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¿Es bueno ser dogmático? ¿Es el dogma una rémora o un descanso, una ayuda?

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A la pregunta de si es bueno ser dogmático tenemos que contestar: Pues depende de si los dogmas en que se cree son liberadores o esclavizantes, humanos o aberrantes.

Toda persona de buena voluntad –y no necesariamente de una confesión religiosa– admite algunas verdades irrenunciables a las que no renuncia: Así, por ejemplo, creerá no sólo con su mente, sino también con su vida, que nunca es lícito dañar a un inocente, que hay que hacer el bien, etc.

Si la persona es creyente creerá que Dios es Bueno, que Dios es Amor. Y supongamos por un momento que alguien pusiera en duda esta afirmación: la alternativa sería creer que Dios es malo o “no bueno” o “no siempre bueno”, y en realidad el poner en duda este “dogma” de la bondad de Dios llevaría a quien así lo hiciera a adorar a un dios malo, a un dios que deshumanizaría al hombre; sería algo así como adorar al demonio, un ser malvado, aunque en este mundo sea poderoso. En este caso no acoger el “dogma”, por así llamarlo, de la bondad de Dios llevaría a la deshumanización y perversión del hombre.

Pero esta verdad fundamental lleva consigo otras: Si Dios es bueno es seguro que no nos va a engañar, que Dios es verdadero. Este “dogma” viene de la mano del de que Dios sea bueno. Y tiene una importancia capital: si ha existido una Revelación por parte de Dios, una verdadera Revelación de Dios, siempre será verdad.

Y vayamos avanzando. Si se tiene fe cristiana se admite sin dudar que Jesús es Dios hecho hombre, y se pensará, por tanto, que sus palabras son palabra de Dios: Es decir, que son verdad, una verdad sublime que rebasa nuestro pobre entendimiento, aunque no es nunca contraria al mismo, una verdad liberadora y luminosa que alumbra nuestro camino en esta tierra y da como fruto una vida terrena en paz y una vida bienaventurada cuando entremos en la eternidad.

Y ésta es la raíz de todo dogma liberador: Que Dios ha hablado y que su palabra es verdad.

Demos aún un paso: Si somos católicos, creemos que el Señor ha dejado la custodia de su verdad a la Iglesia, conforme a lo que leemos en el Evangelio, palabra de Dios, “El que a vosotros escucha a Mí me escucha, el que a vosotros no escucha a Mí no me escucha”, o en otro lugar encarga a Pedro que “confirme” –en la fe– a sus hermanos. Y, en realidad, la Iglesia cuando propone a los fieles un dogma no hace más que poner de relieve una revelación de Dios a través de la Sagrada Escritura o de la Tradición santa.

La mayor parte de los dogmas definidos, que son pocos, ya formaban parte de la fe de los cristianos de los primeros siglos. Así refiriéndose a la Virgen María, San Agustín, siglo V, afirma que creería ofender a Dios si la pensase con algo de pecado, es decir afirma su “Inmaculada Concepción”. Ya antes, en el siglo II, San Justino y San Irineo hablan de María como “nueva Eva” y éste último se refiere a María como “Madre de Cristo y nuestra”; los primeros padres ya llamaron a María “Madre de Dios” o en el siglo IV se puede comprobar cómo se creía en la “Asunción” de la Virgen, que dos siglos más tarde se celebraba como fiesta litúrgica. También en la Sagrada Escritura, Evangelios y Apocalipsis, pueden rastrearse estas creencias, presentes explícita o implícitamente, que más tarde la Iglesia definirá como dogmas.

Así, lo que hace la Iglesia cuando define un dogma es dar una guía cierta para leer la Palabra de Dios y acoger la tradición primera de la Iglesia (que se remonta a la palabra viva de Jesús o a hechos salvíficos de ese tiempo).

Da al pueblo, a los fieles sencillos, una guía, como un bastón, para ayudarles a caminar con mayor firmeza: Es una ayuda para vivir con precisión y vitalidad la Fe y no una imposición (como interpretan algunos con mejor o peor buena voluntad).

Los dogmas no son para aceptarlos intelectualmente, aunque también, sino para vivirlos gozosamente. Nos aseguran, por ejemplo, que que la Virgen sea Madre de Dios o Inmaculada no son piadosas aunque imprecisas leyendas, sino una realidad viva, que da dimensión nueva a nuestra fe, y una cercanía especial y admirada con nuestra madre del Cielo.

Los dogmas son liberadores: de dudas o de devociones falsas, aun cuando bien intencionadas; son luces en nuestro caminar; son ventanas hacia las realidades celestiales que Dios nos pone en el camino a través de la Iglesia.

De la misma manera que un buen maestro de cualquier ciencia da a sus alumnos unos principios básicos que fundamentan toda esa ciencia, igualmente la Iglesia como madre y maestra, divina pedagoga, nos pone unos mojones en el camino hacia una fe completa y bien fundada: eso son los dogmas.

Que se basan, en su raíz, en la fe en que Dios es bueno y sabio y por tanto no nos engañará, ni en lo que nos diga directamente, ni en lo que nos diga a través de las mediaciones por Él establecidas (profetas, apóstoles, santos, e Iglesia, en cuanto a tal, que discierne autorizadamente todos los carismas y tiene la misión de enseñar).

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