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Hablemos de la dignidad de la mujer

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El día 8 de marzo se celebra en todo el mundo el Día Internacional de la Mujer. Me ha parecido conveniente, con este motivo, escribiros esta carta sobre la dignidad y la vocación de la mujer. En la Iglesia, tenemos que felicitarnos todos, porque objetivamente siempre ha sido respetada y dignificada la mujer. Hay que entrar a ver esto desde la objetividad de cada época histórica y no desde una ideologización del momento que nada tienen que ver con las realidades históricas de cada tiempo. La dignidad y la capacidad de las mujeres es uno de tantos datos de la revelación que se habían escondido. Cuántas veces en la historia, lo sociológico ha oscurecido e incluso eclipsado los datos revelados. El Papa Juan Pablo II nos recordaba que “la mujer se encuentra en el corazón mismo del acontecimiento salvífico” porque es “con la respuesta de María cuando realmente el Verbo se hace carne… De esta manera la plenitud de los tiempos manifiesta la dignidad extraordinaria de la mujer” (cf. Mulieris dignitatem, 3 y 4).

¡Qué acontecimiento más extraordinario es descubrir que solamente de una persona, de una mujer, y concretamente de la Virgen María, sabemos que haya merecido ser llamada por Dios “llena de gracia” y “Madre de Dios”! Títulos que llenan de dignidad a quien realizó la revolución más grande que uno se pueda imaginar, haciendo posible con su “sí” a Dios, que éste tomase rostro humano en esta tierra. Con ese “sí” todo se hizo nuevo. Y es esta la novedad que hemos de descubrir también en la mujer. No ha existido una solidaridad humana más grande con los hombres que la que se nos ha manifestado en esta mujer, la Virgen María. Los cristianos, al dirigir los ojos a María, comprendemos en un instante el protagonismo de la mujer y que merece una mayor participación en las tareas sociales y sobre todo en las obras de redención humana en nuestra sociedad. Desde las primeras páginas del Génesis aparece la igualdad de naturaleza del hombre y de la mujer. Es verdad que viene expresado con el género literario iconográfico propio de aquella cultura en la que se escribió. Pero lo que sí es cierto es que el hombre y la mujer están hechos a imagen y semejanza de Dios, y por eso la persona humana es “la única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí misma” (cf. Mulieris dignitatem, 7).
En este Día Internacional de la Mujer es importante recordar cómo en nuestro tiempo la cuestión de los “derechos de la mujer” adquiere un significado absolutamente nuevo en el vasto contexto de los derechos de la persona humana. Por eso, el Papa Juan Pablo II, nos ha dicho que “iluminando este programa, declarado constantemente y recordado de diversos modos, el mensaje bíblico y evangélico custodia la verdad sobre la unidad de los dos, es decir, sobre aquella dignidad y vocación que resultan de la diversidad específica y de la originalidad personal del hombre y de la mujer” (Mulieris dignitatem, 10). Hay que afirmar con fuerza, desde la contemplación de la persona de la Virgen María, lo que Ella vivió con tanta intensidad y profundidad: que en nombre de la liberación del dominio del hombre, la mujer no puede perder su propia originalidad femenina. Un igualitarismo que no sea respetuoso con las aportaciones propias de la femineidad deformará y perderá lo que constituye su riqueza esencial.
La Virgen María es la expresión más grandiosa de la libertad femenina que, libremente, elige entrar en el plan divino, de tal manera que siempre que queramos descubrir y profundizar en esa originalidad, tenemos que mirar a la Santísima Virgen María. Ante el Día Internacional de la Mujer, tengo el atrevimiento que me da la libertad evangélica, para proponer como modelo de auténtica liberación de la mujer la vida y la obra de la Virgen María. “María es testigo del nuevo principio y de la nueva criatura… Es más, ella misma, como la primera redimida de la historia de la salvación, es una nueva criatura; es la llena de gracia…, en ella tiene su comienzo la nueva y definitiva alianza de Dios con la humanidad, la alianza en la sangre redentora de Cristo. Esta alianza tiene su comienzo con una mujer, la mujer, en la anunciación de Nazaret. Esta es la absoluta novedad del evangelio” (cf. Mulieris dignitatem, 11). ¡Qué hondura tiene poder decir que María es el “nuevo principio” de la dignidad y vocación de la mujer, de cada mujer! Quizá en unas palabras pronunciadas por Ella misma encontramos la clave para entender lo que acabo de decir, son aquellas palabras que la Virgen dice después de la anunciación, “ha hecho en mí favor maravillas el Poderoso” (Lc 1, 49). ¡Qué grande es que en María toda mujer pueda descubrir cuál es la verdadera dignidad suya, de su humanidad femenina! Os invito a todas las mujeres cristianas y a todas las de buena voluntad, a que por unos instantes miréis vuestra dignidad, la verdadera liberación y vuestros derechos desde María.
No puedo dejar de constatar el testimonio de Jesús en sus actitudes hacia las mujeres, primero con su Madre y después con todas las que se encontró en el camino de su vida y que tan bellamente nos describe el evangelio. Fue Jesús quien salvó la vida de la mujer condenada a muerte e hizo reflexionar a los hombres de su época de su hipocresía al pedir que lanzara la primera piedra el que de ellos estuviera libre de pecado. “Cristo fue ante sus contemporáneos el promotor de la verdadera dignidad de la mujer y de la vocación correspondiente a esa dignidad” (cf. Mulieris dignitatem, 12). Entra en la situación histórica y existencial con cada una de las que se encuentra en su camino. Y nos hace ver que cada mujer “hereda también desde el principio la dignidad de persona precisamente como mujer” (Mulieris dignitatem, 13). ¡Qué fuerza tiene el descubrir como Jesús confirma esa dignidad, la recuerda y la renueva! Una nueva vida empieza para cada una de ellas.
En esta revolución que hace Dios de la mujer a través de María, nos recuerda algo fundamental para su dignidad y su liberación, que la mujer puede realizarse plenamente en dos dimensiones: en la del matrimonio y en la de la virginidad. Y ambas son sublimes. En ninguno de los dos casos se renuncia al amor y a la maternidad. Y es que la maternidad está unida a la estructura personal del ser mujer y a la dimensión personal del don. La maternidad conlleva una comunión especialísima con el misterio de la vida que madura en el seno de la mujer. Es en la Virgen María donde mejor podemos contemplar esta realidad.
En María leemos cómo la mujer se encuentra a sí misma dando amor a los demás. ¡Qué fuerza da ver al prototipo de mujer, arraigada en la historia de la humanidad, en la eterna vocación que Dios ha dispuesto para él, presente y partícipe en los múltiples y complejos problemas que acompañan a la vida de las personas, de las familias, de las naciones, socorriendo a todos los seres humanos en la lucha incesante entre el bien y el mal para que no caigan y si caen se levanten! Por eso es connatural al ser humano la invocación que nosotros hacemos aquí en Valencia, al llamarla Mare de Dèu dels Desamparats.
Con gran afecto y mi bendición
+ Carlos, Arzobispo de Valencia

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