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Pensar la educación (católica) (I)

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Este trabajo ha surgido como fruto de una petición. A finales de mayo de 2022, la directora de un colegio católico, me honró pidiéndome una serie de tres conferencias sobre los fundamentos de la educación para un grupo numeroso de monjas, maestras y profesoras de este colegio, que constituyen el grueso de su claustro de profesores.

Tres pilares sustentan el contenido de estas páginas: Mi fe católica, que es la misma que inspira el ideario del colegio, la reflexión teórica hecha desde la Filosofía de la Educación, y mi experiencia docente, iniciada hace casi medio siglo, que he seguido manteniendo de diversos modos aun en esta última etapa de maestro jubilado.

Hablar de educación, con propósitos de mejora, siempre es bueno. Por eso acogí con gusto la invitación que se me hacía, si bien no me veía tratando cuestiones como las que hoy imperan en el mundo educativo y que, a juzgar por las directrices y disposiciones legales, parecen ser las que más interesan (quizá las únicas  que interesan) a las autoridades educativas. En cambio, la escuela no puede renunciar a su función educativa y formadora porque esa es su razón de ser. Hoy, en mi opinión, se está viendo forzada a hacer justamente lo contrario. A la escuela actual se le está pidiendo que dedique buena parte de sus energías a tratar los mismos temas que ocupan a los espacios informativos de los grandes medios de comunicación. A tratar los mismos temas y a tratarlos con los mismos criterios. Es sabido que los programas informativos son los espacios tomados como más serios, los que más crédito merecen por parte de los espectadores, y por eso son los que más peso tienen en la formación de la opinión del gran público. Sabido es también —bien experimentado lo tenemos— que estos medios se han hecho con una función, la educativa, que corresponde sobre todo a la familia, a la Iglesia y a la escuela.

Los temas de los que se ocupa hoy la educación vienen a ser los mismos que conforman la opinión pública

Como esta se modela y se forma sobre todo con los medios de comunicación, ocurre que los grandes temas que ocupan a la educación se parecen mucho a los sumarios de los informativos. ¿Será una casual coincidencia? No lo es. Palabras y expresiones como corrupción, sexismo, género, machismo, violencia, abusos, feminismo, acoso escolar, desarrollo sostenible, diversidad sexual, escuela inclusiva, homofobia, etc., son los que están en candelero y son los que acaparan las preocupaciones educativas, a juzgar por las leyes educativas actuales.

Pero estos no son los temas centrales de la educación, y, en cualquier caso, no son los que a mí me parece que deben ocupar la atención de un colegio católico. En mi opinión vivimos tiempos de mucha oscuridad, de mucha confusión, de mucho alboroto, de mucha falta de libertad.

Estamos sufriendo las consecuencias de una ideología perversa, que es falsa de raíz porque no obedece a la verdad del hombre y la mujer, la ideología de género. ¿Cómo contrarrestar sus efectos? Con la verdad de la persona humana, con una doctrina basada en la razón y en la fe que profesamos, que es la fe católica.

He calificado como perversa a esta ideología por sus planteamientos y por sus frutos en los ámbitos familiar y educativo. No está de más echar la vista atrás para señalar que esa ideología se nos ha ido inoculando por múltiples cauces, y con dosis cada vez mayores. En España la estrategia ha funcionado y supongo que en los demás países también, porque después de haber sembrado nuestras cabezas durante décadas[1], con campañas perfectamente diseñadas, después de haber inoculado sus ideas en el cuerpo social, este ya no está en condiciones de reaccionar contra ella; una vez conseguido el clima favorable que se pretendía, entonces viene la vía de la imposición legal, mediante la cual se obliga a aceptar unos criterios que son esencialmente anticristianos y, por ende, antihumanos, contrarios al bien de las personas.

1.1. Los pilares de la educación.

La educación se apoya en unos cuantos pilares que son básicos, fundamentales, permanentes, sobre los que hay que volver una y otra vez; pilares irrenunciables en la práctica educativa diaria y en la formación de los maestros, una serie de temas que constituyen el armazón sobre el que se levanta esta edificación que es la educación y que sirven de guía a la práctica pedagógica.

Cuestiones como el qué y el para qué de la persona humana, el porqué y el para qué de la educación, sus posibilidades y límites, la educación moral, la figura del maestro, el papel de los recursos y medios (y la desmedida importancia que se les concede), el sentido de la autoridad, las relaciones entre escuela y familia, entre escuela y sociedad, etc. Temas todos ellos que, como es fácil de ver, caen dentro del ámbito de la Filosofía de la Educación.

Mi apreciación es que estas cosas no son las que habitualmente requieren nuestra atención (bastante tenemos con sobrevivir a las demandas de un modelo de enseñanza, la actual, en estado de excitación continua). Sea por esto, sea tal vez por las dificultades del hombre contemporáneo para pararse a pensar despacio, sea cualquier otra causa, el caso es que estas cuestiones de Filosofía de la Educación vienen a ser extrañas a nuestras inquietudes docentes, y por eso quizá nos puedan parecer alejadas de nuestras necesidades, como si fueran cosas meramente teóricas, sin valor práctico. Bueno, si esta apreciación fuera cierta, estaríamos ante una objeción muy antigua, el para qué sirve pensar, que es una variante del gran problema de la filosofía (más bien de la enseñanza de la filosofía) de todas las épocas, el para qué sirve la filosofía.

 ¿Para qué sirve darle vuelta a las ideas?

¿No es preferible dedicarse a lo útil, a las cuestiones prácticas antes que a la discusión teórica? ‘Primum vivere, deinde philosophari’, se viene repitiendo desde tiempos inmemoriales. Lo primero es vivir, no filosofar, lo cual puede ser cierto o no, depende de lo que entendamos por “vivir”. Si por vivir entendemos “sobrevivir”, entonces sí es cierto, pues lo primero es sobrevivir. Ahora bien, si por vivir entendemos vivir como personas, entonces lo primero es pensar.

Muchas veces me he encontrado a personas que han caído en el error de minusvalorar la filosofía por su carácter teórico. Muchas veces y a muchas personas. Nosotros, maestros, no caigamos en él, que es grave. El filósofo es un sembrador de ideas y las ideas son las semillas de los hechos. Acabo de poner un ejemplo de siembra de ideas a través de una serie de televisión de hace treinta y tantos años y podríamos poner muchos más. Todos los movimientos sociales, todas las revoluciones, todos los grandes vaivenes de la historia humana, han venido precedidos por una siembra de ideas. Cuestiones tan candentes y aparentemente tan poco filosóficas como los actuales movimientos feminista, animalista o la teoría de género, tienen su origen en cátedras universitarias de filosofía. Quien se pregunta para qué sirve la filosofía (la buena filosofía), aunque no lo sepa, se está preguntando para qué sirve pensar. Respuesta: Pensar sirve para ser hombres, para vivir como lo que somos, imágenes de Dios.

Vayan por delante dos citas del Libro del Eclesiástico. La primera algo larga, la segunda muy corta:

“El Señor creó al ser humano de la tierra, y a ella lo hará volver de nuevo. Concedió a los humanos días contados y un tiempo fijo, y les dio autoridad sobre cuanto hay en la tierra. Los revistió de una fuerza como la suya y los hizo a su propia imagen. Hizo que todo ser viviente los temiese, para que dominaran sobre fieras y aves. Recibieron el uso de las cinco operaciones del Señor, como sexta, les concedió participar de la inteligencia; y como séptima, la palabra intérprete de sus operaciones. Discernimiento, lengua y ojos, oídos y corazón les dio para pensar ” (Eclo 17, 1-6).

“La insensatez y la oscuridad han sido creadas para los pecadores” (Eclo 11, 16a).

 Pensar, decir y hacer no son verbos inconexos

Pensar, decir y hacer no son verbos inconexos que vayan cada uno por su lado, y, de hecho, no pueden funcionar separadamente. Pensar, decir y hacer son como tres planos de una misma unidad, reflejo de nuestra imagen y semejanza con Dios, que es Uno y Trino.

Pensar (plano teórico), decir (plano expresivo, manifestación de lo pensado) y hacer (plano operativo, puesta en práctica de lo pensado y manifestado), siendo planos distintos, proceden de una unidad y no tienen sentido si no están referidos a la unidad de la persona humana.

La unidad de la persona humana no es el fin general de la educación, pero sí es un dato a tener en cuenta

La falta de unidad nos trae de cabeza, especialmente aquí, porque vemos que son muchas las familias que viven divididas, los hijos que viven divididos, niñas divididas, fruto de ambientes opuestos con dos o tres vidas enfrentadas entre sí, entre el colegio y la casa, el colegio y la calle, el trabajo y la familia, la casa y la calle, la fe y las obras.

Lo inmediato nos absorbe, los quehaceres de cada día, pero, precisamente por eso necesitamos una reflexión sólida sobre lo que tenemos que hacer y lo que hacemos.

1.2. La educación, una actividad práctica.

La educación es una actividad práctica, al menos la parte que nos corresponde a nosotros, los educadores. Un colegio no es un laboratorio de ideas. Nuestra tarea es fáctica, ejecutiva, operativa.

 El día a día del maestro consiste en hacer lo que sabemos que tenemos que hacer de la mejor manera posible

Esto es verdad, por supuesto que sí, pero no se puede hacer sin fundamentos teóricos. El gran error, la gran carencia de la Pedagogía actual, como de otras disciplinas, como la Psicología o la Sociología, es que ha prescindido de la Filosofía, que fue la madre que las engendró y dio a luz. Cuando estas ramas del saber se han constituido en autónomas, cuando se han olvidado de sus raíces y han perdido su referencia primera, entonces se han quedado sin fundamento. A mí me decepcionó muchísimo la Pedagogía que estudié, excepto en una cosa, en su conexión con la Filosofía. Y pronto me di cuenta de que los grandes pedagogos han sido los grandes santos educadores (que aunque no fueran pensadores estaban respaldados por el mejor bagaje intelectual que es la doctrina católica), o bien filósofos cristianos, una gran mayoría católicos. Y en todo caso, católicos o no, los grandes teóricos de la educación, hasta el final del siglo XX, han sido todos filósofos.

La fe es necesaria, la formación humanística y científica también, cuanto más amplia mejor, por lo menos suficiente, abierta a todo tipo de conocimientos. Pero en este momento urge la formación en las materias de Arte y de Letras, que están siendo ninguneadas por la legislación educativa: la Filosofía, la Música, el Arte, la Historia, la Filología, la Literatura y las Lenguas, las clásicas y las del propio idioma actual, en nuestro caso, la lengua castellana.

 El error del hacer por el hacer

Cuando la educación no se sostiene en una buena formación humanística, que es, en mi opinión, una de las grandes carencias del profesorado desde hace décadas, la educación acaba siendo un hacer por hacer, un repertorio de actividades inmanentes, que se justifican por sí mismas, sin trascendencia, sin finalidad que las justifique o con una finalidad poco elaborada.

Pero como “todo el que obra, obra por un fin”[2], como algún sentido hay que darle, para no caer en el absurdo que supone una educación sin finalidad, la salida más airosa, menos comprometida, es darle a todo lo que hacemos un carácter lúdico. Digamos por ahora que el fin de la educación, dicho en términos profanos, es la vida buena del educando, sea hijo o alumno, sea niño, adolescente o joven. (Después lo aquilataremos más, pero por ahora, como respuesta provisional, la vida buena nos puede valer como fin de la educación). Ahora bien, ese fin es un fin a largo plazo y además incontrolable, un fin escurridizo, que se nos escapa de las manos, uvas que no están maduras, lejos de nuestro alcance. ¿Qué salida encontramos? La diversión, el entretenimiento.

 La diversión, sucedáneo de la vida buena

Sustituirlo por el sucedáneo de la diversión, que resulta mucho más grato y es más controlable. Que los muchachos estén entretenidos y se lo pasen bien. Para ello multiplicamos hasta el infinito las actividades divertidas, con lo cual hacemos de los colegios una especie de ludotecas selectas, de primer nivel, y nosotros, los maestros, acabamos contagiándonos de roles que no son específicamente nuestros, como puede ser, pongo por ejemplo, el de monitor de campamento. La enseñanza no puede ser hosca ni aburrida, pero tiene que ser enseñanza; el colegio debe ser un sitio alegre, pero colegio, lugar de aprendizaje, no de mera diversión, las escuelas no deberían ser ludotecas VIP. Respecto de nosotros, no es que pase nada por hacer de monitores de campamento, pero cuando estamos de campamento; no es que pase nada porque nos caractericemos de personajes de teatro, pero cuando hacemos teatro; el tiempo académico de enseñanza/aprendizaje es otro tiempo y los papeles de maestro y alumno no pueden quedar desdibujados o perdidos.

No estamos para divertir sino para ayudar a ser felices, que no es lo mismo, y la felicidad, hasta donde es posible en esta vida, solo puede darla la vida buena.

 Nadie nos pide más

En estos momentos se nos plantea un problema grave, muy grave, un problema de índole vocacional porque nuestra vocación se ve obligada a enfrentarse, día sí, día también, con el concepto dominante de educación. La legislación educativa es cada vez más laxa en cuanto a exigencia, académicamente estamos con el listón muy bajo, aquí todo el que quiera un título puede conseguirlo con muy poco más que estar matriculado y venir regularmente a clase. Para muchos padres la titulación parece ser lo único interesante; a las madres, que son las que soportan el gran peso de la educación, (al menos a un gran sector de madres) les basta con ver a su hijo satisfecho y sonriente, que el hijo no llegue diciendo que lo ha pasado mal en el colegio, que todo lo que cuente sea divertido y agradable, que no sufra contratiempos, que no vaya con problemas, que no sufra contrariedades, que no vaya diciendo que lo ha pasado mal, da igual la causa.

Es verdad que el colegio tiene que gustar a los muchachos, el colegio debe alegrar la vida de niños, adolescentes y jóvenes, y el aprender debe ser una tarea gustosa y atractiva. Es verdad que deben estar contentos e ir a casa contentos, pero porque se vean a sí mismos valorados, exigidos, queridos, aprendiendo, descubriendo cosas, alegres por sus logros, adquiriendo responsabilidades, porque vean recompensados sus esfuerzos, porque establecen relaciones sanas con sus compañeros y con sus maestros, porque constatan que están en proceso de perfeccionamiento y de mejora continua. Pero una cosa es la alegría que nace del trabajo, del esfuerzo y del compañerismo y otra muy distinta la alegría de la frivolidad.

 Respuesta: adaptación al ambiente

El sistema educativo nos conduce a una educación pobre, muy cortita de contenidos y las familias a una educación sin problemas. ¿Qué solución nos queda? Educación divertida, de movimiento continuo. Este es el atajo, ¿será la respuesta que Dios quiere?

Yo, por mi manera de ver las cosas, tengo que decir que no. El atajo es incompatible con nuestra fe, y desde luego, en mi caso, tengo que decir que ha sido siempre incompatible con mi vocación. El atajo es la solución corta, inmediata, fácil; con mucha frecuencia, la solución perezosa. El atajo es la solución que dio el demonio a Adán y a Eva. Jesucristo nunca cogió atajos, teniéndolos todos en su poder. Los milagros no fueron atajos. La redención no se hizo mediante un atajo; en el viacrucis, Cristo recibió algunas ayudas hasta llegar al Calvario, pero no tomó atajos. Dios no utiliza atajos con nosotros, pudiendo hacerlo y lo haría perfectamente bien, pero no estamos hechos para atajos, sino para crecer, para madurar a nuestro ritmo que tendría que ser el que la naturaleza nos depara, y que suele parecernos muy lento. Como tampoco han cogido atajos los santos, los monjes copistas de la Edad Media, los verdaderos maestros de cualquier arte, los artesanos finos, los constructores de las catedrales, los grandes músicos, las amas de casa vocacionadas, etc.

[1]     Como ejemplo cabe citar la serie de televisión “Tristeza de amor”, producida y emitida por Televisión Española en 1986. En wikipedia se dice de ella que “se caracteriza por tratar temas hasta entonces tabú en España como la homosexualidad, la transexualidad o el acoso laboral”. Esos son los contenidos objetivos, pero el tratamiento que se hacía de ellos en esa serie estaba dirigido a crear opinión favorable a la homosexualidad y la transexualidad como opciones de vida sexual legítimas o como hechos normalizados propios de una sociedad democrática.

[2]     STO. TOMÁS DE AQUINO. Suma de Teología, I, c. 44, a. 4.

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