fbpx

El Dios que Se acerca

Iglesia

COMPARTIR EN REDES

El cristianismo proclama, con sobria audacia, que el mundo no es fruto del azar ni de la necesidad, sino que ha sido creado.

Nada de cuanto existe se explica por sí mismo; todas las cosas reciben el ser de Otro.

Este Otro —fuente última, causa primera, presencia que sostiene silenciosamente toda realidad— es llamado Dios. Y, sin embargo, ese Dios revelado por la razón natural y entrevisto por la tradición filosófica sigue siendo, en su esencia, misterio inefable, más íntimo al ser humano que él mismo, pero infinitamente superior a lo que nuestra mente puede concebir.

En Adviento, la Iglesia contempla precisamente este misterio: el Dios que es trascendente sin dejar de ser cercano, el Dios que mantiene en el ser a cada criatura, decide revelarse de un modo inaudito.

Porque, junto a la afirmación de que Dios es creador, el cristianismo sostiene otra aún más desconcertante: el Creador ha querido hacerse criatura.

Ésta es la doctrina de la Encarnación, centro luminoso del Adviento. Según el testimonio apostólico, Dios mismo “se hizo carne” en Jesús de Nazaret, sin dejar de ser Dios, para que el hombre pudiera conocerle realmente y participar, por gracia, de su vida eterna. Así lo expresa san Pablo al llamar a Cristo “imagen del Dios invisible”, y san Juan al referirse a Él como el “Logos eterno por quien todo fue hecho”.

Los primeros cristianos, judíos fieles al monoteísmo de la Torá, no tardaron en adorar a Jesús como Señor, convencidos de que en el Crucificado y Resucitado se hacía presente el mismo Dios de Israel.

Adviento nos invita, pues, a preguntarnos: ¿qué significa que Dios se haya hecho hombre? ¿Cómo puede el Infinito asumir la finitud sin perder su identidad?

Para responder a estas preguntas, la tradición cristiana —desde los concilios de Éfeso (431) y Calcedonia (451) hasta los grandes pensadores como Juan Damasceno y Tomás de Aquino— desarrolló un lenguaje preciso y reverente. Este lenguaje no pretende agotar el misterio, pero sí resguardar su verdad.

Calcedonia confesó que Jesucristo es una sola persona en dos naturalezas, verdadera y plenamente divina, verdadera y plenamente humana. Lo que pertenece a lo humano —nacimiento, crecimiento, sufrimiento, muerte— es real en Él; y lo que pertenece a lo divino —eternidad, omnipotencia, gloria— permanece íntegro. No hay fusión ni confusión de naturalezas, pero tampoco separación: es el Hijo eterno quien nace de María, quien camina por Galilea, quien muere en la cruz y quien resucita glorioso. Por eso la Iglesia llama con justicia a María Theotokos, Madre de Dios, y afirma con igual solemnidad que uno de la Trinidad fue crucificado, no porque la divinidad sufra, sino porque el que sufre es verdaderamente Dios hecho hombre.

Juan Damasceno y Tomás de Aquino supieron articular este misterio con notable claridad. Ambos sostienen que, en Cristo, toda acción humana es a la vez acción del Hijo eterno, pues es un único sujeto quien actúa en dos naturalezas. Así, el gesto humilde de Jesús que toca al leproso, o la palabra serena que perdona al pecador, manifiestan al mismo tiempo la cercanía humana y la iniciativa divina. Como diría Aquino, la humanidad de Cristo es “instrumento unido” de la divinidad: en su carne Dios se deja ver, oír y tocar.

Toda esta elaboración teológica no es mero ejercicio intelectual. Tiene una intención profundamente espiritual: esclarecer por qué Dios quiso hacerse hombre.

Las razones son múltiples y convergentes. Dios se encarna para revelarse con voz humana; para restaurar la dignidad herida del hombre; para ofrecer un camino de vida nueva fundada en la gracia; para darnos en Cristo un ejemplo perfecto de humanidad vivida en obediencia y amor; y para congregar a la humanidad en una comunión visible, la Iglesia, donde Él mismo continúa actuando sacramentalmente.

De esta doctrina nacen, además, efectos culturales e intelectuales decisivos. El primero es la centralidad ontológica de la persona. La Encarnación muestra que lo más perfecto de la creación no es la materia ni siquiera la vida, sino la persona: sujeto libre, capaz de verdad y de amor, imagen del Dios personal.

Buena parte de nuestra noción moderna de dignidad humana, aun en contextos secularizados, deriva de esta intuición cristiana.

Un segundo efecto es la comprensión no competitiva entre Dios y la criatura. Lejos de anular lo humano, la presencia divina lo plenifica.

Si en Cristo la humanidad alcanza su máxima libertad precisamente por su unión con Dios, también en nosotros la gracia no destruye la naturaleza, sino que la eleva.

Esta visión ilumina debates contemporáneos sobre la acción divina en el mundo, la compatibilidad entre providencia y libertad, y la lectura creyente de la evolución o de la historia.

Finalmente, la Encarnación da origen a la iconografía cristiana y a la liturgia como espacio donde el cielo toca la tierra. Si Dios ha asumido un rostro humano, es legítimo representarlo. Y si Dios ha vivido, muerto y resucitado en nuestra carne, la liturgia no es sólo memoria simbólica, sino actualización sacramental de su presencia.

En Adviento, los signos —la corona, la luz creciente, la Palabra proclamada— nos preparan para reconocer en el Niño de Belén al Dios que viene, al Dios que ya está, al Dios que volverá.

En definitiva, Adviento nos sitúa ante un misterio que desafía tanto nuestra imaginación como nuestra lógica: el Eterno entra en el tiempo; el Creador se hace criatura; el Invisible adquiere un rostro.

Y todo ello por amor, para que cada ser humano pueda decir, con humilde asombro, que Dios no es sólo origen remoto del universo, sino compañero cercano en el camino, luz que brilla en la noche y promesa de una plenitud que ya ha comenzado.

¿Te ha gustado el artículo?

Ayúdanos con 1€ para seguir haciendo noticias como esta

Donar 1€
NOTICIAS RELACIONADAS

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.

Rellena este campo
Rellena este campo
Por favor, introduce una dirección de correo electrónico válida.

El periodo de verificación de reCAPTCHA ha caducado. Por favor, recarga la página.