El repudio incrédulo de Jesús en su patria de Nazaret está en contraste con los relatos precedentes, expuestos con la finalidad de suscitar la fe. La mujer sencilla del pueblo había creído y Jairo, el jefe de la sinagoga, había acudido a él lleno de confianza. Es precisamente en su patria donde Jesús choca con la incredulidad. El ministerio de Jesús no resulta evidente para sus contemporáneos, el misterio de su persona se les esconde más de una vez bajo sus grandes milagros. Muchos no salen de su asombro (cf. 5,20), y en la resurrección de la hija de Jairo la multitud se burla incluso de Jesús. La paradoja de la incredulidad no hace más que destacar con mayor relieve entre las gentes de Nazaret; son el caso típico de quienes «ven, pero no perciben; oyen, pero no entienden» (4,12). Se trata de la misma experiencia y enseñanza que expresa el cuarto evangelista al final del ministerio público de Jesús: «A pesar de haber realizado Jesús tantas señales en presencia de ellos, no creían en él» (Jn 12,37).
Descubrimos aquí la otra línea que perseguía el evangelista mediante esta sección: el hecho de la incredulidad y su carácter incomprensible. Parece que Jesús se presenta ahora por vez primera en la sinagoga de su patria como maestro. La exposición rebosa ingenuidad y vida. Jesús, como ocurre en Lc 4,16-21 aunque todavía de un modo más gráfico e impresionante, hace uso del derecho que asiste a todos los israelitas adultos de hacer la lectura bíblica y su exposición. Pero sus paisanos están asombrados de que tenga la capacidad de hablar tan bien y de interpretar la Escritura. Nada se dice aquí de la «autoridad» de Jesús (Lc 1,22), ni escuchamos nada acerca de su pretensión de que «hoy» se cumplan los vaticinios proféticos (Lc 4,21). Nada de ello le interesa aquí al narrador; le basta con que exista un asombro incrédulo. Se habla ciertamente de los prodigios realizados en otros lugares, pero a Jesús se le niega la fe.
Los habitantes de Nazaret conocen a Jesús como «el carpintero» o -según otra lectura- «el hijo del carpintero». Jesús ha ayudado a su padre en el trabajo y con él ha aprendido el oficio manual. También se le conoce como «hijo de María» y «hermano» de otros hombres que forman su familia. También sus «hermanas» habitan allí, como miembros más o menos lejanos del clan afincado en Nazaret. Por ello la gente no puede entender que Jesús tenga algo especial y se escandaliza en él. Es la palabra típica para indicar el tropiezo en la fe, y que también ha entrado en el lenguaje comunitario (Lc 4,17). Para cuantos lo leen, el episodio constituye una severa señal de advertencia: quienes piensan conocer a Jesús, no le comprenden y se alejan de él. Hay muchos tropezones y caídas en el terreno de la fe. Hasta los discípulos más allegados a Jesús han tomado escándalo de él en una hora oscura: cuando Jesús se dejó conducir sin resistencia alguna por sus enemigos (Lc 14,27-29). A sus paisanos incrédulos les lanza Jesús una palabra, que tal vez fuese proverbial entre ellos: «A un profeta sólo lo desprecian en su tierra».
Los enviados de Dios es precisamente en su patria donde encuentran la oposición y el repudio. Así, Jeremías no puede por menos de quejarse de que sus conciudadanos alimenten contra él intenciones malvadas y hasta atenten contra su vida (Jr 11,18-23). No otra es la suerte que espera al último enviado de Dios, que está por encima de todos los profetas. En la actitud de los nazarenos se anuncia ya a los lectores cristianos el misterio de la pasión de Jesús; pero en el destino de su Señor reconocen también su propio destino. Jesús se ha apartado de sus parientes y se ha creado una nueva «familia» (cf. 3,35) y también sus discípulos lo han abandonado todo por causa del Evangelio (10,30). Los discípulos de Cristo tienen que comprender que habrá discordias en las familias por causa de la fe (cf. 13,12). A la sentencia del profeta que originariamente sólo es despreciado en su propia «tierra», ha añadido expresamente el evangelista «entre sus parientes y en su casa».
Con frecuencia Dios no ahorra esa amargura a los que llama. La consecuencia de la incredulidad es que Jesús no puede realizar en Nazaret ningún gran milagro, sino que cura simplemente a algunos enfermos imponiéndoles las manos. ¿Por qué no «pudo» Jesús actuar allí con plenos poderes? Nada se dice al respecto, aunque tampoco aparece por ninguna parte la salida apologética de que Jesús no pudo obrar porque no quiso. Según el pensamiento bíblico es Dios quien otorga el poder de hacer milagros. Habría, pues, que concluir que es el mismo Dios quien ha señalado el objetivo y los límites al poder milagroso de Jesús. Jesús no debe llevar a cabo ningún portento allí donde los hombres se le cierran con una incredulidad obstinada. Todo su ministerio está subordinado a la historia de la salvación, al mandato del Padre. Las palabras de Jesús en el Evangelio de Juan suenan como un comentario: «De verdad os aseguro: nada puede hacer el Hijo por sí mismo, como no lo vea hacer al Padre» (5,19). Los milagros ostentosos, que los incrédulos requerían de él, los ha rechazado siempre. La generación perversa que reclama un signo del cielo le hace suspirar (8,11s). Esto es también una enseñanza saludable para la fe que no debe impetrar ningún signo evidente ni pruebas definitivas. Jesús «quedó extrañado de aquella incredulidad». Con esta frase se cierra el relato haciendo que el lector siga meditando sobre el enigma de la incredulidad.
Actualización
1. Muchas veces nuestros familiares y amigos al notar un cambio positivo en nuestra persona al Evangelio nos llaman loco, no entienden que se ha renacido nuevamente del Espíritu y que el que sigue a Dios ha encontrado el verdadero camino, un camino con luces y sombras, pero que al final nuestra mayor ganancia es haber hecho lo que teníamos que hacer.
2. El ser humano debe dejar la incredulidad, debe estar convencido de que el único que tiene el poder para cambiar las cosas es Dios, él es el creador de cielo y la tierra y de cuanto existe en ella, él envió a su hijo Jesucristo para rescatarnos y darnos vida en abundancia.
3. El evangelista dice que Jesús “no pudo” (οὐκ ήδύνατο gr. ouk édúnato de dúnamai) realizar alguna milagro, salvo a unos pocos enfermos, es decir Jesús no tuvo poder, no fue capaz de realizar el milagro que muchos necesitaban por su incredulidad. Siempre en mis prédicas y conversaciones he comentado que Jesús no cambia a nadie a menos que alguien esté dispuesto a cambiar, tiene que abrir el corazón, invitar a ese amigo que es capaz de cambiar el curso de los acontecimientos.
4. Cuando en nuestras parroquias nos cierran de alguna manera la puerta a la Evangelización no debemos desanimarnos, debemos buscar otros lugares donde presentar la Buena Nueva (Mc 6,10-11), Dios siempre nos presentara nuevos horizontes para expandir su santa Palabra.