Lo sucedido con Charlie Kirk revela un cambio de época.
No se trata de discutir cada dato ni de entrar en la cronología microscópica de los hechos.
La realidad nos destapa y lanza sobre nuestra cara lo evidente: el odio viaja sin aduanas y contagia incluso contextos que inocentemente creíamos vacunados.
Vivimos un cambio de época en el que los códigos básicos ya ni siquiera se leen en clave derecha–izquierda, sino en algo todavía más pavoroso clave de enfrentamiento y deshumanización.
El dato turbador lo invade todo: es tecnológico, cultural y espiritual. ¿Qué los algoritmos y las redes sociales amplifican? Sí, pero no inventan de la nada el vacío maléfico que rellenan.
Bien es sabido que se describe esta dinámica como “polarización”: una vasta espiral de réplicas y contrarréplicas donde nadie escucha a nadie y cada cual exhibe su grueso inventario de supuestas verdades absolutas y agravios.
No hay confrontación, no existe el cotejo. Se ha cerrado la puerta al campo abierto del argumento y no se arriesga en ningún caso la propia hipótesis, bajo el fuego cruzado de objeciones reales.
Estar vivo
Pero preguntémonos ¿Qué mantiene vivo el corazón del hombre? ¿Cómo se mantiene palpitante la existencia cuando todo alrededor empuja a la cancelación, a la etiqueta, al automatismo del clan de turno?
Charlie Kirk demostró que sólo el diálogo sostiene ese latido del hombre. El diálogo como método de conocimiento, de misión y también como método de convivencia.
Dialogar de verdad comienza por renunciar a la ideología para rescatar el sentido común. En este caso, el otro no es un obstáculo para mi identidad sino una ocasión. Se trata de una presencia que me desafía a verificar lo que creo y a ampliar lo que sé.
En cambio, en la lógica del enemigo, que diariamente ronda por nuestras calles, el contrario, el otro es un rival a neutralizar. Por ello, primero se lo deforma, luego se lo denigra y, por fin, se lo elimina simbólica o socialmente.
El clima de choque y la cultura woke en la que andamos sumergidos nace de la simplificación, de la crisis del pensamiento, de la tentación de reducir el misterio humano a etiquetas que alivian el esfuerzo de comprender.
Tal vez por ello conviene recordar que la libertad no debería ser un accesorio de la vida, sino su condición interna. Es decir, la verdad no se impone, se propone.
Es más, si la salvación no fuera libre, ¿a quién le podría interesar? Esta es mayor la evidencia de que solo una verdad que respeta y engendra libertad puede tocar el corazón de nuestro tiempo.
Es curioso que la paradoja de nuestra época sea doble. Por un lado, el “políticamente correcto” a veces opera como censura previa que esteriliza el pensamiento. Por otro lado, el cinismo populista explota esa reacción para convertir cualquier límite en motivo de indignación.
El resultado de todo esto es absurdo: una sociedad saturada de respuestas sin preguntas. Una superficie de consignas y eslóganes donde nadie se siente apelado en lo íntimo.
Y sin preguntas verdaderas —las que ponen en juego el yo— no hay diálogo verdadero posible.
No hay que negar la gravedad del momento. Pero tampoco debemos dramatizar las cosas hasta la parálisis.
La historia nos muestra cómo el cristianismo nació sin apoyos de poder y, sin embargo, expandió una Verdad y una belleza que fue capaz de sostener familias, fundar hospitales, despertar universidades y alfabetizar pueblos enteros. ¿Cómo? Mediante un pueblo que se sabía perdonado y enviado, que daba razones de su esperanza y aceptaba ser contradicho, incluso hasta el martirio. Ese método —nada “estratégico” en clave de marketing— sigue vigente.
Todo esto requiere un gran trabajo por nuestra parte, renunciar a la tentadora comodidad de las ideologías.
La ideología es terriblemente seductora porque simplifica. No deja lugar a la Providencia, ofrece un mapa fijo, un culpable a mano, un “nosotros” sin fisuras.
El sentido común y la fe, en cambio, obligan a mirar y a rectificar, a aceptar que la realidad es más grande que las consignas políticas, a soportar firmes la complejidad sin caer en el relativismo.
Por eso el diálogo verdadero es tan necesario y por ello ha muerto Charlie Kirk.
Porque el verdadero diálogo no es blando, es exigente. Implica conversión continua, ya que el otro me corrige, me amplía, me devuelve de forma continua a la verdad de lo que digo creer.
Aquí hay una palabra final imprescindible. La Verdad no se propone contra la libertad ni a pesar de la libertad, sino precisamente porque cree en la libertad. En esta nueva época no debemos ser apóstoles de un sistema sino testigos de un encuentro.
Si el diálogo no se percibe como una respuesta a la humanidad —no a un equipo o a una tribu—, entonces fracasa en su origen.
De poco sirve surfear sobre la espuma de la trascendencia si no buceamos hasta el fondo del deseo humano y llegamos a ese clamor de justicia, de belleza y de verdad que ninguna mundanidad sacia.
Tal vez por eso nos conmociona tanto, ver a hombres y mujeres como Charlie empeñados en “cambiar el mundo para bien” a partir de esa certeza mínima pero decisiva: que el otro no es mi enemigo, que puedo comprender algo verdadero de mí precisamente al dejar que su diferencia me toque.
Si hoy, como intentó Charlie Kirk, somos capaces de mantener vivo ese método, quizá podamos volver a la mesa del desayuno del bar sin miedo a lo que traen los titulares.
No porque el mundo sea menos duro, sino porque habrá más hombres y mujeres libres, capaces de hablar de lo que pasa sin odio. Corazones que no se resignan a la lógica del enemigo y que renuncian a las ideologías por amor a la Verdad. Seamos pues los protagonistas de esta nueva época.







