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Los Santos Inocentes ¿Nuevos Herodes? La llaga sangrante del aborto

Familia

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La conmemoración de los Santos Inocentes, tan arraigada en nuestra cultura, resuena hoy con un eco desgarrador que debería sacudir la conciencia de cualquier sociedad que pretenda llamarse civilizada.

Los datos están ahí, fríos, implacables, insoportables. Basta consultar las cifras para sentir un estremecimiento profundo, el latido oscuro de una barbarie que hemos normalizado.

Nos dicen que es progreso, que vivimos en democracia, que la ley ampara esta práctica y a que cada mujer es “libre” de decidir sobre su cuerpo.

Pero la ley, si pretende ser justa, debe someterse siempre a la verdad moral y a la dignidad inviolable de la persona humana.

Una ley que se aparta de este fundamento no es un signo de progreso, sino un lastre que ensombrece nuestra civilización.

Un atentado masivo contra seres indefensos, un fracaso moral de proporciones históricas.

Es asesinato

El Día de los Santos Inocentes nos recuerda a aquellos niños arrancados brutalmente de la vida por el capricho sangriento de un tirano.

Salvando las distancias, ¿cómo no ver el triste paralelismo con lo que ocurre a diario en el vientre materno?

Se decide cuestión de minutos— si un ser humano podrá vivir, reír, soñar y amar… o si su existencia será segada antes de pronunciar su primer llanto.

Decir que “es una decisión personal” es un eufemismo trágico. No se está eligiendo un peinado, un vestido o un nuevo empleo.

Se está determinando si otro cuerpo, otra vida, otro ser humano único e irrepetible tendrá la oportunidad de existir.

Negar esta evidencia biológica y moral es negarse a mirar la realidad. Y callar ante ello es una rendición ética que nuestra generación no debería permitirse.

La sociedad española presume de progreso, pero ¿qué clase de progreso permite que miles de sus miembros jamás lleguen a nacer? ¿Qué estado del bienestar puede enorgullecerse mientras niega el primer y fundamental derecho de cualquier ciudadano: el derecho a la vida?

Bajo leyes que no protegen al débil, sino que lo condenan, vivimos instalados en una incoherencia que corroe nuestras raíces más profundas.

Una herida histórica 

Es cierto que muchas mujeres enfrentan situaciones límite —económicas, emocionales o sociales— que las llevan al borde de esta decisión devastadora. Precisamente por ello, una sociedad justa debería volcar todos sus recursos en acompañarlas, sostenerlas, darles alternativas reales, no en ofrecerles la salida más rápida y destructiva. Mientras no lo hagamos, seguiremos sumidos en una cultura del descarte que elimina a quien es incómodo, frágil o dependiente.

La ley debería custodiar los valores que nos unen, pero en el caso del aborto ocurre lo contrario: se ha legislado contra el más inocente, contra quien no puede hablar ni defenderse, cuyo único “delito” es existir en el vientre de una madre que no puede o no quiere acogerlo. Ningún maquillaje jurídico puede ocultar esta realidad.

Hoy, Día de los Santos Inocentes, debemos proclamar con firmeza que el aborto, aunque intente disfrazarse de derecho, no deja de ser la eliminación deliberada de una vida humana.

Somos testigos de una herida histórica que no cicatrizará hasta reconducir nuestro rumbo moral.

La historia pone todo en su sitio. Y un día, al mirar atrás, nos estremecerá la frialdad con la que se permitió la muerte de tantos niños.

Porque terminar con la vida de un hijo no es libertad: es decidir sobre una vida ajena.
Hoy, al honrar a los Santos Inocentes, levantemos la voz y defendamos siempre la vida.

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