El pasado 9 de julio falleció el padre José Ignacio Dallo Larequi (1935-2025)[1], después de una lenta agonía de varios años como consecuencia de un ictus. El padre Dallo fue coadjutor en la localidad de Marcilla (Navarra) y capellán del Colegio Menor Ruiz de Alda (1965-1979). Destinado en la parroquia de San Francisco Javier de Pamplona, fue también canónigo de la Catedral metropolitana de Pamplona durante varios años y miembro del Consejo Presbiterial del obispo diocesano. Al tiempo fue profesor de Literatura en el Instituto Ximénez de Rada de Pamplona (1968-1999).
El padre Dallo ha sido un sacerdote ejemplar. Se trata de esos sacerdotes de otro tiempo que ejercen magisterio con su sola presencia, y que realizan una influencia carismática y edificante en todo lo que dicen y en todo lo que hacen.
Agraciado con una inteligencia extraordinaria[2], tenía la capacidad de escrutar con detalle y finura la personalidad de los demás, a quienes trataba con una delicadeza fuera de lo común y con independencia de la categoría o reputación de su interlocutor.
Dotado de una amabilidad natural y de una alegría personal poco común, era desprendido, formado e informado, y amante de las cosas bien hechas.
Financió de su propio bolsillo con especial generosidad no pocas iniciativas apostólicas y culturales en orden al bien de la Iglesia.
Su formación humanística y religiosa era sólida, profunda e integraba con equilibrio, como no podía ser de otra manera, las dimensiones teológicas, históricas y políticas. Hombre riguroso consigo mismo y también exigente con los demás, suavizaba su fuerte temperamento con un carácter acrisolado por la vida de gracia.
Soy testigo de su capacidad para revisar con valentía y humildad algunos de sus viejos planteamientos, de su capacidad para perdonar de corazón graves ofensas recibidas, y de su capacidad heroica para impedir que se hiciese daño a quienes le habían ofendido[3].
Conocí al padre Dallo hace unos quince años. Conocía su revista desde finales de los años ochenta, habíamos coincidido en algún evento y tuvimos algún trato a través de terceras personas. Pero hacia 2010 le llamé por teléfono para hacerle una entrevista a propósito de una investigación académica. A partir de entonces nuestra amistad fue creciendo, de tal manera que durante diez años hablábamos por teléfono con mucha frecuencia en largas conversaciones que podían durar varias horas. Nos vimos en varias ocasiones en Pamplona y en Zaragoza. En una ocasión fui a Pamplona exclusivamente para verle. Vino también mi mujer, que también mantenía una especial amistad filial con su paternidad sacerdotal. Durante dos días convivimos con él, viajamos juntos al Castillo de Javier, visitamos juntos iglesias y museos. Todo el mundo le saludaba por la calle.
En todo lugar y circunstancia tenía un comentario edificante y certero.
De su santidad personal, nunca he tenido duda. Y digo esto, en la medida que nunca fui uno de sus discípulos y después de algunas discusiones. Durante años colaboré en su revista, Siempre P’alante, no por identificación plena con su contenido, que nunca lo tuve, sino por amistad con su director. Por este motivo, mantuvimos largas polémicas telefónicas, hasta agotar la batería del móvil. Al día siguiente, me llamaba don Alberto Galarreta para continuar la discusión en el punto que se quedó con el padre Dallo. Eran dos buenos polemistas, a los que gustaba el debate, eso sí, sabiendo que su contrincante coincidía en lo fundamental.
Don José Ignacio ha vivido casi medio siglo muy dolido con la dimensión humana de la santa madre Iglesia.
Su experiencia de injusticia y mortificación ha condicionado inevitablemente su pensamiento. Por eso su fidelidad a la Iglesia y su lealtad al Papa tienen especial valor. Reconoció siempre la autoridad divina del Romano Pontífice y se sometió a su disciplina. No cayó en la tentación del cisma lefebrista y acató la reforma litúrgica.
Otra cosa es que fuese crítico con los pontificados que le tocó vivir, en tono desabrido, que no sobrepasó sin embargo ninguna línea roja. Su revista acogió artículos que prestaban excesiva atención a las miserias de los cristianos, especialmente si ocupaban puestos jerárquicos. Otros articulistas confundían el Concilio con el posconcilio en términos de causa-efecto, cuando la crisis de la Iglesia, que él mismo pudo advertir, se remonta a finales de los años 50 en la crisis de vocaciones, abandono masivo de la vida consagrada y rebeldía doctrinal. La confusión y desconcierto de los cambios posconciliares tan solo aceleró el proceso.
Recuerdo que me hizo partícipe de una semblanza de un eclesiástico significado, hombre fiel a la Iglesia y de ideas tradicionales. El padre Dallo no le dejaba en buen lugar. Extrañado por su juicio de valor sobre un hombre notable, no había terminado de leer su escrito cuando me llegó otro nuevo. Rectificaba todo lo negativo. El padre Dallo esperaba que tal eclesiástico le hubiese apoyado y acogido en su pleito con el arzobispado de Pamplona. Me pidió que destruyera el primer documento.
Pocas de las crónicas panegíricas sobre el padre Dallo a propósito de su muerte han puesto de relieve el gran acontecimiento de su vida sacerdotal. La homilía de su funeral, pronunciada desde la cercanía humana y sacerdotal, ha eludido este asunto. Y algunos de sus más cercanos colaboradores en su revista, también.
Se trata de la protesta educada, sumisa y cordial que el padre Dallo realizó ante su arzobispo, monseñor Cirarda, que había autorizado implícitamente la celebración en su diócesis de absoluciones colectivas, que la ley eclesiástica prohíbe sin causa justificada y solo autoriza en virtud de razones de grave urgencia. Fue una conversación en la sacristía recién terminada la santa Misa concelebrada. Monseñor Cirarda arrojó de un manotazo los papeles que el padre Dallo llevaba consigo y le amenazó, se supone que metafóricamente, con su báculo.
A partir de aquel momento el padre Dallo ha vivido casi medio siglo privado de toda responsabilidad pastoral, sin cobrar su sueldo y marginado de la vida de la Iglesia en Pamplona.
Por eso, es justo decir que el padre Dallo ha sido un mártir en vida del Sacramento de la Penitencia.
Sus reclamaciones judiciales ante los Tribunales eclesiásticos no dieron fruto. Se impuso la decisión del obispo. El padre Dallo siempre se quedó pensativo cuando algunos de sus amigos le confesaban que su figura, simplemente, fue cabeza de turco en una época de contestación clerical ante los buenos y ante los malos obispos.
En Navarra, como en toda España, hubo rebeldía seglar y sacerdotal contra aquellos obispos que, a su vez, eran rebeldes contra Pablo VI y Juan Pablo II. Monseñor Cirarda se ponía de los nervios cuando veía en las calles de Pamplona aquello de «fuera obispos rojos». La presencia masiva, en toda la geografía nacional, de sacerdotes de la Hermandad Sacerdotal Española (HSE), que hacían una recta interpretación del Concilio en coherencia con la Tradición de la Iglesia, era muy molesta para esta nueva hornada de obispos cuyo denominador común era la falta de sintonía con el pasado, con Roma y el magisterio de la Iglesia. Mucho es de temer que el padre Dallo pagó los platos rotos. Se significó, se convirtió en símbolo y el obispo le convirtió en testigo de la fe. Lo más curioso es que el padre Dallo nunca había pertenecido a la HSE.
Muchos de quienes apoyaron su valentía, sobre todo hermanos en el sacerdocio, le felicitaban en secreto, y cuando el asunto se puso especialmente feo, cambiaban de acera por la calle para evitar el saludo.
Desde entonces su vida sacerdotal ha sido un calvario. Nunca fue suspendido a divinis, pero fue olvidado para siempre sin intención de aclaración, sin oportunidad de reconciliación, sin ánimo de integración. Es un caso digno de estudio de ensañamiento episcopal.
El padre Dallo perdió la canonjía pero nunca perdió su dignidad de sacerdote de Jesucristo.
Para monseñor Cirarda y sus sucesores es como si hubiese muerto. Solo el arzobispo emérito de Pamplona y Tudela, monseñor Francisco Pérez González, le llamó hace unos años para felicitarle -si no recuerdo mal- en su cumpleaños. El padre Dallo agradeció el gesto pero reclamó reconocimiento y reparación por el desafuero cometido en su contra. Era mucho pedir, sería tanto como reconocer más de cuarenta años de condena por el delito de reivindicar el imperio de las leyes divinas y eclesiásticas en el seno de la propia Iglesia.
Cuando monseñor Fernando Sebastián, discípulo y continuador de la línea pastoral del cardenal Tarancón, al igual que monseñor Cirarda, se quejaba en sus memorias de la falta de vocaciones sacerdotales en Navarra, hubo que contestarle que tenía preso a un sacerdote benemérito sin otro delito que mantenerse fiel al magisterio oficial de la Iglesia.
Los sucesivos arzobispos de Pamplona mantuvieron a padre Dallo sin su asignación económica como sacerdote. Quiero suponer que eran sabedores de que cobraba un sueldo de funcionario del Estado como catedrático de Instituto. Sin embargo, esta libertad económica resultó providencial para el padre Dallo: no tenía que dar explicaciones a ningún superior.
Fundó entonces la Unión Seglar San Francisco Javier y abrió una capilla en Pamplona. Fundó y dirigió también el quincenal católico Siempre P’alante (1982-2021), alcanzando las 851 números, al tiempo que dirigió y organizó las Jornadas de la Unidad Católica de España (1989-2025).
Descanse en paz este sacerdote benemérito, un navarro enamorado de la España misionera que ha «peleado hasta el fin el buen combate».




