A todos y para todos es un deseo mío y de todos que en estos días nos prodigamos con tantas efusiones y proclamas, más o menos sentidas y más o menos sinceras. Paremos un poco, que la fiesta y los fuegos artificiales no nos distraigan de lo esencial, y meditemos: ¿Es cierto que amamos a nuestros enemigos? Es un mandamiento en frase lapidaria que nos dejó Jesucristo (Lc 6,27). ¿De verdad estamos dispuestos a ver al prójimo feliz cuando nos incordia su presencia y nos molesta su testimonio? Es muy fácil deshacerse en palabras, pero ¿y las obras?, ¿son consecuentes nuestras acciones con lo que aseguramos que creemos y con nuestra práctica religiosa? ¿O son avinagradas creencias y prácticas acomodadas a nuestras comodidades y afectos mundanos, más que la voluntad explícita de Dios expresada y confirmada en todo el Evangelio, la Biblia entera, la vida misma? Tenemos que empaparnos de Vida y Amor, y convertirnos sin reservas: ser filii in filio, hijos de Dios Padre en su Hijo Jesucristo. Eso es lo que vino a darnos a conocer en definitiva el Mesías Redentor, pues la misión quicial de Jesucristo es llevarnos al Padre, como anticipo y confirmación obrada de lo que será (si vencemos) nuestra bienaventuranza eterna. Para eso estamos aquí, y para eso debemos perseverar, sin desfallecer, siendo conscientes de que cada día, cada nuevo año es una nueva lucha: “¡Año nuevo, lucha nueva!”, le gustaba insistir a san Josemaría. Una comentarista a una entrevista en un diario sentó las bases, de una manera en sí inesperada: “El odio es hijo de la envidia y la envidia hija de la vagancia o de la no aceptación de las propias limitaciones. Si aprendiéramos a amarnos y aceptarnos, no habría envidia ni odio”. A quién más, quién menos, la vida se le presenta con sus asperezas, que a veces parecen insalvables, y tantas son provocadas a conciencia por el prójimo, en ocasiones muy próximo, debidas a menudo a la envidia, con pretensiones ciegas y crueles de reafirmar la propia personalidad pervertida ante complejos de inferioridad varios, tan usualmente compensados con soberbia ciega y cruel. El pecado original. El hombre y la mujer de hoy somos los mismos que Adán y Eva, y la desunión entre ambos progresa en la actualidad a pasos agigantados. Pero no caigamos en el desánimo, porque Dios tiene siempre la última palabra, y el Juicio Final está cada día más cerca. El tiempo dirá, sin escapatoria ni duda alguna. Para eso debemos armarnos con la esperanza, sin dejar de poner todo por nuestra parte, y Dios, un día, actuará. De momento, amemos con confianza: ¡Feliz año nuevo… y lucha nueva!
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