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El conflicto de la Modernidad con la tradición y el Modernismo

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La Modernidad se opone a la tradición por sistema muy pronto. Griffin[1], siguiendo a Peter Osborne y su The Politics of Time, sitúa el asentamiento inicial de este antagonismo en 1800. Pero su origen, claramente visible por sus efectos, en fecha anterior, la que marca la Revolución Francesa. En aquel tiempo el enfrentamiento adquirió tintes sangrientos debido a la voluntad férrea de reducir a la nada todo lo precedente, comenzando por la imposición de un nuevo calendario y continuando por lo mas enraizado, la religión. La forma con que se celebra el tiempo y el hecho religioso son dos componentes estructurales de la tradición. En el genocidio de la Vendée encontramos la primera manifestación de la liquidación sistemática de seres humanos en defensa de la ‘Razón’, un precedente de lo que con tan terribles resultados sistematizaría el siglo XX europeo. La primera respuesta a estos excesos llegaría de pensadores favorables a la tradición, como Edmund Burke, germen del pensamiento conservador, y de Joseph de Maistre, una persona clave en el razonamiento de la tradición. También deliteratos y políticos como Chateuabrian. A partir de este momento, la defensa de la tradición resulta antagónica con la Modernidad.

Pero ya a medianos del siglo XIX surge otra perspectiva crítica, la del Modernismo. No se trata en este caso de una respuesta en nombre de lo trasmitido que ha sido rechazado y perseguido, sino en nombre del futuro. La combinación de la pretensión Ilustrada, que eclosiona con la Revolución Francesa y la Revolución Industrial, muestran simultáneamente su capacidad hegemónica y su impotencia para aportar estabilidad a la sociedad y la cultura. El periodo de revoluciones europeas entre 1847 y 1848 lo ejemplifican. En Europa se inicia un periodo de trágica inestabilidad que no terminaría hasta un siglo después, en un conflicto a tres bandas entre ideas surgidas de tres polos distintos: la defensa racionalizada de la tradición que se manifiesta en la corriente tradicionalista, y sobre todo conservadora, con el cristianismo como una componente decisiva; la Modernidad que se expresa sobre todo en la concepción liberal, y también radical; y el Modernismo que genera las respuestas mas revolucionarias a derecha e izquierda, el fascismo y el comunismo, y la expresión socialista pasada por el tamiz liberal de la socialdemocracia. A vuelo de pájaro y grandes rasgos, la nueva geografía cultural y social que describe todo esto es de una gran confusión. En su detalle aparece plagado de tragedias humanas. Nunca en un siglo se han concentrado en Europa tanta destrucción, muerte, desorientación cultural, y perdida de significado de la vida. Todo esto, no podía ser de otra manera, iba a tener unos poderosos efectos sobre la creación artística y la dinámica cultural.

El Modernismo surge como fuerza cultural que reacciona ante lo que considera la decadencia de la Modernidad, porque considera que no es portadora de progreso, sino de retraso y decadencia. Constituye una respuesta a la idea de pesimismo que parece enraizarse a causa de los efectos de la Modernidad. Como señala Griffin,[2]La historia contemporánea se convirtió así en una paradoja permanente de crecimiento exponencial en productividad, tecnología, en conocimientos, en riqueza de las clases medias, en poder imperial, en afirmación nacional (capitalista), y en movilidad social, en detrimento de la belleza, significado y la salud tanto física como espiritual. La historia se precipitaba hacia ninguna parte y lo hacia mas rápido que nunca”.

Constatemos, pues, que la Modernidad constituye muy pronto un movimiento complejo, que tiene como una de sus grandes consecuencias la perdida del horizonte de sentido para la sociedad, y de significado para muchas personas. Si no hubiera sido así no habría surgido el Modernismo con la fuerza con que lo hizo. En su heterogeneidad se presenta como una respuesta que busca sentido y valores a la vida humana en forma de indagación, en ocasiones virulenta. Y llegados a este punto conviene un subrayado: lo que el Modernismo señala es precisamente el mismo déficit que mueve la reacción de la tradición. Coincidencia sobre lo que falta, lo que esta mal, con una diferencia radical entre en el tipo de respuesta y el método para hallarla. La tradición la busca en el pasado, con razón y sensatez en unos casos, de manera inmoderada en otros. El Modernismo por su parte lo fía todo a la novedad para encarar el futuro de la civilización occidental. Y en esto, otro punto de contacto entre las dos curvas con orígenes y destinos distintos, la de la tradición y la del Modernismo. Ambos constituyen la preocupación por la destrucción que la Modernidad significa para la civilización occidental. Tradición y Modernismo son dos respuestas a los déficits sistémicos de la Modernidad, pero ambos en la formas que adoptaron han resultado incompletos en un caso, inadecuados en otros, para alcanzar una verdadera respuesta a los problemas causados por la Modernidad.

Desde el propio pensamiento moderno los críticos de la Modernidad son tan numerosos que merecerían un diccionario. Por ejemplo, Jurgen Habermas, por situar un referente vivo y cercano, cuyos trabajos constituyen una critica durísima del positivismo, la ciencia, la técnica, y la burocracia estatal propias de la Modernidad. Ahora bien, tanta crítica ha generado una gran dinamismo cultural, pero al mismo tiempo ha resultado bastante improductiva desde el punto de vista de la resolución de los problemas que la Modernidad ha ocasionado. De esta manera, la Postmodernidad constituye una acumulación de problemas irresueltos a los que se añaden los que han surgido con ella. Sostengo que en este fracaso en la respuesta radica el antagonismo antes descrito, entre valor y significado de la tradición por una parte, y la pretensión de encarar el presente y el futuro sin atender para nada a lo que aquella nos informa, por otro lado. Porque, ¿cómo puede haber conciencia de civilización sin conciencia del pasado y del legado que nos trasmite? Y esto es tradición, sin ocuparse de las bases de cómo asentar el futuro. Acudamos a MacIntyre, como en otras ocasiones, cuando finaliza su Tras la Virtud en términos de esperanza y espera: “Y si la tradición de las virtudes fue capaz de sobrevivir a los horrores de de las edades oscuras pasadas, no estamos enteramente faltos de esperanza. Sin embargo, en nuestra época los bárbaros no esperan al otro lado de las fronteras, sino que llevan gobernándonos hace tiempo. Y nuestra falta de conciencia de ello constituye parte de nuestra difícil situación. No estamos esperando a Godot, sino a otro sin duda muy diferente, a San Benito[3].

Ante este relato, que enlaza su idea del presente en el como encarar el futuro, no resulta una exégesis excesiva si recurriendo a la apelación a San Benito reconocemos que la respuesta se halla en el encuentro fructífero entre la construcción de las bases para un futuro y de un orden nuevo, con la pertenencia a nuestra tradición cultural, cuyo vector cristiano doble ha sido capaz de preservar buena parte del saber de los clásicos, desarrollarse en la Modernidad y la Postmodernidad hasta constituir la única concepción capaz de restituir un orden objetivo en la concepción del mundo y el lugar y sentido en el del ser humano, en unos términos que no solo lo coartan. Solo hace falta comparar en su sentido profundo la idea de interés general, propia de la Modernidad, con la de bien común para comprender la extraordinaria capacidad personalizadora que posee nuestra tradición cultural cristiana.

Josep Miró i Ardèvol, presidente de E-Cristians y miembro del Consejo Pontificio para los Laicos

 


[1] Ob Cit p 81

[2] Roger Griffin ob cit pag 83

[3] Alasdair MacIntyre Tras La Virtud Critica 2009 (1984) Barcelona p 322

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