Entre los asesinados en vísperas de la Asunción de 1936, hay 19 mártires del siglo XX en España: en Asturias cinco capuchinos más un sacerdote paúl, masacrados con un centenar de personas en Gijón; en la provincia de Castellón, dos hermanos de La Salle en Benicarló, un escolapio en Almazora y un operario diocesano en Vilar de Canes; tres carmelitas en Hinojosa del Duque (Córdoba); en la provincia de Tarragona dos sacerdotes diocesanos –Andreu Prats Barrufet y Jocund Bonet Mercadé-; uno más en Valencia –Félix Yuste Cava– y otro en la provincia de Ávila; en Madrid un sacerdote de los Sagrados Corazones-Luis Roz Ezcurra-, y una carmelita en la provincia de Barcelona.
En esta fecha se conmemora el martirio de Antonio Primaldo y otros 812 santos en Otranto (Italia) por los islamistas (1480); el del sacerdote dominico santo Domingo Ibáñez de Erquicia y el novicio san Francisco Shoyemon en Nagaski (Japón, 1633); el martirio por los nazis de san Maximiliano Kolbe (1941). En Rusia, la Iglesia ortodoxa ha glorificado al arcipreste Demetrio Pavsky, martirizado en 1937.
El acuerdo de acabar con todas las sotanas era irrevocable

Plana. Al estallar la persecución y por la dispersión obligada que tuvo lugar se dirigió a su pueblo natal. Después del 20 de julio todavía pudo celebrar misa en la iglesia de las Hijas de la Consolación.
A finales de julio de 1936 una mujer le entregó al Padre Agramunt un montoncito de hostias que había encontrado entre los escombros de lo que había sido la iglesia del Santo Cristo (el Calvario) de Almazora. Decidido a saber si estaban consagradas, mosén Agramunt quiso marchar a Valencia pero fue reconocido en Castellón y detenido, siendo llevado al ayuntamiento del pueblo y, de allí, a la cárcel.

Según lo declarado por su madre, el 6 de agosto de 1936 el alguacil del pueblo le dio aviso para que se presentara a las 10 horas ante el Comité Antifascista instalado en el Ayuntamiento. Una vez presentado quedó detenido, siendo trasladado al Cuartel de la Guardia Civil, habilitado como cárcel, donde permaneció hasta la medianoche del 13 de agosto de 1936.
En la prisión confluyeron hasta 20 vecinos, de los cuales cuatro eran sacerdotes y otro, un hermano de la víctima llamado Federico. La por entonces novia y luego esposa de Federico se presentó e intercedió por ambos ante un dirigente del Comité, que le dio esperanzas sobre Federico pero le cerró todas las puertas sobre el tema del Padre Agramunt justificando su negativa «en el acuerdo irrevocable de acabar con todas las sotanas de la comarca«.



«Es un gran placer morir por la fe»

Todo un día agonizando

El día 27 de julio —según la información publicada por el obispado de Tarragona— amenazaron a la familia que lo acogía con estas palabras: «No sé si tiene al cura, pero si lo tiene, lo asesinarán aquí mismo». Al enterarse, mosén Prats decidió irse, a campo traviesa, a casa de su hermano, en la Selva del Camp. Antes le llevaron comida durante tres días al lugar llamado la Cogullada. Aquí pasaba el día rezando y, previendo su martirio, repetía: «Estoy conformado a pasar todo lo que Dios quiera. Si mi muerte debe contribuir al triunfo de la fe, que venga lo antes posible». Por fin llegó a casa de su hermano en la Selva del Camp, donde pasaba el tiempo rezando, a menudo con los brazos en cruz.
El 13 de agosto el comité local dijo a su cuñada Antonia Roselló que se verían obligados a matarla si el cura no desaparecía de su casa. A las 22 horas, dos hombres armados fueron a buscar al cura, que respondió «ya voy» y tomó el breviario. En el comité fue insultado y maltratado. Determinaron llevarlo a Reus a declarar. Al despedirse de su amigo Jacint Felip le dijo: «Felip, eres muy bueno, hasta el Cielo». En el kilómetro 4 le instaron por tres veces a gritar «¡viva la República!», pero él repitió «¡viva Cristo Rey!» y los exhortó a la conversión, a la vez que los perdonaba. Al final le dispararon con tan mala puntería que al día siguiente todavía se oían sus gemidos. Desde su refugio, había escrito a su ama de llaves: «Si algún día supieras la feliz suerte de mi martirio, alégrate, porque seré contado con los de Jesús, que son los del Calvario. Conformémonos totalmente con la voluntad de Dios, que en eso consiste la verdadera felicidad».
Le dejaban escapar, pero él quiso acompañar a su hermano sacerdote

¡A esta sí que la podrán hacer virgen y mártir!

Salió del convento el 21 de julio de 1936, hacia la casa del Dr. Antonio Urgell, de la calle Riera (nº 20, 22 y 26), con dos religiosas más, al llegar los incendiarios a la ciudad episcopal sembrando por doquiera terror. Consciente de su situación, dice allí:
—Que me martiricen, que me maten: nada me importa; que me toquen, eso no lo consentiré jamás.
El 25 o 26 siguiente, pasa al domicilio del canónigo magistral, Dr. Juan Lladó Oller, acompañada de la madre superiora y de una novicia mejicana, resueltas las tres a su inmolación. El 13 de agosto, hay un registro en esta vivienda de la plaza de la Merced, nº 5; y dice con igual firmeza:
—Vamos allá. Hay que tener ánimo y sea lo que Dios quiera.
Detenida y sometida a interrogatorio, los forajidos se miraron entre sí y todos a sor María del Patrocinio de San José.
—Por ahora, dicen, nos llevamos a esta monja y a los curas.
Son estos el padre Juan Bautista Arqués Arrufat, misionero claretiano, y el rector de Artés (Barcelona), José Bisbal Oliveres. Se la ve, a eso de las diez de la noche, conducida al ayuntamiento, la mirada recogida. Su belleza es el centro de atención. Dos horas tensas, desde la seducción a la amenaza. «Solo por ser religiosa, la maltrataron, sin juicio alguno». Por fin, el presidente del comité antifascista exclama, derrotado, a sus esbirros:
—Tomad a esta mujer y haced con ella lo que queráis.
A las 12,30 de la noche, los detenidos son trasladados en dos coches a la cárcel, donde reemplazan al padre Arqués por el vicario general de la diócesis de Vic, Dr. Jaime Serra Jordi, de ochenta y nueve años de edad. Y los dos autos salieron por la carretera de Sant Hilari. En el kilómetro cuatro, frente a la parroquia de Sant Martí Riudeperes, el señor Casany Alsina oyó un gran barullo de los milicianos, seguido de una descarga que abatió a los dos sacerdotes. Unos minutos después, percibió una voz femenina angustiada:
—¡Eso no! ¡Mil veces morir antes que hacer eso!
Había un gran ajetreo y voces de los hombres:
—¡Echa a correr! ¡Échate a correr!, seis o siete veces.
Se la pudo ver, en efecto, iluminada su bata blanca por la luz de los faros y corriendo, al tiempo que disparaban sus armas sobre ella.

A unos treinta metros de la carretera, aún de pie, exclamó con voz potente y clara:
—¡Dios mío, perdóname, que soy muerta!
Y se desplomó sobre unos juncos, el pecho en tierra, las manos cruzadas sobre sí apretando un crucifijo. Era hermosa, guapa y bastante joven. Los milicianos se burlaban con su lenguaje indecoroso de los curas y las monjas. Su vientre tenía más de treinta balazos. Un sujeto, llamado Castany, diría a la superiora tales palabras:
—¡Cómo hicieron sufrir a aquella pobre monja para arrancarle su pureza!
También se pudo saber que uno de los asesinos comentó más tarde:
—Hemos hecho demasiado con esa mujer. ¡A esta sí que la podrán hacer virgen y mártir!.
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