La semana pasada se desató una polémica que nos interpeló a todos. María Pombo, una de las influencers más seguidas, habló abiertamente de su poca afición a la lectura.
Un soplo de realidad en redes sociales no viene mal. Aplaudo su sinceridad: le habría resultado muy fácil posar con El Quijote en las manos, pero eligió reconocer, sin postureo, sin el filtro de la vanagloria el poco tiempo que dedica a leer. Ahora bien, cuando hablamos de hábitos objetivamente buenos —leer, estar en contacto con la naturaleza, hacer deporte, comer sano, rezar— conviene prudencia. Nos guste o no, todos podemos convertirnos en referentes, espejos en los que alguien se mira, aunque no seamos conscientes
Ese libro que te hizo sonreír tumbado en la arena puede ser la chispa para que otro decida leerlo. No es algo nuevo: una generación de boomers aprendió a escoger tomarse una manzana, en lugar de picar un alimento procesado, después de ver a Meg Ryan recorrer la piel con el cuchillo hasta desprenderla en una sola tira, en el cine.
Además, imitando la naturalidad y sencillez de María Pombo, debemos reconocer que todo ser humano lleva dentro un motor particular y muy potente, que no se alimenta ni de electricidad ni de gasoil. Su combustible es un pozo de mezquindad que nos empuja a hacernos una pregunta simple: “Si él puede, ¿por qué no yo?”. Y entonces nos levantamos a correr, nos cuidamos, pintamos la casa o, incluso —aunque suene escandaloso— nos atrevemos a tener otro hijo. Nuestros hábitos, nuestra vida, sin darnos cuenta, pueden ser la chispa que encienda la motivación de los demás.
A este hilo se suma lo que escuché esta semana a un sacerdote: disfrutar de la cultura es contagioso. Y lo he comprobado personalmente. Cuando un niño te ve emocionarte con el Nessun dorma, también aprende a apreciarlo. Yo lo puedo garantizar: lo he comprobado en doce ensayos. De la misma forma, al escuchar las carcajadas de mi madre leyendo los Episodios Nacionales de Galdós, me picó la curiosidad de saber qué la divertía tanto. Los leí… aunque nunca me hicieron reír igual. Pero puedo afirmar en primera persona que: el gozo cultural no solo se transmite, se contagia.
De esas tres premisas —la fuerza del ejemplo, el poder del contagio y la sencillez honesta de María Pombo— se desprenden objetivos claros. Primero, reconocer con la sencillez que nos ha enseñado la influencer, lo que aún no hemos logrado, pero añadiendo nuestros propósitos de mejorar en esos hábitos objetivamente buenos: comer mejor, movernos más, leer más y, sobre todo, rezar más.
En segundo lugar, debemos compartir los hábitos buenos que nos fortalecen, nos hacen sentir bien y nos motivan. Hablar del libro que nos hizo sonreír, poner esa canción que nos ayudó a superar un momento difícil y, sobre todo, por encima de todo, compartir lo que sucede cuando rezamos: después de pasar un rato con el Señor o con la Virgen, nuestros problemas siguen exactamente igual, pero nuestra fuerza interior y la manera de enfrentarlos ha cambiado. Tenemos una verdadera obligación moral de transmitir, contagiar, con la «naturalidad Pombo», este gozo a quienes nos rodean.
Why not?
Nuestros hábitos, nuestra vida, sin darnos cuenta, pueden ser la chispa que encienda la motivación de los demás Compartir en X









