Jesucristo dijo poco antes de Su Pasión que no hay amor mayor que el de aquel que da la vida por sus amigos. Él, dándonos ejemplo, se sacrificó por todos, consiguiéndonos el perdón de nuestros pecados ante el Padre y abriendo las puertas al Cielo. Tras Su Resurrección, el sacrificio judío, material y legal, se vio reemplazado por el sacrificio cristiano, que se orienta al corazón del creyente. Está escrito: «[…] quitaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne.» (Ezequiel 36:26-28). El sacrificio de Cristo, inocente, cambia nuestro paradigma: nos hace mártires, incluso en lo más banal de nuestra cotidianeidad.
Además del sacrificio de un inocente y del martirio, la Biblia habla del sacrificio de nuestras fuerzas. San Pablo dice de sí mismo en la segunda carta a los corintios que «con gusto se gastará y se desgastará hasta dar la vida por ellos (los corintios)» (2 Corintios 12:15). ¡Desgastarse por completo por una comunidad cristiana de la cual le habían llegado noticias de inmoralidad y rebeldía! ¿Y si la corrección fracasa? ¿Y si el sacrificio es en vano? Es probable que San Pablo se hiciese también estas preguntas, como muchos cristianos.
El instinto de supervivencia nos ordena evitar situaciones por lo pronto insalvables. El cuerpo nos pide encogernos de hombros y dedicarnos a otra cosa, y he aquí el intento paradójico del cristianismo: darnos del todo sin recibir nada para que, siendo movido el prójimo por nuestra total entrega, surta efecto el sacrificio. Hay aquí fe en el plan de Dios, que promete arreglar aquello para lo que nosotros no vemos solución.
Entonces, ¿debemos insistir y desgastarnos por amor al prójimo, aun en un callejón sin salida? Sí y no. Dios no nos pide sino que invirtamos bien nuestro tiempo y talentos aquí en la tierra. Si, tras sopesar nuestras situaciones particulares concienzudamente decidimos seguir adelante con nuestros planes, Dios nos escuchará y, necesariamente, nos dará, o bien fuerzas para completarlos, o discernimiento, claro y directo, para abandonarlos. Pues por muchos fue derramada Su sangre, no por todos, o sea, hay quien lo rechazará. Y, ¿qué sentido tiene trabajar por quién rechazará? Pues se nos advirtió: «No deis lo santo a los perros, ni echéis vuestras perlas delante de los cerdos, no sea que las pisoteen, y se vuelvan y os despedacen.» (Mateo 7:6)
Al ser el martirio connatural al cristianismo, es frecuente que los cristianos estén ciegos y no vean hasta dónde deben entregarse. Hay que decirlo: no todos nuestros esfuerzos son válidos. Es más, algunos son completamente opuestos a la voluntad de Dios. Él, que nos ha dotado a cada uno con talentos particulares, no se complace en vernos perder Su tiempo tratando de salvar obstáculos infranqueables. Creo que el sacrificio tiene un límite. Los cristianos hemos de pedir a Dios que nos ilumine, para saber verlo, y que nos sujete, para saber llegar hasta él. A partir de ahí, otra puerta se nos abrirá.
El amor al prójimo y el sacrificio son valores intrínsecos e inseparables del cristianismo. Y, con todo, ¿podemos hablar de sacrificios inútiles, de sacrificios exagerados, inapropiados? Compartir en X




