Hoy escuchamos con cierta asiduidad que “se ha perdido la caballerosidad”, que “ya no quedan caballeros”.
No es difícil darles la razón. Vivimos tiempos complicados, tiempos importantes, en los que las formas han muerto porque el fondo se ha vaciado. Sin embargo, conviene recordar —como decía Chesterton— que «comportarse como un caballero en los momentos importantes no tiene mucho sentido: un hombre se comporta como un caballero en los momentos que no son importantes. En los importantes tiene que comportarse mucho mejor»
Y esa es la cuestión: hoy estamos llamados a algo mucho más grande que la mera caballerosidad, pero —como advierte el Evangelio según san Lucas— «el que es fiel en lo poco, también será fiel en lo mucho; y el que no es fiel en lo poco, tampoco lo será en lo mucho»
Por eso, para aspirar a la santidad, hemos de reaprender a ser caballeros.
El olvido de lo que somos
¿Cómo comportarnos como caballeros si ya no sabemos lo que eso significa?
Nuestra época, que lo confunde todo, ha degradado la virilidad a caricatura. Hemos pasado de la masculinidad negada a la masculinidad pagana: un péndulo que oscila entre el hombre de uñas pintadas y el bárbaro sin alma. Ambas figuras comparten una misma raíz: la ausencia de Dios.
El cristiano no puede contentarse con esas versiones mutiladas del varón.
Ni el afeminado posmoderno ni el macho pagano son el ideal del hombre verdadero.
Uno renuncia a su misión; el otro la profana.
Lo dijo Cristo con palabra eterna: «¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?»
Necesitamos hombres de verdad: más san Josés, más varones de oración, más obreros del silencio que guerreros de TikTok.
Los «musculitos» y los bailes los dejamos a los que no tienen cruz.
Nosotros queremos ser caballeros cristianos: hombres que se alzan en medio de las ruinas con el escudo de la fe y la espada de la palabra.
La caballerosidad: virilidad católica
La caballerosidad no es una cortesía hueca ni un gesto de salón. Es una forma de encarnar la virilidad redimida. El caballero no se mide por su fuerza, sino por su dominio de sí.
No busca conquistar cuerpos, sino custodiar almas. No exhibe poder, sino que lo ofrece como servicio.
Ser caballero es saber inclinarse —no ante el mundo, sino ante la verdad.
Y eso sólo puede entenderlo quien ha aprendido a mirar la vida desde el Evangelio.
La caballerosidad es, en el fondo, una educación del alma: la virilidad bautizada.
El caballero según García Morente
Y para comprenderlo con hondura, conviene acudir a uno de los textos más luminosos de nuestra tradición. Don Manuel García Morente, en su Idea de la Hispanidad, describe así al caballero cristiano:
«El arquetipo de la Hispanidad es modelo del hombre que antepone los principios y preceptos de la religión católica y todo un universo de valores a los valores de la modernidad: éxito, placer, usura, dinero.
Esa estimación superior que el caballero cristiano concede a su personalidad individual encuentra su expresión y manifestación extrema en el culto del honor.
El caballero cristiano cultiva con amoroso cuidado su honra. ¡Como que la honra es propiamente el reconocimiento en forma exterior y visible de la valía individual interior e invisible! El honrado es el que recibe honores, esto es, signos exteriores que reconocen y manifiestan el valor interno de su persona. El mecanismo psicológico del sentimiento del honor consiste -brevemente expresado- en lo siguiente: Entre lo que cada uno de los hombres es realmente y lo que en el fondo de su alma quisiera ser, hay un abismo. Ennoblécese, empero, nuestra vida real por el continuo esfuerzo de acercar lo que en efecto somos a ese ser ideal que quisiéramos ser. En la tierra la limitación humana no permite al hombre realizar la perfección, esto es, la identificación entre el ser real -que efectivamente somos- y el ser ideal que quisiéramos llegar a ser; por eso justamente la vida humana consiste en una imitación o recuerdo imperfecto de la vida ideal divino -Imitación de Cristo-.
Honra es, pues, toda aquella manifestación externa que alienta al hombre en su afán y propósito de perfección, ocultando en lo posible el abismo entre la maldad real y la bondad ideal, haciendo como si ese abismo no existiera, como si cada hombre -mientras no se patentice lo contrario- fuese ya el ser perfecto del ideal, el caballero cumplido. La honra, el honor es, pues, ese reconocimiento externo del valor interior de la persona.
En cambio, el menosprecio es todo acto o manifestación externa que hace patente bien a las claras el abismo entre el ser real y el ser ideal perfecto, y que tiene por consecuencia un «menor aprecio» de la persona individual. Puede, pues, una persona deshonrarse o ser deshonrada. Se deshonra cuando es ella misma, por su conducta o sus palabras, la que pone de manifiesto su menor valía, la gran distancia entre el ideal de bondad y la realidad de maldad. Es deshonrada cuando otros, por su conducta o sus palabras, son los que ponen de manifiesto esa menor valía o menor aprecio, el abismo entre la realidad íntima de su persona y el ideal a cuyo servicio está o debe estar. Siendo esto así, fácil es comprender que la psicología propia del caballero cristiano, su profunda confianza y fe en sí mismo, han de llevarle a consagrar al honor, a la honra, un culto singularmente intenso y profundo.
En el caballero el sentimiento del honor se manifiesta de dos maneras complementarias: primero como exigencia de los honores que le son debidos, de los respetos máximos a su persona y función; y segundo, como extraordinario cuidado de mantener ocultas a todo el mundo las flaquezas, las máculas que pueda haber en su ser y conducta. Y de ninguna manera se piense que haya en esto hipocresía. El sentimiento del honor no consiste en que el caballero finja ser lo que no es; sino en que el caballero, por respeto al ser ideal que se ha propuesto ser, prefiere que las imperfecciones de su ser real permanezcan ocultas en el recato de la conciencia y en el secreto de la confesión.
El caballero cristiano se sabe, como todo hombre, caña frágil, expuesta al quebranto del pecado; pero ha puesto su vida al servicio de un elevado ideal humano, y la grandeza de su misión es para él tan respetable que exige la ocultación de las humanas miserias. Las debilidades, los pecados queden entre el caballero, su confesor y Dios; y nadie sea osado de descubrirlos y afrentarle con ellos, pues, entonces, la afrenta recae sobre ese mismo ideal perfecto a que el caballero pecador sirve rendidamente. No hay aquí ni disimulo, ni doblez, ni hipocresía.
Recordad, por ejemplo, los grandes dramas del honor en Calderón. Encontraréis, sin duda, hombres terribles y quizá excesivos, hombres que lavan su honra en sangre. Pero ninguno es innoble, hipócrita ni disimulado. En la idea que del honor tiene Calderón -índice en esto de todo el pensamiento castellano-, el honor es «patrimonio del alma»; es decir, la forma con que acatamos y reverenciamos exteriormente nuestra misión ideal, ese «mejor yo» hacia cuya imagen enderezamos los actos todos de nuestro yo real histórico.»
Volver al ideal
El texto de García Morente no necesita glosa. Es el retrato exacto del hombre que España —y Occidente entero— necesita recuperar: el caballero cristiano, consciente de su fragilidad pero dispuesto a vivir de pie.
La caballerosidad no es una estética: es una ética.
No se trata de tener modales antiguos, sino de tener el alma recta.
El caballero no mira al espejo: mira al cielo. Y en su reflejo ve su deber, su patria, su familia, su Dios.
Hoy más que nunca, hace falta recordarlo: la restauración del mundo empieza en el alma de un hombre fiel en lo pequeño.
Y ahí, en lo poco, comienza la verdadera batalla.




