En estos últimos años, la controversia sobre la eutanasia ha salido del escenario tradicional de episodio dramático provocado por sufrimientos insoportables y terminado con un gesto de compasión inverosímil.
Hoy día se propone sobre todo como una elección (death by choice) y se pretende su reconocimiento como expresión del pluralismo, o como una alternativa impuesta por los cambios en la asistencia sanitaria, o como una exigencia de respeto a la voluntad y a la autonomía de quien prefiere la muerte a la vida.
Legalizar la eutanasia significa no solo eliminar las sanciones legales, sino sobre todo predisponer estructuras y procedimientos sanitarios que la hagan “accesible y segura” para todos.
Como ya ha sucedido con el aborto, una ley tolerante ofrecería una solución permisiva incentivando una costumbre inhumana en perjuicio de otras soluciones éticamente más justas.
Los partidarios de la eutanasia se han dado cuenta de que era necesario volver a definir el papel del médico para que no sea él, sino el paciente, el que disponga la acción letal. Se han acercado así a la noción de suicidio.
De esta forma, el concepto tradicional, pero ambiguo, de mercy killing (eutanasia) está cediendo el paso al más racional y engañoso de “suicidio asistido”.
El concepto de “suicidio asistido” se sitúa a medio camino entre el suicidio y la eutanasia voluntaria, que presuponen la clara voluntad de morir por parte del sujeto.
El concepto de suicidio asistido deja muchos interrogantes abiertos. No es creíble que, como en el caso del aborto, una eventual legislación pueda servir solamente a quienes libremente quieran hacer uso de esta. Cualquier ciudadano correría el riesgo de “ser suicidado”.
¿Cómo impedir que no se convierta en el subterfugio de una engañosa eutanasia involuntaria dirigida a eliminar a los disminuidos? ¿Por qué razón un médico no debería considerarse autorizado a llevarla a cabo en casos extremos incluso prescindiendo de la voluntad del paciente?