No cabe duda de que la cuestión de la inmigración es un tema crucial y polémico. También entre los cristianos. Lo es como toda otra cuestión vital en la que se enfrentan derechos antagónicos. En este caso, el de las gentes a buscar una vida mejor y el de las sociedades a velar por su bien común.
Nosotros podemos encontrar el camino pensando y actuando como lo que somos, y esto significa asumir los principios y fundamentos de la doctrina social de la Iglesia y tener la capacidad de aplicarlos a la situación concreta. Teorizar solo sobre los principios incurre en el sueño goyesco de la razón que engendra monstruos; fijarse solo en lo concreto, sin discernimiento moral y evangélico, acostumbra a terminar en el imperio del egoísmo.
Por eso aprecié mucho la aportación de J. D. Vance, el ahora vicepresidente de los Estados Unidos, cuando centró la cuestión bajo la perspectiva agustiniana (y tomista) del ordo amoris, el orden en el amor. Y debo confesar sin alegría que no entendí —sigo sin conseguirlo— la réplica que se tomó la molestia de producir el Papa en su carta a los obispos de Estados Unidos en relación con esta cuestión.
Que Dios me libre de toda idea de enmendar la palabra del Papa, aunque sea sobre cuestiones tan inmanentes como son aspectos de las políticas públicas, en este caso sobre la inmigración. Pero, al mismo tiempo, me siento en el deber de ser coherente con mi fe y con la fidelidad al Magisterio Pontificio, que se desarrolla en sus textos fundamentales, en el Magisterio de la Iglesia en su Tradición, empezando por dos de sus puntales fundamentales: san Agustín y santo Tomás de Aquino.
Esta es mi interpretación del ordo amoris en su aplicación concreta
San Agustín sostiene que el amor debe tener un orden jerárquico. El amor supremo es hacia Dios, seguido por el amor propio, la familia, la comunidad y, en último término, la humanidad en general. Esta estructura es clave para evitar el desorden moral y garantizar que el afecto no se diluya en un sentimentalismo abstracto que descuide responsabilidades inmediatas.
Desde esta perspectiva, el amor no es una simple cuestión de igualdad absoluta. Existen prioridades naturales que regulan las obligaciones morales. Por ejemplo:
- Se ama más a los hijos que a los desconocidos, lo que no significa odiar a estos últimos.
- Un gobernante tiene una obligación primaria con su pueblo antes que con los extranjeros.
- La caridad cristiana no puede anular la justicia ni la prudencia.
Para san Agustín, si este orden se altera, se genera un caos moral donde los afectos y las obligaciones se confunden.
La postura del Papa Francisco en su interpretación señala que el amor cristiano debe ser universal y sin excepciones, especialmente con los más necesitados, como los migrantes. Según su visión:
- No debe haber una distinción de obligaciones en función de la cercanía geográfica o comunitaria.
- La prioridad cristiana debe ser el amor al prójimo sin distinciones nacionales o políticas.
- El criterio principal es la compasión y la acogida.
En esta interpretación, la idea del orden en el amor queda diluida en favor de una caridad sin jerarquía, que obliga a tratar a todos con igual intensidad, independientemente de los vínculos naturales o legales; es decir, de las obligaciones formales contraídas con la ciudadanía.
Un planteamiento problemático
Este planteamiento me genera muchas dudas, porque, al defender la inmigración a toda costa, sin considerar si es masiva o no, su impacto sobre la población receptora y su efecto sobre las condiciones de vida y de justicia de autóctonos y extranjeros, es decir, prescindiendo de la realidad —sin la que la verdad es imposible—, se incurre en el abstracto universal de la teoría que señalaba al principio. Es el método ilustrado de señalar grandes principios para la humanidad para luego terminar como Haití.
Pero la cuestión, con ser importante, todavía es más amplia. Si todos deben ser amados de la misma manera, ¿qué sentido tiene el concepto de deberes prioritarios? ¿Un padre debe priorizar a su hijo sobre un desconocido? ¿Un gobernante debe velar primero por su nación antes de ayudar a otros países? ¿Un ciudadano tiene más obligaciones con su comunidad inmediata que con el resto del mundo?
La enseñanza agustiniana implica que no todos los amores tienen la misma exigencia moral. Alterar esto podría llevar a una confusión en las responsabilidades éticas. Por ejemplo:
- Si un gobierno abre indiscriminadamente las fronteras sin considerar sus responsabilidades internas, ¿no está abandonando su primer deber de proteger a su pueblo? ¿No es eso lo que sucede en Alemania después de la apertura de fronteras que en su momento realizó Merkel? ¿Existiría una derecha tan radical como la AfD sin aquel acto político?
- Si se igualan las obligaciones entre ciudadanos y extranjeros, ¿no se destruye la noción misma de comunidad política y justicia distributiva?
San Agustín enfatiza que el amor universal no anula el deber particular, sino que lo complementa. La caridad cristiana no puede ser sinónimo de un igualitarismo ingenuo. Es decir, amar al prójimo cercano no significa negar al prójimo lejano, pero sí establecer una jerarquía.
Un mundo sin jerarquía en el amor desemboca en un desorden donde los lazos familiares, comunitarios y nacionales pierden su valor. Esta idea, aplicada a la inmigración, justificaría políticas que ignoran los deberes del Estado hacia sus ciudadanos en favor de una filantropía globalista.
Desde un punto de vista práctico, ¿puede una nación asumir ilimitadamente las cargas de otros países sin desatender a su propia población? La respuesta es evidente en el caso de España, donde no existen suficientes recursos para atender a la población masiva de la inmigración ni a las personas autóctonas en situación de pobreza, empezando por los niños, un ámbito en el que batimos récords en Europa.
Conclusión
La acogida al extranjero debe equilibrarse con la obligación primaria de gobernar para el bien común de la comunidad propia.
Hay unas cuestiones claras:
A. El amor ordenado es necesario para que sea real.
Si el amor no tiene un orden ni una estructura jerárquica, se convierte en algo abstracto e irreal. Y si esto es así en el acto de amor, ya te digo yo en las políticas públicas.
B. En un mundo material y limitado, las prioridades son necesarias.
Aquí entra en juego un argumento de realismo político y moral:
Los recursos son finitos, el tiempo es limitado y las capacidades humanas tienen un alcance concreto. No se puede actuar como si el amor y las obligaciones fueran ilimitadas en un mundo donde la escasez es una realidad.
Por eso, el ordo amoris no es solo una cuestión moral, sino también una exigencia práctica de la vida humana.
C. El orden agustiniano expresa los afectos del alma.
Este punto es clave porque muchas veces el ordo amoris se malinterpreta como una simple jerarquía pragmática, cuando en realidad es una estructura interna del alma humana.
San Agustín no lo plantea como una imposición externa, sino como una consecuencia de la naturaleza del amor mismo.
Cuando este orden se respeta, la vida humana es armoniosa. Cuando se rompe, el alma se fragmenta y la sociedad cae en el caos. La sociedad desvinculada es precisamente la negación del ordo amoris: el amor cosmopolita y la negación de todo vínculo que signifique deber u obligación.
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un tema muy serio y que exige gran reflexion y oracion personal para interiorizarlo y vivirlo en consecuencia.