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Globafilia y globafobia

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El debate sobre la globalización es un fenómeno que despierta emociones muy fuertes y, generalmente, polarizadas. Nos hallamos frente a un concepto que no es sólo descriptivo, sino que también tiene sus derivaciones normativas o ideológicas. Economistas, políticos, sociólogos, filósofos, medios de comunicación, organizaciones de derechos humanos, agricultores, escritores, músicos, ecologistas y otros tantos colectivos se refieren a la globalización y en torno a ésta surgen partidarios exaltados y detractores furibundos, canonizaciones ingenuas y rápidas condenas.

Hace ya unos años, la prestigiosa publicación Revista de Fomento Social (2000) dedicó un largo editorial al tema de la globalización. La afirmación inicial era la siguiente: “La globalización suscita las reacciones más opuestas. Por poco que se haya reflexionado, se toma posición a favor o en contra. La canonizan o la condenan. Y siempre con una fuerte dosis de simplificación”.
Teniendo en cuenta estas dos actitudes, Guillermo de la Dehesa formula dos neologismos muy sugerentes: la globafília y la globafobia y, según él, ambas son injustificadas, por simplificadoras. Participo de la misma tesis.
A mi juicio la globalización es imposible de parar. Es un fenómeno inevitable e irreversible. Lo que importa no es pararla, sino gobernarla y ponerla al servicio del bien común de la humanidad. El mundo ha dejado de ser una yuxtaposición de pequeños feudos, para convertirse en una aldea global en la cual todo fluye y mantiene relaciones de interdependencia.
La globalización económica es un excelente mecanismo para generar riqueza, pero no para distribuirla. Hoy urge la necesidad de saber compatibilizar las exigencias económicas del mercado con las exigencias de la ética solidaria. Como dice el sociólogo Ralf Dahrendorf lo que importa es saber cuadrar el círculo, esto es, combinar efectividad económica con la solidaridad y la cohesión social. No es fácil, desde luego, pero ahí está el reto.
La globalización económica, que es la que más destaca, tiene aspectos positivos, innovadores y dinámicos, pero también negativos, perturbadores y marginadores. Uno de los aspectos más perturbadores es éste: la preeminencia de lo económico sobre lo político.
A mi juicio, la globalización debería construirse respetando profundamente el principio de la solidaridad (que nadie sea excluido del desarrollo humano) y del principio de subsidiariedad (que no sea privado nadie de su propia autonomía). Sólo la solidaridad y la subsidiariedad, dos principios éticos inherentes a la Doctrina Social de la Iglesia, pueden ofrecer un rostro humano a la globalización.
La globalización no puede convertirse en una senda de una única dirección: el crecimiento económico. Tiene que ser, además, camino de distribución equitativa de este mismo crecimiento.
Todos los discursos políticamente y culturalmente correctos hacen referencias constantes a la solidaridad y, a pesar de ello, se constata la escasa funcionalidad práctica para la vida social, sobre todo a la hora de ayudar en el desarrollo de los países pobres. Sólo con voluntad política, solidaridad y coordinación entre los Estados, la erradicación de la pobreza en los países en vías de desarrollo será un hito posible.
La globalización no debe ser soportada como una fatalidad, ni celebrada como una panacea. Es una evolución sociocultural y económica que tiene que estar orientada y dominada con el fin que pueda aportar al máximo número de personasy, especialmente, a los más pobres, paz y justicia.
Este proceso que estamos viviendo de modo imparable invita al discernimiento ético y tiene que orientarse a promover el pleno desarrollo de miles de personas con el fin de respetar su dignidad y creatividad personales. La solidaridad es la única respuesta convincente a un mundo cada vez más interdependiente.

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