A veces la llamada de Dios llega silenciosa, inesperada, descolocando incluso a quienes más desean el bien de sus hijos.
La maravillosa película “los Domingos”, de Alauda Ruiz de Azúa, —que muestra con admirable naturalidad la historia de una adolescente que descubre una posible vocación religiosa y cómo esto repercute en su entorno familiar y social— pone rostro a esta realidad que viven muchas familias cristianas: el desconcierto, el miedo, las preguntas… y también la inmensa belleza que late detrás de una vocación al sacerdocio o a la vida consagrada.
En un mundo donde casi todo se decide en clave de utilidad, éxito profesional o expectativas sociales, la irrupción de una vocación consagrada resulta, para muchas familias, un acontecimiento que remueve estructuras profundas. Pero la Iglesia siempre ha visto en estas vocaciones un regalo y una bendición, no solo para quien la recibe, sino para toda la familia. “Los padres deben respetar y acoger con alegría la llamada del Señor a uno de sus hijos para seguirle en la virginidad consagrada o en el ministerio sacerdotal” (CEC 2233).
La palabra clave es esa: alegría. No resignación, no miedo. Alegría.
La vocación religiosa no es renuncia: es plenitud
En nuestra cultura, la vida consagrada suele percibirse como una renuncia extraña, un sacrificio excesivo o, aún peor, como una pérdida de libertad. Nada más lejos de la verdad cristiana. Infinidad de grandes santos lo han afirmado a lo largo de la historia
San Agustín —que también conoció la resistencia familiar ante decisiones vocacionales— recordaba a las madres cristianas que “el hijo que sirve a Dios nunca se pierde”. San Juan Crisóstomo afirmaba que “la virginidad consagrada es una gloria para la familia que la entrega” o San Juan Pablo II que gritaba con fuerza a sus “queridos jóvenes”, “¡No tengáis miedo de Cristo! Él no quita nada, y lo da todo. Quien se da a él, recibe el ciento por uno. Sí, abrid, abrid de par en par las puertas a Cristo, y encontraréis la verdadera vida».
El sacerdote, la religiosa o el monje no abandona la vida, sino que la abraza desde su origen: Dios mismo. Encerrarse para siempre en un convento, es para muchos la mayor pérdida de libertad que puede existir, sin embargo, es en realidad, la forma más radical de afirmación de la libertad, porque la libertad encuentra su plenitud en la entrega. Y la familia tiene el privilegio —a veces doloroso, siempre fecundo— de acompañar ese descubrimiento.
El corazón paternal ante la llamada: alegrías y temores
Seamos sinceros: los padres decimos muchas veces que «queremos que nuestros hijos sean felices», pero después añadimos mentalmente «siempre que esa felicidad encaje dentro de mis planes».
Queremos lo mejor para ellos, pero lo medimos según nuestra propia unidad de medida.
Cuando un hijo expresa su deseo de ser sacerdote o religiosa, algunas familias reaccionan con alegría… otras con desconcierto… y algunas, por desgracia, con rechazo. Temen un futuro incierto, el celibato, la renuncia a una familia propia o la incomprensión social. Temen perder al hijo.
Pero hay una pregunta que conviene hacerse con humildad cristiana:
¿Qué derecho tenemos a pedirle a Dios que cumpla nuestros planes para nuestros hijos cuando Él quiere regalarles un plan mejor?
Los padres acompañan, iluminan, sostienen, pero no sustituyen la voz de Dios ni la conciencia personal del hijo. Por eso aceptar una vocación religiosa en la familia exige convertirse uno mismo: revisar las motivaciones, purificar los afectos, y aprender a ver con los ojos de la fe.
La vocación como bendición familiar
La familia cristiana es “vivero de vocaciones” (CEC 1656), por eso cuando Dios llama a un hijo, no se trata de arrancarlo de su hogar, sino de llevarlo a su plenitud. Toda la familia es llamada, de modo misterioso, a participar en esa misión. Lo experimentaron tantas madres y padres de santos, desde Santa Mónica hasta los padres de Santa Teresita o de San Ignacio, que comprendieron que la llamada de un hijo a la vida consagrada era un honor inmerecido.
Una vocación religiosa tiene la fuerza de purificar el amor familiar, porque recuerda a todos que la meta última no es el éxito, ni la seguridad, ni la vida cómoda, sino la santidad.
Una familia que recibe una vocación recibe, en realidad, una profecía: Dios sigue entrando en la historia, sigue eligiendo, sigue confiando en nosotros. Y no podría hacerlo sin la colaboración silenciosa —a veces heroica— de las familias cristianas.
Cuando la vocación aparece en la adolescencia
Muchos padres se preguntan: “¿Y si es una fase?”, “¿y si no está preparado?”, “¿y si se equivoca?”. Son preguntas legítimas. Pero toda llamada auténtica madura en el acompañamiento, en la dirección espiritual y en la libertad.
La tarea de los padres no es frenar la gracia, sino custodiarla, permitiendo que el hijo tenga espacios de silencio, oración, discernimiento y diálogo con la Iglesia.
Nadie está hablando de decisiones precipitadas, pero sería una temeridad tratar de apagar la llama que empieza a encenderse.
Como dice San Pablo: “No apaguéis el Espíritu” (1 Tes 5,19).
Cinco consejos para padres ante la posible vocación religiosa de un hijo o una hija
- Escucha sin miedo y sin ironías. Dale un espacio seguro para expresar lo que siente. Evita comentarios que ridiculicen o minimicen su inquietud espiritual. La vocación nace en la delicadeza.
- Acompaña, no dirijas. Tu misión no es decidir, sino ayudar a discernir. Fomenta la dirección espiritual, el retiro, la oración, el diálogo equilibrado con sacerdotes, religiosos o religiosas.
- Purifica tus miedos como padre o madre. Pregúntate sinceramente por qué te cuesta aceptar esa posibilidad. ¿Temes perder al hijo? ¿Temes el juicio social? ¿O simplemente no comprendes el valor de la vida consagrada?
- Fomenta una relación madura con Dios. Una vocación no nace del entusiasmo emocional, sino del encuentro personal con Cristo. Ayuda a tu hijo a vivir los sacramentos, la Eucaristía, la adoración y la vida interior.
- Recuerda que la vocación es un regalo para toda la familia. Dios no roba: regala. Si Él llama a alguno de tus hijos, está llamando también a vuestra familia a un amor más grande, más libre y más santo. Aceptarlo será fuente de paz y alegría profunda.
No tengamos miedo: cuando Dios llama a un hijo, en realidad está levantando a toda la familia.
Dios no arrebata, ensancha; no divide, multiplica. Por eso, cuando un hijo siente su llamada, el mayor acto de amor es dejarle seguir la voz que le hará plenamente feliz.






1 Comentario. Dejar nuevo
Esto ya ocurrió una vez en la historia de la Iglesia en un pueblo que se llama Lu Monferrato. Las madres de los chavales rezaban para que surgieran vocaciones en su propia familia y ofrecían a sus hijos a Dios para que fueran monjas y sacerdotes. Los resultados fueron espectaculares.