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Aumentan los eremitas «urbanos»

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Esta clase de vida se inició en Oriente, cuando miles de creyentes huyeron al desierto o a las montañas. Grutas y chozas se llenaron de solitarios que luchaban contra diablos tentadores. La fama de sus ayunos, de las penitencias, del silencio ininterrumpido, provocaba la afluencia de discípulos, y con frecuencia, el solitario se veía obligado a acogerlos, creando una comunidad a la que dar una regla.

La Edad Media se llenó de eremitas, que encontraban su sustento guardando cementerios, santuarios,… El Concilio de Trento, que desconfió de los anacoretas porque eran incontrolables, marcó su declive y éste concluyó en el Siglo de las Luces y la Revolución Francesa, que persiguió a estos fanáticos oscurantistas. En el siglo XIX, el eremita queda casi como un personaje de novela romántica.

Los eremitas modernos, cuyo número crece cada año, no buscan lugares inhóspitos, su lugar preferido son la buhardillas en los centros de las grandes ciudades. No es fácil localizarlos ni reconocerlos. Buscan el pasar desapercibidos, el silencio, la discreción. Son lo que podemos llamar “Eremitas urbanos”.

¿Por qué este crecimiento de ermitaños en la actualidad? Hay que decir que se trata de una vocación, una llamada. El exceso de insistencia en el compromiso con el mundo y el desbordamiento de las palabras, habladas y escritas han llevado a muchos a redescubrir la fuerza de la oración y el gozo del silencio.

El ermitaño da su vida por cosas inútiles, según el mundo. La sencilla regla que él mismo se escribe, prevé, sobre todo, horas de oración, de lectura espiritual, de meditación. En el ermitaño hay un rechazo radical de la lógica mundana, para la cual sólo la acción, la política, el compromiso social, las inversiones económicas, pueden cambiar el mundo para mejor.

El eremita urbano, ha respondido a una llamada que le ha hecho comprender que sólo quien entrega su vida por los demás, la salva, y que el modo más eficaz de amar y de ayudar es el de encerrarse bajo el anonimato, el silencio, la impotencia, creyendo hasta el fondo en los misteriosos vínculos de la “comunión de los santos”.

En la habitación de uno de ellos se encontró una inscripción, según cuenta el escritor Vittorio Messori, con el siguiente texto: “El que se va al desierto, no es un desertor”.

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