En España hay tradiciones que nunca fallan. Algunas son entrañables, como los turrones en Navidad. Otras son menos dulces, pero igualmente recurrentes. Una de ellas es esta: cuando el socialismo español tiene problemas serios, saca a la Iglesia a pasear. No para venerarla, sino para utilizarla para pagar los platos rotos, como si fuera una figura de atrezzo destinada a reactivar una vieja pulsión anticlerical que, a pesar de los años, aún anida cómodamente en una parte de la población.
El mecanismo es antiguo y conocido. Funciona casi como un reflejo condicionado. El gobierno se atasca, los escándalos se acumulan, el relato se deshincha y, entonces, es necesaria una distracción moral. Y pocas cosas movilizan tanto como la imagen —convenientemente caricaturizada— de unos obispos “interfiriendo” en política. Es un clásico del repertorio, con partitura escrita hace casi un siglo.
Pero una cosa es la doctrina y otra, muy distinta, la práctica cotidiana de la Iglesia española, que lleva años confundiendo prudencia con silencio y neutralidad con ausencia.
Lo curioso del caso es que, en esta ocasión, la Iglesia no decía casi nada. O, al menos, nada decía que pudiera considerarse incendiario. Y esto es un problema: si no hay fuego, es necesario fabricar humo. Porque la Iglesia, aunque a menudo actúa como si hubiera renunciado a la vida pública, tiene una doctrina social que afirma exactamente lo contrario de lo que se le reprocha. Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco han repetido hasta la saciedad que la política es una de las formas más altas de la caridad cristiana, siempre que sea servicio al bien común y no partidismo. Pero una cosa es la doctrina y otra, muy distinta, la práctica cotidiana de la Iglesia española, que lleva años confundiendo prudencia con silencio y neutralidad con ausencia.
Como la Iglesia callaba demasiado, era necesario provocarla. Y aquí entra en escena Enric Juliana, hombre fuerte de La Vanguardia en Madrid y puente permanente del grupo Godó con la Moncloa. El domingo 14 de diciembre, aparece una entrevista con el presidente de la Conferencia Episcopal, monseñor Luis Argüello. Una entrevista peculiar, porque no existía motivo noticiable ni gira en torno a ningún tema concreto, sino que busca —con una habilidad muy periodística— una respuesta política.
La primera pregunta es directa: ¿qué debería hacerse ante el actual bloqueo político español? Argüello responde con una obviedad constitucional: en una situación crítica, la Constitución contempla tres vías —moción de censura, moción de confianza o elecciones. No propone ningún partido, no pide ningún voto, no señala ninguna sigla. Simplemente enumera mecanismos previstos por el ordenamiento jurídico.
Ya está. Ya tenemos la excusa.
Aunque el propio Argüello se apresura a aclarar que responde porque se le ha preguntado, el camino ya está marcado. Y el presidente Sánchez, con una rapidez digna de mejores objetivos, se lanza al cuello. Resucita frases de aroma antiguo, recuerda tiempos en que los obispos interferían en política —como si estuviéramos todavía en los años cuarenta del siglo pasado— e insta a la Iglesia a “respetar la democracia” y a “no interferir”.
Es una acusación curiosa: pedir que se aplique la Constitución es, al parecer, antidemocrático. Opinar, incluso de forma prudente, se convierte en injerencia. Y encima se construye el relato habitual: la Iglesia estaría alineada con el PP y Vox. La afirmación es tan falsa como funcional. Falsa porque Vox es probablemente el partido más crítico con la Iglesia en cuestiones clave como la inmigración. Funcional porque el relato no busca exactitud, sino un impacto emocional.
Este manual no es nuevo. Viene de lejos. El PSOE lo utiliza, como mínimo, desde 1931. Felipe González le matizó durante la Transición, con más inteligencia que fervor ideológico, pero Zapatero lo recuperó con entusiasmo, convirtiendo a la Iglesia en revulsivo electoral cuando el proyecto empezaba a deshincharse. Hoy, con un sanchismo claramente en fase de fatiga, el recurso vuelve a ser útil.
El mensaje está claro: un obispo no puede opinar sobre la situación política de su país, aunque lo haga en términos institucionales, prudentes y estrictamente constitucionales.
Naturalmente, no podía faltar el ministro de Justicia, Félix Bolaños, martillo oficial de los descreídos, siempre dispuesto a recordar a los demás qué pueden decir y qué no. El mensaje está claro: un obispo no puede opinar sobre la situación política de su país, aunque lo haga en términos institucionales, prudentes y estrictamente constitucionales.
Lo sorprendente es que esta acusación llega después de tres años sin presupuestos, gobernando con prórrogas, acumulando casos de corrupción, escándalos internos, asuntos familiares incómodos y una tendencia creciente a gobernar por decreto ley, una figura que debería ser excepcional, pero que se ha convertido en rutina.
Ante ese panorama, pedir una moción de confianza, una moción de censura o elecciones es simple sentido común democrático. Pero resulta que, si lo dice un obispo, es una amenaza al sistema.
El mensaje implícito es inquietante: los ciudadanos vinculados a la Iglesia serían ciudadanos de segunda, con derecho a votar, pero no a opinar sobre los asuntos comunes. Una concepción de la democracia bastante original, pero muy útil como herramienta de movilización electoral.
En definitiva, la Iglesia vuelve a pagar los platos rotos, no porque haya dicho algo extraordinario, sino porque el gobierno necesita un enemigo simbólico. Es una vieja estrategia, gastada pero todavía eficaz. Y, probablemente, no será la última vez.
Decir que aplicar la Constitución es antidemocrático sólo porque lo dice un obispo es una notable acrobacia intelectual Compartir en X





