Cada 7 de julio, la Iglesia celebra la memoria de san Fermín, obispo y mártir, patrón de la ciudad de Pamplona y figura clave en la evangelización del norte de la península ibérica.
Aunque su fiesta se ha hecho mundialmente conocida por los encierros y celebraciones festivas que sacuden Pamplona cada verano, detrás del ruido de cohetes y del pañuelo rojo al cuello hay una historia profunda de fe, entrega y martirio.
Pamplona, tierra de encuentro
Pamplona, conocida como Pampilón por los romanos y Iruña para los vascos, es una ciudad de orígenes antiguos situada en una posición estratégica entre montañas y atravesada por el río Arga.
Este cruce de caminos entre las tierras de Aquitania y los fértiles campos del Ebro fue también el escenario del nacimiento de la fe cristiana en Navarra, sembrada por misioneros enviados desde las Galias. San Fermín es considerado el primer fruto de esa siembra.
Hijo de Firmo, un funcionario romano, y de Eugenia, noble matrona, Fermín nació en un ambiente todavía impregnado por el paganismo. No solo por el politeísmo romano, sino también por las creencias ancestrales que rendían culto a elementos de la naturaleza. En este contexto, la llegada del presbítero Honorato, enviado por el obispo san Saturnino desde el sur de la actual Francia, fue decisiva. Honorato instruyó en la fe a Firmo y Eugenia, y el mismo obispo Saturnino vino más tarde a bautizarlos, junto con otros primeros cristianos de la región.
Fermín, primer obispo de Pamplona
Poco después de recibir el bautismo, Fermín partió a las Galias, donde se formó, fue ordenado sacerdote y, finalmente, consagrado obispo. Volvería a Pamplona como su primer pastor, organizando la comunidad naciente, ordenando presbíteros y fortaleciendo la vida cristiana en una tierra aún inestable en la fe.
San Fermín no se contentó con su tierra natal. El fuego misionero le llevó a cruzar fronteras para anunciar a Cristo.
Las crónicas lo sitúan en regiones tan diversas como Agen, Auvernia, Angers, Anjou y Normandía. Incluso fue encarcelado en Beauvais, según algunas fuentes. En Amiens –ciudad que también lo honra como patrón, aunque celebra su memoria en otra fecha– terminó su misión con el martirio: fue decapitado por proclamar a Cristo.
La herencia de san Fermín
Aunque los datos históricos son escasos y a veces discutidos por los expertos, el testimonio de san Fermín permanece como un faro de evangelización.
Fue un hombre valiente, con una audacia inusual en su tiempo, que dedicó su vida a hacer presente el Evangelio en lugares que no lo conocían.
Es, por tanto, un modelo de misionero para nuestros días.
Sus restos, según la tradición, fueron recogidos por un neoconverso llamado Faustiniano y enterrados en su propiedad, hasta ser trasladados más tarde a la iglesia que el propio Fermín habría fundado.
Con el tiempo, las reliquias del santo se dividieron entre Amiens y Pamplona, testimonio de la huella que dejó en ambas tierras.
¿Qué queda hoy de san Fermín?
En los encierros de Pamplona y en la efervescencia de las fiestas de julio, hay un eco del fervor religioso que marcó sus orígenes.
Aunque muchos hoy celebren sin tener en cuenta la dimensión espiritual de san Fermín, aún se reza la novena, se celebran misas solemnes y muchos fieles siguen encomendándose a su intercesión.
Como cristianos, estamos llamados a redescubrir al santo detrás de la fiesta. No se trata de apagar la alegría, sino de orientarla. San Fermín no es solo un motivo de orgullo cultural, sino una semilla de fe que dio frutos en circunstancias difíciles. Su figura nos interpela hoy a no tener miedo de anunciar a Cristo con pasión, incluso en ambientes hostiles o indiferentes.
San Fermín y el camino de la santidad
El testimonio de san Fermín se inserta en el gran camino de la santidad que la Iglesia propone a todos sus hijos. Como ocurre con todos los santos, su canonización pasó por un proceso que reconoce no solo su ejemplo de vida, sino también su intercesión tras la muerte. Este camino –que incluye ser declarado Siervo de Dios, luego Venerable, más adelante Beato y finalmente Santo– pone de manifiesto que la santidad es posible y está al alcance de todos, no solo de unos pocos.
Un patrón para nuestro tiempo
San Fermín nos enseña que la fe se vive con coraje, incluso si eso conlleva el martirio. Nos recuerda que toda tierra puede ser fecundada con el Evangelio si hay quienes se atreven a sembrarlo. En tiempos de confusión y secularización, su vida es un llamado a volver al corazón del cristianismo: el anuncio gozoso de Cristo muerto y resucitado.
Hoy, 7 de julio, no solo celebremos a un personaje histórico ni nos quedemos en la superficie de una fiesta popular. Celebremos a un santo, a un pastor, a un mártir. Celebremos a san Fermín, testigo fiel del Evangelio y hermano en la fe.










