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Reflexión con el Salmo II

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La condición humana, a pesar de lo que diariamente los medios de comunicación se obstinan en querer hacernos ver, no ha cambiado en esencia.  Y no sólo eso, sino que además, desde nuestra óptica de cristianos, constatamos que frecuentemente pasajes del Antiguo Testamento, muy alejados en el tiempo, reflejan casi exactamente nuestras circunstancias.  El Salmo Segundo constituye todo un fresco donde podemos fácilmente sentirnos representados frente a la presión anticristiana y antihumana a la que se nos somete.  Sin embargo, resulta especialmente reconfortante verificar siguiendo las palabras del Salmo que, a pesar de todo, de todas las dificultades, no estamos solos, contamos con Dios, o, mejor dicho, Dios quiere contar con nosotros.

Por qué se amotinan las gentes,

y los pueblos meditan proyectos vanos?

Se han armado los reyes de la tierra

y los príncipes se han coaligado

contra el Señor y contra su Cristo:

“¡Rompamos sus ataduras

y arrojemos lejos de nosotros su yugo!”  (Salmo II, 1-3)

¡En cuántas ocasiones nos encontramos acreditando lo obvio, lo más elemental en el orden natural frente a todo un marasmo de insensatez!  Somos cristianos y nos ha caído en suerte la salvaguardia de lo puramente humano.  Nuestra argumentación no es sobre la liturgia de los sacramentos o el precepto dominical, sino que efectivamente salimos a la calle para defender la vida humana en su fase más incipiente o en su ocaso natural.  Defendemos el amor permanente y fecundo del hombre y la mujer y el cuidado amoroso de los hijos que son su fruto.  Defendemos la bendita gratuidad de la existencia de cada ser humano: cada hombre, cada mujer es un bien en sí mismo, bien precioso y único que no puede ser instrumentalizado mediante ninguna esclavitud.  Defendemos la auténtica libertad que se ejerce sin coacción después de haber accedido a la verdad.  Y comprobamos de manera casi tangible esa rebeldía de las gentes, de los pueblos.  Abunda la maldad.  El odio a Dios se transforma en odio al hombre, que es su imagen, y se cae en una espiral de iniquidad que justifica el exterminio de los más débiles, de los enfermos, de los ancianos.  Se desvirtúa la naturaleza del matrimonio, desgajando el amor, la entrega mutua, del don de la procreación y, una vez perpetrada esa falsificación, se establecen como verdadero matrimonio relaciones obscenas, destructivas e impropias de la dignidad humana.  El grito amargo de rechazo a todo lo que haga referencia a compromiso con Dios se plasma en la elaboración y promulgación de leyes injustas, que no sólo no frenan el mal, sino que lo instauran plenamente y oprimen a los que obran bien. 

El que habita en los cielos se reirá de ellos,

se burlará de ellos el Señor.

Entonces les hablará en su indignación

y les llenará de terror con su ira.  (Salmo II, 4-5) 

Es inútil la búsqueda de la felicidad negando a Dios.  Sólo el que nos ha creado tiene las claves de nuestra íntima naturaleza.  Sólo el que fabricó el instrumento conoce el secreto de su buen funcionamiento.  Por eso, por más que se obstine el hombre en obrar con independencia de toda imposición moral transcendente de origen divino, no logrará obtener la paz interior que en el fondo ansía.  En efecto, los frutos de la maldad son la desolación y la tristeza.  ¡Qué malogrado y ridículo es tanto esfuerzo en instaurar el propio capricho como medida de todo para obtener a cambio un pago tan deprimente!  Paradójicamente, es el hombre el único ser que se llena, que alcanza su plenitud, cuando se vacía de sí mismo.  El egoísmo y los deseos vanos esterilizan, sólo el compromiso y la generosidad generan consecuencias positivas. La mayor desgracia para la criatura humana es la cerrazón a la amistad con Dios, la ceguera que impide verle lleno de ternura y comprensión, que amonesta con el fin de lograr la conversión del hijo extraviado.  Su ira, su indignación es la de un padre lleno de misericordia. Sin embargo, ¿Cuál es la venganza de Dios? ¿Cómo reacciona al comportamiento insensato de la criatura que más ama?

“Mas yo he sido por Él constituido Rey

sobre Sión, su monte santo,

para predicar su Ley.

A mí me ha dicho el Señor: “Mi Hijo eres Tú. Yo te he engendrado hoy.

Pídeme y te daré las naciones en herencia

y extenderé tus dominios hasta los confines de la tierra.

Los regirás con vara de hierro

y los quebrarás como a vasos de alfarero”  (Salmo II, 6-9)

El Señor siempre responde con el bien.  Se enfrenta al mal con la entrega de Sí mismo, Bien infinito.  Sofoca las llamas de la maldad con el enorme diluvio de su amor.  El momento de mayor injusticia, de la iniquidad más profunda, cuando la Suma Inocencia muere clavada en la cruz, es el momento de nuestra justificación, de la  más grande amnistía.  Ésta es la venganza de Dios.  Así ¿podrá extrañarnos que debamos ahogar el mal con la abundancia de bien? Con eso no hacemos más que imitar, teniendo en cuenta nuestras propias limitaciones, a nuestro padre Dios.  Opongámonos, pues, a la cultura de la muerte con la cultura de la vida, al egoísmo caprichoso con la generosidad llena de compromiso, a la mentira con la verdad, a la opresión con la libertad.  Nada podemos temer, los obstáculos exteriores e interiores se romperán con la fragilidad del barro si ante ellos ponemos la santa cruz.  Esta -la señal del cristiano- es nuestra barra de hierro, nuestra fortaleza.

Ahora, pues ¡Oh reyes! Entendedlo bien:

Dejaos instruir los que gobernáis la tierra.

Servid al Señor con temor

y ensalzadle con temblor santo.

Abrazad la buena doctrina, no sea que al fin se enoje

y perezcáis fuera del buen camino.

Cuando, dentro de poco, se inflame su ira,

bienaventurados sean los que hayan puesto en Él su confianza.  (Salmo II, 10-11)

Termina nuestro salmo plasmando lo que debería ser nuestra norma de conducta: dar doctrina, estimular a hacer el bien, advertir sin descanso de las consecuencias del mal y, al mismo tiempo, invitar a poner en Dios toda nuestra confianza.  Contamos con Él y Él quiere contar con nuestra fidelidad.  Merece la pena, pues, estar a Su lado, para que nuestras pequeñas acciones humanas sean enriquecidas con la eficacia divina y  puedan cambiar el mal en bien, el odio en amor.

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