El pasado sábado, durante una visita a Cáceres, intenté entrar en la iglesia concatedral de Santa María. Para mi sorpresa, me informaron de que la entrada costaba siete euros. Una cantidad quizá razonable si se tratara de un museo, pero difícil de aceptar cuando hablamos de una casa de oración.
No es un caso aislado: en muchas ciudades españolas se ha extendido la costumbre de cobrar entrada a los templos. Comprendo la necesidad de conservar el patrimonio, mantener edificios históricos y financiar restauraciones costosas. Sin embargo, no deja de resultarme chocante que acceder a un lugar de fe —espacio por definición abierto a todos— dependa de un precio de taquilla.
Recuerdo que en la catedral de Sevilla, aunque se cobraba por la visita turística, siempre quedaba libre el acceso a la Virgen de los Reyes, donde está el Sagrario. Era una forma inteligente y respetuosa de conciliar el culto con el turismo: quien quisiera rezar podía hacerlo sin pagar, y quien deseara visitar el monumento contribuía al mantenimiento.
En Cáceres, en cambio, la iglesia de San Mateo propone una fórmula más amable: sugiere un donativo voluntario, sin imponer una tarifa. Una invitación, no una exigencia. Esa pequeña diferencia cambia por completo el espíritu del gesto.
Pienso también en el British Museum de Londres, cuya entrada es gratuita. Es, sin duda, una de las instituciones culturales más visitadas del mundo. Su gratuidad no es una pérdida, sino una apuesta por la accesibilidad y por la imagen de un país que considera la cultura un bien común.
¿No podría aplicarse algo parecido a nuestros templos? Cobrar entrada a los templos puede parecer una solución práctica, pero quizá sea un error estratégico y pastoral. A fin de cuentas, el alma de una iglesia no se conserva solo con dinero, sino con la acogida.
Twitter: @lluciapou
En muchas ciudades españolas se ha extendido la costumbre de cobrar entrada a los templos Compartir en X



