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Por un puñado de garbanzos

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Te promete el oro y el moro. Todo son promesas que sabe que no va a cumplir… y se queja de los ricos. Es un zalamero trotamundos bocazas que se paga la vida día a día haciendo trabajos a destajo, orgulloso y pagado de sí mismo, con un trato cordial que raya lo paranoico. Lo ves, salta a la vista. Pero tú pasas necesidad, y él parece que lo intuye, y así serás su nueva presa. Tienes que cogerlo o dejarlo. Es un trabajo a todas luces mal pagado, pero divertido, porque lo tienes todo virgen por hacer, en el que podrás dar rienda suelta a toda tu creatividad con total libertad… a la espera de tan prometedor futuro.

Él no te da ninguna información que puedas contar de él en la historia que tienes que montar para vender su alucinante empresa inexistente, que va sacando a trancas y barrancas de su mente retorcida. Y te pide que te la inventes, sin decirlo claramente. ¡Ni él sabe lo que quiere! Quiere en la historia lo mismo que en su bolsillo: duros a cuatro pesetas, el 1000 por 10. Te preguntas: “¿Debo hacerlo? ¿Es esto ético?”. Pides consejo a tus amistades, y te contestan todos a una: “¡Es lo que hay! Si te paga…”. Dada tu situación precaria en un momento en que tu economía sufre, te planteas a conciencia si es eso lo que Dios te pide, decidido como siempre a conformar tus obras a su voluntad. “No hay nada malo en ello”, te dices. Y sigues adelante.

Puestos manos a la obra, decidido a formar al trotamundos, vas creando en tu historial un perfil de empresa personal que se ajuste lo más posible a lo que ves que puede llegar a ser ese desalmado, para sacar de él lo mejor que tiene (que también lo tiene: no hay duda de que, lo que quieras de zalamero, pero tiene muy buen trato; y de eso abusa). Vas pensando que es una manera ética de ganarte el paquete de garbanzos hoy para seguir con vida mañana y poder coger al vuelo el trabajo bien pagado por el que suspiras. Y te aplicas “a conciencia”, procurando sacar de ese chanchullo el máximo rédito posible, para ti y para el trotamundos.

Avanzas como el burro a quien le han colgado delante de las narices una zanahoria con un palo, y así él va tirando del carro ansiando alcanzar en algún momento esa zanahoria… siendo en realidad una quimera. “¿Es eso vida?”. Ciertamente, no, pero te santifica, y eso es lo que cuenta: te estás ganando –piensas– el Cielo. De hecho, desarrollas tu yo más íntimo en ese trabajo, pasándotelo en grande, luchando por alcanzar el Cielo que Dios a cada momento te promete. Sueñas en las Bodas de Caná, donde Jesús convirtió el agua en vino, lo mismo que intentas hacer tú con el alma del zalamero trotamundos ese. Ves que todo depende de tu actitud: tú pon el agua, que Él obrará el milagro y la convertirá en vino (¡y no en un vino cualquiera, sino el mejor vino soñado!: Cfr. Jn 2,1-11).

Sigues adelante, y ahora te planteas si tu vida será siempre así, hasta que te viene un rayo de luz clara que te hace entender que eso es vivir y convivir en la selva virgen de la vida que nos hemos montado, donde eres como Tarzán en la jungla, y hasta a los cocodrilos les cierras el bocado y les retuerces el cogote. De esta manera, con tu actitud llena de esperanza y bonhomía, todos los animales de la jungla responden a tu llamada, el grito que a todos os hermana. No tienes ni un céntimo, pero eres feliz, porque no faltas a tu conciencia. “¿Conciencia?”. Vuelve tu dolor de cabeza.

Te duele tu caminar en esa jungla en que te has metido. Mientras avanzas, cada día está más claro que tu zalamero trotamundos es el típico enredabobos que trata de encontrar la vida en la sangre de los demás. “¿Conciencia?”. El típico que si consigue sobreponerse a la entera situación enrevesada que se monta en su mente inapropiada –delirantemente descolocada–, se convertirá en el típico mafioso que vive a cuerpo de rey a costa de la sangre de sus vasallos, estrangulándolos con contratos precarios y sin pagarles ni mal su jornal diario, mientras él viaja alrededor del mundo “porque le gusta”, dice él (ahora acaba de volver de Marruecos, “¡donde ha montado por primera vez en camello!”, coleando orgulloso). “¿Conciencia?”.

Estando sumido en estos profundos ramalazos, llegas al final de tu proyecto con el zalamero trotamundos, y aunque le das el 1000 por 10 que te pedía y él mismo te lo felicita, no te paga lo acordado, porque “¡no tiene dinero, tú te crees que es rico!”, de manera que te quedas colgando de tus cavilaciones sin sentir el suelo. Y entiendes que así es como va el mundo. Y hasta que no lo desmontemos, hermano, hermana del alma, seguirá erguido con el orgullo típico del encantador de serpientes, como castillo de naipes. Y eso hay que cambiarlo. No estoy llamándote a la revolución armada, sino a la revolución del espíritu, esa que vino a sugerirnos Jesús y que habla el lenguaje de la hermandad –pues, como Él mismo afirma, “todos somos hermanos” (Cfr. Mt 22,8)–. Él nos advirtió del peligro del Apocalipsis en caso de que no respondamos a su llamada al Amor. Pero también nos anunció que finalmente triunfará el Amor, que vendrá de la mano del Reino de Cristo (“ni ojo vio ni oído oyó ni pasó por el corazón del hombre las cosas que preparó Dios para los que lo aman”: 1 Cor 2,9; “habitará el lobo con el cordero, y el leopardo se acostará con el cabrito, y comerán juntos el becerro y el león”: Is 11,6). Eso es la metáfora que también Jesús nos explicó con la parábola del trigo y la cizaña: al final del tiempo, cada uno tendrá su merecido: “unos irán al Cielo, los otros al horno encendido” (Cfr. Mt 13,36-43), “donde el gusano no muere, y el fuego no se apaga” (Mc 9,48).

Llegados a este punto, despiertas de tus cavilaciones. Acabas por comprender que tú das a entender cómo quieres que te traten; por tanto, te tratan como tú les das a entender. Llega un momento en que ya es cuestión de dignidad. Y la dignidad es innegociable: o la defiendes tú, o la pierdes a los ojos de los otros… y hasta de ti mismo. Si decides perderla, el mismo Dios (ante Quien nunca la pierdes) se someterá a tu voluntad en tu elección, porque Él siempre respeta escrupulosamente tu libertad, por más que le duela el corazón. Por eso llegó a dejarse clavar en la Cruz. Esa Cruz que es prototipo de toda cruz, y que tú cogiste cediendo, cediendo… contradiciendo a tu conciencia con una caridad cristiana mal entendida. Ahora has llegado al final de tu proyecto, y te encuentras como el rey desnudo ante todos sus comensales. ¿Quién tiene la culpa? Ni Dios, ni el trotamundos; la tienes tú: faltaste a tu dignidad… por un puñado de garbanzos. ¡Aprende!

Llega un momento en que ya es cuestión de dignidad. Y la dignidad es innegociable: o la defiendes tú, o la pierdes a los ojos de los otros… y hasta de ti mismo Clic para tuitear

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1 Comentario. Dejar nuevo

  • Messerschmidt
    10 marzo, 2023 14:05

    Excelente artículo. Desgraciadamente, la inmensa mayoría de los que ofrecen empleo son «trotamundos» como el aquí descrito. El inmenso problema es que esa dignidad de la que habla el autor es para muchos desconocida. O mejor dicho, creen que dignidad consiste en tener una ocupación remunerada, la que sea, como sea, cualquiera es mejor que nada, cualquiera parece digna. Mantener la verdadera dignidad, no hacerse cómplice de la injusticia de la que se es víctima, requiere mucha sensatez y muchísimos y duros sacrificios.

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