos días de Navidad, pueblos y familias reactivan tradiciones que han sobrevivido al paso del tiempo: aquel belén heredado, la comida familiar que se repite año tras año, los villancicos, la misa del gallo, los encuentros que tratan de vencer distancias y desencuentros. Todos estos gestos, no son rituales decorativos. Son formas concretas de transmitir a las siguientes generaciones una manera de estar en el mundo.

Las tradiciones no son un lastre del pasado, sino un legado vivo. Nos dicen quiénes somos, de dónde venimos y qué merece la pena conservar. Cuando se rompen, no se gana libertad; se pierde orientación, arraigo, se produce desvinculación. El ser humano necesita referencias estables para comprenderse a sí mismo, y esas referencias se encarnan en tradiciones compartidas.

Patria, padres y patrimonio: una misma raíz

Antes de seguir, conviene aclarar conceptos que hoy se confunden interesadamente. El estado es una estructura jurídica y administrativa y como tal puede ser cambiante. La nación alude al conjunto de los habitantes de un país, que comparten rasgos culturales, históricos y lingüísticos, pero si no se profundiza más puede quedarse en una categoría descriptiva, sin contenido moral.

La patria (de la misma raíz que padre y patrimonio entre otras) en cambio, es algo distinto. No es una coincidencia lingüística, sino una verdad antropológica: la patria es aquello que recibimos. La patria no se vota, ni se legisla, ni siquiera se circunscribe siempre a un territorio geográfico determinado como bien saben los polacos, la patria se hereda. Es el patrimonio recibido de quienes nos precedieron: su lengua, su historia, su fe, sus costumbres, sus sacrificios… Por eso no es embargable por ningún gobierno, ni reducible a un proyecto ideológico coyuntural, ni puede encerrarse en memorias voluntariamente hemipléjicas.

Nadie se da a sí mismo una patria, como nadie se da a sí mismo unos padres. Se nace en una lengua, en una historia, en unas tradiciones, en una forma concreta de comprender el mundo. Todo eso nos precede y nos configura. Hablar de patria es hablar de filiación, pertenencia y responsabilidad. Exactamente lo contrario de la visión contemporánea que pretende reducirla a una construcción arbitraria o prescindible.

El patrimonio cultural: la patria hecha visible

Este legado no es solo inmaterial. Se encarna en un patrimonio cultural y artístico que expresa la creatividad, la fe, el sufrimiento y la esperanza de generaciones enteras: catedrales, monasterios, ciudades históricas, universidades, caminos, obras literarias y musicales. No son restos de un pasado muerto, sino memoria viva.

En muchos casos, ese patrimonio desborda incluso las fronteras políticas del Estado y pasa a ser reconocido como patrimonio de la humanidad, porque su valor trasciende a la nación concreta que lo gestó y lo custodió para ser ofrecido al mundo entero.

España es un ejemplo elocuente. Nuestro país ocupa una posición destacadísima a nivel mundial por número de bienes declarados Patrimonio Mundial por la UNESCO, situándose de forma estable entre los primeros del mundo. Desde Altamira hasta la Alhambra, desde el Camino de Santiago hasta nuestras catedrales, cascos históricos y paisajes culturales, España es depositaria de una riqueza que no ha creado una generación concreta, sino una larga cadena de generaciones que supieron transmitir.

Cuando se tratan de destruir, se descuidan o simplemente se trivializan nuestros legados y tradiciones, no se daña solo a una nación, sino al conjunto de la humanidad, como ocurrió, por ejemplo, con la destrucción de los Budas de Bamiyan.

El legado como deber moral

La antropología filosófica siempre vio y comprendió al ser humano como un ser de tradiciones, donde el legado cultural —lenguaje, ritos, símbolos, prácticas— funda una continuidad entre generaciones.

En este sentido resulta especialmente luminoso el pensamiento de mi admirado Higinio Marín Pedreño, para quien el pasado no es una nostalgia que se consume, sino una deuda que se asume y que el futuro no es un espacio vacío, sino un deber. Así es, heredamos un mundo que no hemos creado, pero cuya conservación y transmisión nos corresponde.

El pasado, así concebido, no puede entenderse como una nostalgia fetichista, sino como algo que nos interpela éticamente: “el pasado es deuda y el futuro es deber” .

Es decir, heredamos un mundo cuyo sentido debemos comprender, custodiar y transmitir.

La tradición, sus hábitos y relatos conforman una identidad significativa, una forma de constitución de la persona y una manera de estar en el mundo, de organizarlo de manera ética y simbólica.

La tradición, por tanto, no es ni un delirio, ni un obstáculo para el futuro porque no consiste en repetir mecánicamente formas antiguas, sino en habitar conscientemente lo recibido, comprender su sentido y entregarlo, enriquecido, a la siguiente generación. Cuando una sociedad rompe ese vínculo, produce individuos desarraigados: sin casa interior, sin historia que los sostenga, sin futuro que merezca ser construido.

Navidad, patria y transmisión

La Navidad representa todo eso, es, en este sentido, una escuela privilegiada de tradición, de legado, de hogar, de patria. En ella se cruzan y entremezclan tradiciones occidentales, nacionales, locales y familiares. El nacimiento que se celebra en Belén, para creyentes y no creyentes, ha modelado nuestra cultura, nuestro calendario, nuestro arte y nuestra concepción de la dignidad humana. Negarlo o disimularlo, sea como forma de destrucción o en el mejor de los casos como actitud de “corrección política” no nos hace más neutrales; nos empobrece.

Una patria que renuncia a sus tradiciones se convierte en un mero territorio administrado. Una familia que no transmite su propio legado se convierte en una suma de individuos sin relato común. Una educación que no introduce a los hijos en ese patrimonio compartido los deja huérfanos de referencias.

Cinco consejos para trasmitir el legado a los hijos

  1. Da contexto a las tradiciones familiares Explica a tus hijos de dónde vienen y qué significan. Una tradición sin relato se vacía; con relato, se convierte en identidad.
  2. Recupera las tradiciones de tu pueblo, del de tus padres o de tu ciudad. No son folclore prescindible, sino memoria compartida que les proporciona raíces y pertenencia.
  3. Vive la Navidad con contenido, no como consumo. El belén, la liturgia y los símbolos cristianos no son añadidos: son el corazón de la celebración, incluso aunque no seas cristiano.
  4. Háblales de España como herencia, no como ideología. La patria no es un eslogan político, sino un legado común que merece respeto y gratitud.
  5. Asume que transmitir es tu responsabilidad. Si tú no transmites tradiciones, otros transmitirán rupturas. Educar es siempre tomar partido.

Cuando se diluyen las tradiciones, no se amplía la libertad: se vacía el sentido. Cuando se renuncia a nombrar la Navidad, no se gana neutralidad: se pierde identidad. Y cuando una sociedad deja de transmitir su legado, deja de educar y comienza a desarraigar.

La patria no es un sentimiento opcional ni una consigna política: es un patrimonio recibido. Como la familia, no se elige; se acoge. Y como todo lo valioso, exige responsabilidad. Conservar y transmitir tradiciones no es nostalgia: es resistencia cultural. Y la Navidad sigue siendo, por mucho que algunos la rebajen a “fiestas”, uno de los últimos espacios donde ese legado aún se hace visible, tangible y transmisible.

La patria no es un sentimiento opcional ni una consigna política: es un patrimonio recibido. Compartir en X

 

 

 

 

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