Hay hombres que hablan constantemente con Dios; sus gestos más cotidianos revelan esa deseada y amada Compañía. No hablan porque lo entiendan por la razón al cien por cien, sino por esa fe grande y, a la vez, sencilla, por esa certeza amiga de que Él estuvo, está y estará presente.
Lo encuentran en su familia, en su trabajo, en las campanas del Ángelus, en el ritmo cotidiano del sol… No lo buscan como quien intenta explicar una teoría, sino como quien reconoce a un padre por la fuerza de su amor.
¡Qué ingenuos nosotros!, que hemos construido una realidad hostil donde las ciudades brillan de noche más que las estrellas, y el aire vibra con el ruido de los coches en lugar de los himnos naturales de la creación.
Esto, tantas veces, nos lleva a sucumbir al fatalismo y hacer nuestras frases como: “Dios se ha ido. O tal vez nunca estuvo”. Pero lo verdaderamente cierto es que, aunque entre nosotros reine un silencio espeso, quienes aún lo buscan siguen encontrándolo, incluso entre las ruinas de sus propias preguntas.
Llama la atención que, en esa misma desesperación por su negación, algo se despierte, algo arda.
La extraña Presencia en el vacío
Imagina a un hombre caminando sobre el asfalto, entre las torres de una ciudad moderna, con las manos en los bolsillos y el alma en carne viva. Afirma que no tiene fe; presume de que le sobran los rezos. Sin embargo, algo en su interior le susurra que, tal vez, ese vacío que lo acompaña le esté señalando una Presencia.
Así es este tiempo extraño en que vivimos: una sociedad que ha dado la espalda a Dios y que, al hacerlo, ha comenzado a necesitarlo más que nunca.
Santo Tomás de Aquino habló de Dios como el acto puro, el Ser mismo, la razón por la cual existe algo en lugar de nada. En su visión del hombre, no somos simplemente animales que piensan, sino criaturas que desean lo infinito.
Y aquí radica el escándalo moderno: creemos haber enterrado a Dios, pero seguimos irremediablemente hambrientos de eternidad.
Incluso hoy, vivimos cada segundo con la firma de lo divino en lo más íntimo de nuestra carne.
Porque, aunque todo a nuestro alrededor haya sido secularizado, el alma sigue buscando al Creador, como un niño busca a su madre en la oscuridad.
El retorno
No basta con saber que Dios existe; necesitamos educar nuestra mirada para reconocerlo en lo concreto, en lo cotidiano, en lo bello y en lo bueno.
Se trata de sanar los sentidos, refinar el gusto, purificar el corazón para que pueda volver a oír la Verdad del universo.
En estos tiempos, lo que se ha roto no es solo la fe, sino también la mirada.
Los grandes testigos del siglo XX no fueron, en muchos casos, hombres exitosos a los ojos del mundo, sino hombres sencillos de corazón, sin poder, ni certezas, ni garantías humanas, pero que entregaron su vida por Cristo.
Todos ellos vivieron algo en común, pese a sus distintas circunstancias: en el punto más oscuro, cuando todo desaparece, allí está Dios. Y eso basta.
¿Cómo se explica esto? ¿Cómo se agradece una prisión? ¿Cómo se ama al que te tortura? Solo desde una verdad que no se puede argumentar, sino habitar. Una verdad que otorga la capacidad de ver con los ojos de la eternidad.
La negación actual de Dios no es su tumba, aunque sea precisamente aquí donde se afila la navaja del pensamiento moderno.
Si ya no hay Dios, ¿de dónde viene el bien? ¿Por qué sentimos obligación moral? ¿Qué significa justicia? Grotius, jurista holandés del siglo XVII, lo expresó con temblor: “El derecho natural sería válido incluso si no hubiese Dios”. ¿Y si, aun sin saberlo, seguimos caminando sobre un suelo divino?
Es evidente que la trascendencia no desaparece cuando se la intenta silenciar; al contrario, se insinúa de manera constante, con otro estilo, incluso más profundamente.
Una pedagogía del asombro
Tal vez la clave para vivir la fe hoy no sea hacerlo como una cruzada, sino como una epifanía: una revelación a través de la realidad.
Lo que más necesitamos ahora es una pedagogía del asombro que nos abra a lo trascendente.
El verdadero drama de nuestra época no es que neguemos a Dios o pensemos que nos ha abandonado, sino que nos hemos vuelto incapaces de percibirlo.
Lo invisible sostiene lo visible en cada instante. Por eso, enseñar a amar el mundo es también enseñar a amar al Creador.
Y tú, lector, que caminas sin esperanza por una ciudad donde muchas iglesias son ya museos, bancos o gimnasios, y donde los nuevos templos son estadios o centros comerciales, quizás experimentes un gran vacío. No lo temas: porque también en el vacío te busca Dios.
Esta es la fe de nuestro tiempo: una fe de brasas, una fe de minorías que han descubierto que fueron amadas y esperadas desde siempre.
Dios, en esta era secular, tal vez nos quiera enseñar a mirar, a contemplar y a escuchar.
Ojalá llegue pronto el tiempo en que, al fin, sepamos vivirlo todo con ojos de eternidad.







2 Comentarios. Dejar nuevo
Bellísimo artículo. Y por ende, bueno y verdadero, que diría Platón.
Ojalá ayude, gracias