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Empachados de anticipación

Familia

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Lo digo desde el principio, porque nos conocemos: no pretendo teñir estas líneas de negatividad ni de cansancio existencial. No. Lo que quiero es recuperar un poco de cordura, ese bien escaso que parece haberse vuelto de lujo premium. Y quizá también un poco de aire. Que falta nos hace a todos.

Porque hay una sensación que se me ha colado en el alma estos días: estamos empachados y acabamos de empezar.

Empachados de Navidad antes de que llegue. Empachados de luces, planes, listas, villancicos, y “cosas que hay que hacer porque si no no eres nadie en diciembre”. Y eso —si me dais permiso para la honestidad— nos está robando algo muy serio: la capacidad de esperar bien y de hacer hueco a lo verdadero.

Quizá sea la edad, los años de acumulación, o que una empieza a mirar alrededor y ve que hemos hecho de la vida una carrera de velocidad continua hacia lo próximo. Todo se adelanta muchos meses, todo corre. Y claro, como es lógico, lo que corre no se saborea como se debería.

Algo se nos ha ido de las manos

Me ocurrió a finales de verano, cuando todavía llevaba puestas las sandalias y me encontré estanterías repletas de turrones en el recién estrenado septiembre. Luces desde octubre. Adornos navideños y villancicos desde los primeros días de noviembre.

Y una empieza a preguntarse si no habrá un departamento entero dedicado a asegurarse de que lleguemos agotados y embotados al 24 de diciembre.

Recuerdo —y no hace tantísimos años— cuando venía de Milán cargada con un «panettone» pues en España no era fácil encontrarlos. Era la joya. Lo dejábamos en la despensa como quien deja un Stradivarius encima de la mesa. Y esperábamos. Esperábamos a abrirlo en Navidad. Y era hermoso.

Hoy, en cambio, cuando alguien trae un panettone en diciembre, sonríes con la cortesía justa mientras piensas: “Otro… si es que ya no me cabe”. Porque ya te has comido cuatro, quizá cinco. Porque no hemos dejado un solo espacio a la espera, al deseo, a ese cosquilleo sano que reservábamos para lo especial.

Miremos de frente la realidad: nos estamos robando el gusto por las cosas.

La tiranía del “hay que”

Los días previos a Navidad ya no son días: son una especie de gymkhana festiva.

  • Black Friday —sin comentario—

  • calendarios de visitas a los Reyes Magos desde el puente de la Constitución,

  • festivales de colegio, de extraescolares, de todo lo que se tercie,
  • cenas de navidad de empresa, amigos invisibles,
  • mal llamados calendarios de adviento para los que necesitas tres agendas o haber hecho dieta desde agosto,
  • ciudades convertidas en parques temáticos con “experiencias inmersivas”,

  • y las listas, lo que nos gustan las listas, las listas infinitas, las que te susurran al oído: “Cumple. Cumple. Cumple”.

Y eso, seamos sinceros, no es espíritu navideño. Es ansiedad con luces LED.

No quiero parecer una amargada —no lo estoy—. Solo intento poner palabras a algo que muchos vemos pero no nos atrevemos a decir: que como te despistes un milímetro de lo esencial, a la mínima, diciembre da más vértigo que alegría. Y que la culpa no la tiene la Navidad, sino el modo frenético en que malamente la anticipamos, la enfocamos y la desgastamos antes de que llegue.

Adviento

Tenemos la corona de Adviento en el salón. Preciosa, instagramable, con sus cuatro velas, divina, con su pino, su eucalipto, su hoja de roble…parece recién salida de una revista nórdica. Pero, ¿la encendemos? ¿rezamos? ¿O simplemente la dejamos ahí, porque queda mona en el salón?

Adviento no es eso que hemos convertido en decoración. Es una etapa que debería ser un suspiro del alma y la hemos transformado en un trámite estético que se pierde entre el Black Friday, Mariah Carey y el primer trozo de roscón.

Josef Pieper, que tenía ese don de decir verdades, escribió en Una teoría de la fiesta que la fiesta solo existe si tiene trascendencia.

Sin Dios, sin ese anclaje en lo divino, todo lo festivo se convierte en un sucedáneo. En apariencia. En cartón piedra.

Y tiene una frase auténtica que me ayuda cada año:

Los cientos de miles de luminarias de la publicidad navideña no pasan de ser un lujo miserable.”

Lujo miserable. Qué expresión tan certera. Luces que deslumbran pero no iluminan el alma.

Hambre de realidad

John Senior hablaba del peligro de vivir en mundos simulados, de convertir las imágenes en realidades y las realidades en decorado. Decía que aquello que se separa de lo real se marchita. Y tenía razón.

Nuestra Navidad se está marchitando por exceso de brillo artificial. No por falta de cosas, sino por exceso de sustitutos.

No estoy proponiendo volver a una Navidad rural, con vida austera, jersey de lana, pandereta y horno de leña —aunque tampoco estaría mal—. Propongo algo más sencillo: recuperar las raíces de lo real.

Propongo, en definitiva, algo que suena subversivo: frenar.

Frenar para contemplar

Frenar en diciembre es una forma de resistencia cultural, espiritual y casi existencial. No porque la Navidad nos exija lentitud (aunque quizá también), sino porque Dios mismo llega despacio. Nunca con prisa. Nunca atropelladamente.

Nada en el Evangelio se precipita: todo llega en su momento, como si el tiempo se ajustara al pulso del amor.

Por eso, recuperar la espera es recuperar la capacidad de recibir. No nos agobiemos pues frenar no es perder oportunidades. No vengamos con el cuentito del FOMO o «fear of missing out» (miedo a perderse algo). Todo lo contrario es ganar profundidad.

Tampoco frenar es renunciar a la fiesta. La espera nos educa, nos despoja, nos enseña a mirar. Y cuando esperamos bien, lo que llega se recibe de un modo mucho más verdadero y mucho más gozoso.

En medio de este empacho y esta aceleración, necesitamos rodearnos de una belleza que no engañe y que no se agote. Una belleza discreta, pero fecunda; silenciosa, pero luminosa.

Esa belleza nos devuelve a lo esencial y nos recuerda, sin imponerse, que la Navidad no necesita que la adelantemos, ni que la forcemos. Solo necesita que la dejemos llegar. Que abramos y dispongamos nuestro espacio interior.

La Navidad tiene que dejar de ser una sucesión de actos para convertirse en lo que realmente es: un encuentro, una gracia, una presencia real que transforma.

Cada año siento la tentación de adelantarlo todo, de cumplir. Y sin embargo, cada vez que escucho de nuevo las lecturas de Adviento, percibo la misma invitación delicada: espera. Que no es inactividad, sino disponibilidad.

La espera hoy es un arte perdido, pero necesario: es el ejercicio que prepara al alma para recibir.

Lo pequeño: el camino de vuelta

La cordura a la que invito no es una guerra contra diciembre, ni mucho menos. Es un regreso a lo pequeño:

  • Encender la vela del Adviento con un silencio interior y oración de verdad.

  • Guardar el turrón, el roscón y el panettone para cuando toque.

  • Resistir la presión de “cumplirlo todo” y elegir bien. Sólo aquello que sume para lo bello, bueno y verdadero

  • Dejar algún espacio sin adornos, como recordatorio de que aún estamos esperando.

  • Hacer un hueco para Misa y oración sin que sea el último punto de la lista.

  • Mirar el Belén no como adorno mono de la casa, sino como acontecimiento.

Aquí reside la invitación profunda de este tiempo: movernos hacia lo esencial, hacia lo humilde, hacia lo que hace crecer el alma. Pues sólo cuando soltamos el exceso, el misterio es capaz de mostrarse con todo su esplendor y suavidad. Y entonces, casi sin darnos cuenta, Dios se acerca, la vida respira y la esperanza vuelve a encenderlo todo desde dentro. ¡Buen camino de Adviento!

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