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Milagros pequeños para agendas imposibles, conciliación

Familia

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La conciliación, a fuerza de repetirse en folletos de recursos humanos y en promesas electorales ha ido perdiendo carne y nervio, parece invocar un equilibrio posible entre agendas apretadas y afectos.

Como si bastara con pulsar un botón para que el correo electrónico dejara de entrar a deshoras, los niños no tuvieran fiebre en días laborables, la compra se hiciera sola y el conyugue volviera a hablar con esa serenidad de los novios que todavía no saben cuánto cuesta sostener cada día lo prometido.

La realidad —tan terca, tan concreta— nos recuerda que el trabajo es un bien necesario y noble pero no es Dios, que el matrimonio es un sacramento y por eso pide fidelidad y cuerpo, y que la familia, si la tratamos como estación de servicio y no como casa, se nos desgasta por las esquinas y se nos rompe como unos zapatos usados sin cariño.

Vivimos, nos digan lo que nos digan las campañas corporativas de “pasión por el proyecto”, dentro de un régimen de disponibilidad perpetua.

Se confunde excelencia con desvelo y vocación laboral con ofrenda en holocausto.

Casi sin darnos cuenta, se nos va ese tiempo que era para el cónyuge, para los hijos, para Dios.

Menos mal que el matrimonio y la familia no se rigen por la lógica de la eficiencia sino por la gramática de la alianza. Ese aprender a perder razones para ganar paz, a preferir la comunión por encima de la victoria dialéctica.

Todo esto suena bastante ingenuo en tiempos de productividad y marca personal porque hemos olvidado que no hay proyecto más realista que el de hacerse santos en lo diario: regar la fidelidad con actos pequeños que sostienen la estructura del mundo.

Volvamos a la conciliación, el desgaste de las familias no llega de golpe ni con estrépito; llega a paso corto, con justificantes impecables, firmados por calendarios compartidos que discretamente colonizan la tarde del domingo, roban la sobremesa del sábado y empobrecen la cena de diario hasta convertirlo en un trámite esteril.

Así, sin malicia pero con resultado tristemente previsible, los hogares empiezan resquebrajarse a pesar de parecer hoteles bonitos, bien ordenados, en los que se duerme, se cena algo rápido y se reporta a toda prisa lo que falta por hacer mañana. Mientras, los niños aprenden la geografía del rostro de su padre o de su madre en el teléfono.

No exagero; todos hemos sentido esa punzada al llegar tarde a casa y descubrir que el beso de buenas noches ya fue dado, que la pregunta importante —“¿cómo estás?”— volvió a posponerse.

Alguien dirá, con razón, que hay sectores que exprimen y sueldos míseros. Por eso la conciliación no es únicamente una virtud privada, sino también una cuestión de justicia y de bien común.

Gracias a Dios, he visto matrimonios cansados recuperar el brillo con un pequeño gesto. En el fondo promover la “conciliación” es recordar que el trabajo sirve a la vida y no la vida al trabajo.

Hoy, si no puedes más, y no tienes tiempo, por una difícil conciliación, empieza por muy poco: piensa y reza con cariño por los tuyos y deja que Dios, discreto y eficaz, haga en lo pequeño su tarea de siempre: convertir el cansancio en casa. Es algo mínimo pero ponlo a trabajar a tu favor. Con estas migas el Señor hace su pan.

Sigamos con la esperanza activa de que se nos devuelva tiempo, presencia y descanso a las familias, cada semana.

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