Los hay que mueren por hacer un favor, y aquellos que mueren para hacerlo. ¿Dónde está la salida? En el amor, que en el mundo humano –realidad única en el planeta y quizás en el Universo- significa entregarse al otro, por considerarlo un hermano, tal y como enseña la Iglesia. Porque hacer un favor es mucho más que dar algo que no necesito, para mí superfluo, por más que al otro, al hermano, le sea de utilidad. No doy por compasión, por ceder o por destacar, sino por amor.
¿Qué es –o debería ser-, pues, el amor, así en pequeño? Amor con mayúscula. ¡A lo grande! El ejemplo nos lo ha dejado Jesucristo, el Redentor por carne divinizada, el Hombre-Dios que alimenta nuestras venas y nos vivifica. Ha endiosado al ser humano. Por puro Amor. Somos “hueso de sus huesos y carne de su carne” (Cfr. Gen 2,23); por eso el hombre reconoce a la mujer, y la mujer, al hombre. Compartimos –como mujer y como hombre- Su existencia, pero no porque seamos unos genios, sino porque morimos con Él (“Yo doy mi vida para poder recuperarla”: Jn 10,17). Así, la muerte es vida: Vida con mayúscula. Ésa es la Vida que nos comunica el Espíritu que nos ha infundido Jesús, por puro Amor –Amor del Espíritu.
Por eso, para empezar, hemos puesto “amor” con minúscula humana, que con el Espíritu infuso es Amor con mayúscula, si lo vivimos con perspectiva de eternidad; si “morimos en el intento”, podríamos decir, porque en la lucha está la santidad, pues pocas veces lo conseguimos. Porque, a lo humano, ser “carne de su carne” solo es posible si nos da Él la vida que es Vida, gracias a que el espíritu (su Espíritu) nos vivifica. Y nos vivifica precisamente cuando morimos. “El espíritu es el que da la vida” (Jn 6,63), por eso hemos dicho “carne de su carne”.
Así pues, la Carne de Dios es Espíritu y es Vida, porque lo es su Palabra (“La carne no sirve para nada; mis palabras son espíritu y son vida”, dice Jesús: Jn 6,63). Y sabemos que Él es “la Palabra de Dios” (“la Palabra se hizo carne […], gloria propia del Hijo único del Padre”), y que “por medio de ella se ha hecho todo” y que “en la Palabra hay vida” y que “la vida es la luz de los hombres” (Cfr. Jn 10,1-4). Y la Palabra –como hemos dicho- nos lo ha asegurado: dando la vida se accede a la Vida, nadie da la vida sino el pastor (“al asalariado no le importan las ovejas”; “yo doy mi vida por las ovejas”: J 10,15).
¿Qué es, sino, pues, un favor cuando nos va la vida, vista desde esta perspectiva de eternidad (como debería ser siempre)? Algo sublime que nos abre las puertas del Cielo, y que con nuestra obra y ejemplo puede abrírselas al hermano. Pues, si la muerte es Vida y el Amor es morir, fácil es deducir que al hacer un favor no hay que temer morir por hacerlo, sino que debo morir para hacerlo.
Al hacer un favor no hay que temer morir por hacerlo, sino que debo morir para hacerlo. Share on X