No es un dato irrelevante. Cuando Moisés muestra el Decálogo en dos tablas, en una aparecen los Mandamientos que guardan relación con Dios y, en la otra, los que se refieren a las relaciones entre los hombres. El amar a Dios sobre todas las cosas, como resumen de la primera, y al prójimo como a ti mismo, por aquel amor a Dios como esencia de la segunda, define la naturaleza y articulación entre ambas. Ser cristiano significa asumir las dos tablas, no sólo una. Y ése es el problema, la dificultad lógica por nuestra condición humana, que se convierte en terrible cuando, constatando la ausencia de una de las dos, nos negamos a rectificar.
Hay cristianos de la primera tabla, que pueden llegar a ser celosos cumplidores del ritual, e incluso más allá de ello pueden vivir en la oración y la práctica de los Sacramentos, pero no ven nunca al otro, al prójimo, entendido en sentido cristiano, es decir, no a aquél que está próximo a nosotros, por el que sentimos afinidad o empatía y con el que comulgamos políticamente, sino el próximo como alteridad, como otro yo muy distinto, que habla y promueve cuestiones que nos son profundamente contrarias. Ése es el prójimo del mandato cristiano, porque el otro es fácil de amar, es aquél a quien también puede amar el pagano.
Los católicos de la primera tabla de la ley pueden perder todo sentido del deber (amar cuando el prójimo plantea, por ejemplo, razones políticas y sociales absolutamente opuestas a las suyas, no tanto porque sean poco cristianas sino porque son radicalmente distintas), y entonces, en ocasiones, hace una operación que todavía es más contraria al sentido evangélico. Intenta disfrazar su ira y rechazo de una vestimenta católica. ¿Significa esto que los católicos no vamos a discrepar nunca y a razonar contra algo? La respuesta es evidente: ¡claro que sí! Lo que pasa es que lo haremos con razones, que estaremos contra un objetivo, una norma y un hecho, pero actuaremos siempre con respeto a las personas intentando entender los motivos de aquella propuesta. Y es que, aunque sea mala o nos lo parezca, siempre habrá un resquicio, un espacio mayor o menor de verdad, que deberemos saber ver y valorar.
Cuando rechazamos la ley del matrimonio homosexual, es obvio que no estamos rechazando a las personas que lo son. Sabemos ver en aquella demanda un enfoque radicalmente equivocado de una situación social que pide atención, no la del matrimonio, pero sí algún tipo de respuesta. Este ejemplo sirve para prácticamente todas las categorías políticas, incluso con mayor intensidad, porque precisamente lo hemos escogido porque, de todas las leyes aprobadas en este país y las que ahora están en debate, es (junto con la ley del aborto y la del divorcio instantáneo) la que crea una mayor ruptura antropológica, una mayor destrucción de la esencia de la naturaleza humana.
Pero existen también los católicos de la segunda tabla, los que reducen el Evangelio a un mensaje estrictamente humano y ven en Jesús no al liberador de la humanidad, sino a un líder político. Ignoran lo que dijo San Agustín sobre “el veneno horrendo y oculto de vuestro error: pretendéis que la Gracia de Cristo sea su ejemplo y no su don”. Un reciente artículo del jesuita José Ignacio González Faus pone de relieve ese cristianismo falseado de la segunda tabla que presenta una dialéctica inventada entre misa, vida religiosa, reivindicación católica y acudir al servicio del hombre. Plantea como opuestos elementos de una misma secuencia y pretende eliminar aquello que precisamente le aporta sentido: la apertura al misterio de Dios y su Gracia.